FELONÍA EN LAS ONDAS

A primeros de 1991, durante un viaje de Madrid a Sevilla en automóvil, Txiki Benegas mantuvo algunas conversaciones a través del teléfono del vehículo. Unos días después, dos de esas conversaciones, obviamente privadas, fueron emitidas por una cadena de radio, la SER. Los diálogos interceptados a Benegas no tenían importancia política, no revelaban acontecimientos desconocidos ni posiciones políticas sobre problemas relevantes. El morbo periodístico estaba en la manera coloquial con la que se referían a miembros del Gobierno: «Dios» y «number one» para hablar de Felipe González, a quien hacían responsable de algunas decisiones erróneas de Carlos Solchaga, al que apodaban «el enano», o de Narcís Serra, llamado «el catalán». Nada relevante que justificara el revuelo mediático que produjo. La emisión provocó un revoltijo de declaraciones, contradeclaraciones, comunicados y desmentidos, no tanto por su contenido como por el hecho —considerado por algunos, y desde luego por el afectado, de extrema gravedad—, de evidente ilegalidad, de haber interceptado una conversación privada, y por la inmoralidad que suponía que se diera a la publicidad.

La dirección de la radio insistió en que «las cintas no fueron grabadas por la SER, se captaron de forma y manera fortuita y por persona no interesada en la cuestión». Sostenían que las llamadas habían sido interceptadas por un radioaficionado de Linares, versión difícil de creer dado que, aunque el automóvil atravesó una franja cercana a Linares, la duración de las conversaciones asegura que la mayor parte de ellas se mantuvieron bien lejos de aquella localidad. Aun con todo, los responsables mantuvieron la versión del «radioaficionado». En una entrevista motivada por un asunto diferente con Jesús Polanco, el dueño principal del Grupo Prisa, al que pertenece la SER, me ratificó la versión. Le pedí el nombre del radioaficionado para confirmarlo y me respondió que no «estaba en condiciones de proporcionármelo».

Examinemos los dos aspectos de la felonía de espiar, grabar y emitir una conversación privada del secretario de Organización del primer partido de la nación, en aquel momento el partido gobernante.

¿Cómo y quién grabó las cintas? Hay que descartar la versión de la grabación fortuita por el radioaficionado, por inverosímil y por la negativa a revelar los datos de una interceptación «casual». Pasado algún tiempo de la emisión, un antiguo amigo y compañero de estudios de Txiki Benegas le llamó por teléfono sugiriéndole una cita. No podía Benegas imaginar cuál sería el motivo de su deseo de entrevistarse. El amigo le confesó que, a la vista de la injusticia que habían cometido con él en aquel asunto, se veía obligado a declararle que el seguimiento desde un automóvil y la grabación se habían producido por agentes del CESID, al que él mismo pertenecía. ¿Y qué relación puede tener el CESID con la SER?, fue la lógica pregunta. Según el funcionario de los servicios secretos, las cintas se habían entregado a Narcís Serra, quien —siempre según la versión del declarante— las había depositado en manos de Javier Solana, enlace que había servido para hacerlas llegar a la SER. ¿Cuál es la confianza que se puede otorgar a las palabras de un espía? Relativa, escasa, mínima. Pero así fue como lo contó y no hago más que repetirlo. Cada uno podrá dar mayor crédito a los que infligieron la felonía o al que la denuncia desde una institución con un alto grado de secretismo. Años después, un directo colaborador de Serra confirmó su participación en los hechos.

Hasta aquí lo que podemos colegir de los unos y los otros sobre el acto vandálico de espiar a una persona, que además es responsable político. Pero una vez cometida la violación de la Constitución, interceptando una conversación privada sin la preceptiva autorización judicial, se plantea la decisión de emitirla en una cadena de radio. Los responsables del programa ofrecieron a su vez dos versiones, una oficial —el contenido de las cintas tenía un alto nivel informativo—, otra en privado —desconocían el contenido de las cintas y los superiores se las entregaron con una instrucción clara: «emitir»—. Ninguna de las dos resulta convincente. No es fácil de creer que el conductor de un programa emita una cinta sin oírla previamente, y la manida justificación de que cualquier información noticiosa debe ser publicada, al margen de la legalidad o ilegalidad en su obtención, no se mantiene.

En primera instancia, la información que hay en las cintas es baladí, son conversaciones privadas que no aportan más que los sobrenombres, en estilo coloquial, con que se identifica a algunos importantes responsables políticos, sin que pudiera obtenerse información alguna relevante para la vida política. En segundo lugar, ¿todo lo noticioso debe ser publicado por razones profesionales? No creo que estén dispuestos a sostener este principio quienes más alardean de él. Si alguien hubiese grabado la conversación privada entre el banquero Mario Conde y el magnate de los medios Jesús Polanco en el yate del primero, por la que rompieron sus íntimas relaciones, y las hubiera enviado al conductor del programa de la SER, ¿las hubiera emitido? Sabemos que no lo habría hecho, y vaya si era noticiable: a partir de aquel momento cambiaron las relaciones del banquero, pasó de Prisa a El Mundo.

Los que sostienen que sólo los factores objetivos influyen en la marcha de la historia encontrarán aquí una buena razón para revisar sus postulados. Son frecuentes los acontecimientos que cambian el rumbo por motivaciones pura y simplemente subjetivas. Éste es un buen ejemplo. Dos magnates, dos cresos, uno por su poder económico, Mario Conde, el otro por la fuerza y la influencia que le proporcionan los muchos medios de comunicación que posee, Jesús Polanco, traban una amistad que los puede catapultar a la cima del poder, esgrimiendo y aupando la ambición política del banquero. Cuando parece que la operación es más probable se cruza en el destino de dos hombres una veleidad que más interesa a las revistas rosas o del corazón, y la imbricación entre poder y dinero se rompe con hostilidad y deseos de vindicación. Los medios de comunicación del uno se opondrán a las pretensiones del otro, que se siente obligado a cambiar de bando y se refugia en la cueva del enemigo del primero, el diario El Mundo.

¿Por qué se emitió? En una conversación posterior Jesús Polanco le confesó a Txiki Benegas la auténtica razón por la que utilizaron aquella cinta para golpearle. Polanco admitió con claridad que fue la preocupación que le provocó saber que Benegas andaba en conversaciones con el Grupo Z, con Telecinco y con la ONCE en lo que podía ser —según Polanco— la construcción de un grupo mediático más importante que Prisa, y eso no lo podía aceptar sin hacer algo para evitarlo. Ese algo fue el acto de «terrorismo radiofónico» (así lo calificó Benegas) de emitir una conversación privada sin contenido político pero que desestabilizaba la posición de Benegas dentro de la estructura del Partido Socialista.

A pesar de que no había revelaciones relevantes, el diario El País dedicó muchas páginas durante muchos días a intentar crear la idea de que «el aparato» de Ferraz se oponía a Felipe González y a su Gobierno obstaculizando su actividad. Sin aportar ninguna prueba se insistía cada día en la «tensión» existente entre el PSOE y Felipe González, quien casualmente (!) era su secretario general.

La emisión de la cinta escondía un lado aún más oscuro. La cinta fue limpiada: no se hicieron públicas otras conversaciones de Benegas, por ejemplo con José Bono, quien se expresaba con mayor rotundidad sobre personas y asuntos de los que tanto interesaban a los responsables de la emisora. Bono no utilizaba el sentido figurativo que había usado Benegas (Dios, number one, enano, catalán), sino que sus expresiones eran malsonantes y ofensivas.

Sólo resta desvelar quiénes eran los interlocutores en aquellas conversaciones con Txiki Benegas. Uno de ellos se conoció desde el principio, y posteriormente se confirmó: el periodista Germán Álvarez Blanco; respecto del segundo se empeñó la prensa en mantener que se trataba de Fernando Múgica, que años después sería asesinado por los criminales de ETA. A pesar de que el propio Fernando lo negó, la prensa no hizo caso y siguió sosteniendo que era él quien estaba al otro lado del hilo telefónico. No fue Fernando, era un amigo de Vitoria, que llegó a ser candidato parlamentario en unas elecciones.

La lección que puede extraerse de tan sucio acontecimiento es lo enfermizo de las relaciones de promiscuidad que se establecen entre política y periodismo. Sus protagonistas compiten entre ellos, pero se necesitan mutuamente. El periodista persigue la confidencia del político para alimentar su información; el político busca la complacencia, la benevolencia del periodista para lograr una imagen positiva en los medios. Se convierten en simbiontes que se asocian para sacar provecho de su vida en común, pero la divergencia de objetivos les hace despreciarse mutuamente, sobre una base de desconfianza y aborrecimiento. Los dos campos, la política y el periodismo, deberían respetarse más, lo que sólo es posible mediante una institucionalización de sus relaciones y sobre la confianza de que el político no le mienta al periodista y de que el periodista no manipulará lo que sabe a través del político.

Posiblemente es un desiderátum propio de un ingenuo, pero alguna forma de entendimiento en la confianza debiera instalarse en las relaciones política-periodismo que sirva al menos para evitar felonías como la de espiar y emitir una conversación privada.

Cuando esto escribo se desencadena en Gran Bretaña un escándalo de espionaje periodístico. El diario News of the World, de Rupert Murdoch, ha dejado de imprimirse por haber interceptado teléfonos privados. Los responsables van pagando: la consejera delegada del periódico, el jefe de Scotland Yard… ¡Qué envidia de democracia! Aquí nadie fue responsable.

La repetida cantinela de «el público tiene derecho a saber» tiene un límite, como lo tienen todas las libertades. La romántica imagen del periodista como héroe solitario contra los poderosos ha dado paso a una clase muy cerrada que se autoalimenta con informaciones que salen de ellos mismos. ¿Puede hoy sostenerse que los medios ejercen el poder en nombre de la gente?

Por las mismas fechas en las que sucedían en España los hechos descritos de espionaje y difusión de una conversación privada, publicaba un editorial el periódico The Sunday Telegraph muy incisivo sobre el papel de la prensa: «La opinión de los medios, útil a la hora de impresionar a los políticos, pero poco más, ha sustituido a la opinión pública (o cuando menos le hace la competencia)». Advertía el prestigioso rotativo británico de la evolución de la prensa: «A lo que se están encaminando es a una absorción en sí mismos y a una amenaza de desconexión de las realidades de la opinión pública que podrían convertir a los medios en, a lo sumo, una simple rama del sector del ocio o, en el peor de los casos, en una representación de grupos de interés y minorías bien organizados».

El texto concluía de forma rotunda: «El remedio es que los periodistas se acerquen más a sus temas, mezclándose menos con otros periodistas y más con gente corriente […] porque al renunciar a su papel de representar los puntos de vista del hombre de la calle, los medios están abandonando no sólo a su fuente tradicional de poder sino la única base democrática segura en la que se asientan sus privilegios».

El texto es de 1991, añádase ahora la transformación que se está operando en las fuentes de información que se utilizan con la irrupción de Internet y las redes sociales. El periodismo, como otras tantas actividades, se enfrenta hoy a una revisión general que exige cambios, pero sobre todo reclama la recuperación de su noble papel histórico: hacer de contrapoder de las autoridades públicas y de los poderosos privados, con el objetivo de evitar abusos mediante sus denuncias, abandonando, en difícil decisión, la ambición de ser un poder más en competencia con los poderes derivados de las urnas, de la fuerza o del dinero.

Una página difícil de arrancar
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