VIOLENCIA CONTRA VIOLENCIA
AÑOS después de abandonar yo el Gobierno saltó a la vida política un grave asunto relacionado con la política antiterrorista, pero los hechos se remontaban a la época en que tenía responsabilidades gubernamentales. La vida política fue golpeada con la acusación de que los actos violentos contra los terroristas de ETA habían estado amparados por el Gobierno de Felipe González.
¿Qué sabía el Gobierno del que yo formaba parte del GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación)? Sabíamos que era un grupo próximo a las posiciones de extrema derecha que, a mediados de la década de los ochenta, combatía secretamente el terrorismo de ETA con sus mismas armas, el asesinato, y que si bien en público todos lo condenaban, en privado había sectores amplios de la sociedad que sentían alguna tolerancia o simpatía por lo que hacían.
Era una etapa en la que casi cada día ETA cometía un crimen y asesinaba cruelmente a policías, militares y ciudadanos. Recuerdo que cuando entraba en el Congreso de los Diputados horas después de un atentado, los diputados de todos los grupos me preguntaban: pero ¿no podéis acabar con ellos, eliminarlos de la faz de la Tierra? En los periódicos y en la oposición había una velada, a veces clara, acusación de debilidad al Gobierno. El clima general era permeable a un grupo que tomase la justicia por su mano y «nos liberase de la basura terrorista». Frases como ésta las escuchábamos con frecuencia. Hay que pensar que, si éste era el clima general, qué ambiente no habría entre los militares y los policías, víctimas principales de los ataques de ETA. Por ello no se podía descartar que en esos ámbitos hubiese una actitud, si no tolerante, sí dispuesta a no aplicar todo el celo exigible.
En todas las ocasiones en las que mi interlocutor planteaba una respuesta al terrorismo que asegurase la desaparición de un terrorista, le respondía siempre con un argumento simple pero lleno de complejidad: si utilizamos las mismas armas que los criminales, perdemos la posibilidad de juzgarlos, convertimos al asesino en un inocente a merced de nuestra violencia, porque como es bien sabido la violencia engendra más violencia.
Eso es lo que ha sucedido en Irak tras la invasión del ejército norteamericano. Los presos de Abu Ghraib lo serían probablemente por haber cometido actos gravísimos, quizás crímenes horrendos. Son asesinos, pero cuando una soldado los saca a pasear desnudos con una correa atada al cuello, como perros, está convirtiéndolos en personas inocentes sometidas a la violencia humillante de quien viola todos sus derechos como ser humano.
Por esta razón, simple, poderosa, la existencia de un grupo como el GAL complicaba la lucha antiterrorista, era munición ideológica para los partidarios de los terroristas y sobre todo para los equilibristas, los que se pronuncian con ambigüedad sobre el terrorismo, lo condenan pero encuentran una «razón política» para explicar sus acciones.
De pronto, en la política española irrumpió con una fuerza incontenible el caso del GAL. ¿Por qué? Un juez de la Audiencia Nacional recuperó el expediente, dormido durante años, y colocó el asunto en el centro de la política y la atención periodística.
Primera anomalía, el juez en cuestión no era otro que Baltasar Garzón, el que fue diputado socialista hasta poco tiempo antes.
En un reunión en la finca Los Quintos de Mora, en la que participaron Felipe González, José Bono (el anfitrión, como presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha) y los jueces Garzón y Ventura Pérez Mariño, les ofrecieron a los jueces incluirlos en las listas del PSOE para las elecciones de 1993. Aceptaron, según algunos, porque la oferta suponía algo más que un escaño de diputado. Y aquí la imaginación se dispara, hasta llegar a sugerir la sustitución futura del mismo Felipe. No creí aquellos rumores, pero sí parece posible que se contara con Garzón para un ministerio, de hecho fue nombrado secretario de Estado.
Mi relación con el nuevo diputado socialista Garzón fue mínima. Quedó reducida a una breve conversación al coincidir en la estrecha escalera del hemiciclo que separa los sectores de los escaños. Fue así:
—Alfonso, esto es muy duro.
—No lo sabes tú bien.
No hubo más. Qué era exactamente lo que le parecía duro nunca lo supe. El juez practicó la detención de algunos altos cargos del Gobierno y de la policía. Ante la primera detención, el director general de la Seguridad del Estado, Julián Sancristóbal, llamé alarmado al presidente del Gobierno, en busca de una información que explicase aquel hecho. Felipe me dijo una frase inconcreta que yo achaqué a que ya entonces mantenía gran dificultad de comunicación conmigo: «Está acotado». La frase me fue repetida a cada nueva detención, sin que recibiera nunca la explicación de su significado.
Todo se disparó, la desconfianza en la labor de los que arriesgaban su vida en la lucha contra el terrorismo, las especulaciones más variadas y absurdas en la prensa, las acusaciones de guerra sucia de la oposición —algunos eran los mismos a los que yo había oído excitarnos a la eliminación física de los terroristas—, los comentarios insistentes sobre la «maceración» (así se llamaba) a la que el juez instructor sometía a los detenidos para que denunciaran a sus superiores. Algunos policías implicados llegaron a decir que se los presionaba para que «disparasen hacia arriba» en sus declaraciones si no querían ver detenidas… ¡a sus esposas! Fue una fase indigna de un país que había recobrado la democracia sólo veinte años antes.
Cuando se implicó a Rafael Vera observé un especial ensañamiento con él de parte del juez. Recordé los consejos que don Quijote ofrece a Sancho para su gobierno de la Ínsula y lamenté que el magistrado Garzón no fuese un lector asiduo de Cervantes. Enseña Alonso Quijano: «Cuando te sucediese juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso».
Viene a cuento esta referencia literaria porque deslegitima todo el procedimiento seguido por el juez Garzón. Había mantenido evidente y pública enemistad con Vera cuando los dos, secretarios de Estado del Gobierno, se habían enfrentado por las competencias en el ministerio. El juez carecía de la imparcialidad constitucionalmente exigida para instruir un sumario en el que implicaba a una persona hacia la que había mostrado una manifiesta hostilidad.
El resultado es que el exministro y el exsecretario de Estado, Barrionuevo y Vera, son condenados por el secuestro de Segundo Marey. Los hechos, según todos los datos disponibles, se sucedieron así: unos policías españoles en labor de vigilancia de terroristas en el sur de Francia se encuentran con un terrorista (eso pensaban ellos) en condiciones idóneas para su detención. Lo apresan y lo trasladan a territorio español. Ya en él descubren que han cometido un error de identificación, no se trata de un terrorista. Se ponen en contacto con sus superiores inmediatos y éstos con las máximas autoridades del Gobierno. Es así como conocen el acto irregular de los policías, a los que dan la orden inmediata de liberación del secuestrado, que había sido retenido ilegalmente durante diez horas. Ésta fue, sucintamente, la intervención de Barrionuevo y Vera en el caso.
El juez instructor dedicará todos sus esfuerzos a lograr que los policías y mandos intermedios involucren a los altos mandos del ministerio. Lo harán para salir de la cárcel, ya estaban bien «macerados».
El Partido Popular mostró su alma más carroñera y entró en el debate perjudicando seriamente la lucha antiterrorista, que quedó muy debilitada. Algunos periódicos, señaladamente El Mundo, siguieron la estela de la política del PP. Esa presa nunca la soltó el director del periódico, al parecer porque culpaba a Vera de un vídeo de su vida privada (los que lo vieron afirman que sonrojante) que le fue hurtado y difundido. Si el afectado tiene interés en conocer el origen, tal vez debiera orientar sus pesquisas hacia colegas de profesión.
Hubo también declaraciones claras contra la insidiosa y perjudicial campaña, entre ellos las de Jordi Pujol —«Me parece que en países con una democracia consolidada esto no habría pasado»— y las del presidente del Tribunal Superior de Cataluña, Guillem Vidal: «El caso GAL debía haberse resuelto a través de un pacto institucional y no de los tribunales».
Los populares acusaron al nuevo ministro del Interior, Juan Alberto Belloch, de ser el responsable de la condena por haber dejado de pagar a los policías para que mantuvieran el silencio. Otros sostenían que, en el ministerio, la Secretaría de Estado había dedicado recursos para convencer a algún delincuente de que acusara a los anteriores responsables del ministerio de conocer todo el asunto del secuestro.
El ministro Belloch declaró que la sentencia era un error judicial basado en datos elaborados por Mario Conde, Álvarez-Cascos y Pedro J. Ramírez, garantes de la cobertura financiera, política y mediática.
En este ambiente más envenenado que enrarecido llegó la orden de ingreso en prisión de Barrionuevo y Vera, en septiembre de 1998. La dirección del partido creyó conveniente convocar a los militantes a la puerta de la prisión de Guadalajara. Allí se concentraron unos diez mil militantes y se pronunciaron discursos. La carga emotiva del acto era de gran intensidad. Los presentes se sentían acosados, perseguidos como en un ritornello de la dictadura.
Yo acudí a la puerta de la prisión, creía entonces y creo ahora en la inocencia de los condenados por las malas artes de un juez vindicativo y el amedrentamiento, el írseles la sangre a los talones, de unos magistrados amilanados ante el clima general creado. Pero tuve dudas de que el formato del acto fuese el más adecuado; útil para mostrar nuestra solidaridad con los injustamente condenados, daba satisfacción a la angustia con la que vivían aquello los militantes, pero enrocaba al partido en una suerte de motín contra la capitanía judicial, que no iría en la dirección de aceptar el pasado, de asumirlo para construir el futuro. Me hubiese parecido más ajustado a la necesidad de la solidaridad y de la acción política que los dirigentes más conocidos del partido hubiesen acompañado a los condenados sin una convocatoria masiva. La solidaridad hubiese quedado patente y las interpretaciones sobre el amotinamiento no se hubieran producido.
Visité a Barrionuevo y a Vera en la cárcel. Como es natural en hombres que se sienten maltratados pero que no quieren mostrar debilidad, los dos parecían serenos, tranquilos, ocupados en leer, escribir, hacer ejercicios físicos. Pero la cárcel es un depósito de tristeza para el que paga un delito, cuánto más para el que no lo cometió. Mi visión del penal está ligada a una anestesia intelectual, que distiende la furia que nace al sentirte encerrado, procura la anodinia, la insensibilidad, el sueño del corazón; como si las paredes, el silencio, el aislamiento te inyectaran un cloroformo que suspendiera los sentimientos, como analgesia del dolor hasta la carosis. Este proceso, del que el prisionero no tiene conciencia clara, puede afectar de manera continua incluso después de recuperar la libertad.
Al visitarlos trataba de infundirles la fuerza necesaria para no dejarse atrapar por el monstruo de la soledad forzada. En este recorrido con personas alejadas, que incluso fueron mis adversarios políticos, forjamos una fiel amistad.
Más tarde, Rafael Vera fue sometido a la persecución más difícil de soportar, pues son muchos los que llegados a ese punto prefieren distanciarse: la de que se había apropiado de recursos públicos para su beneficio personal. Se le acusó de utilizar los fondos reservados del ministerio para su peculio familiar. Sus juzgadores en el Tribunal Supremo y el Constitucional, cuando resolvieron un recurso de amparo, sabían que los fondos se habían utilizado para asuntos públicos, tanto lo sabían como que algunos recibos que yo pude ver llevaban la firma de los magistrados. Si alguien piensa que éstos se lo apropiaban, se equivocarían. Son gastos de las instituciones no previstos en los presupuestos que aparecen sin haberlos pronosticado y para los que se recurre, tratándose de asuntos de seguridad, a los fondos reservados.
Tampoco entonces evité a Rafael Vera, al contrario que otros compañeros, que, volviéndole la espalda, le convertían en el chivo expiatorio del fracaso político. El libro de la historia del Partido Socialista está iluminado por gestos gloriosos, por sacrificios ejemplares, pero tiene también episodios que avergüenzan, como cuando se evita a personas honorables porque alguien pueda ligarte con el perseguido.
Visité más tarde, en un crudo día del invierno de 2005, a Rafael Vera en la prisión de Segovia. La impresión que recibí fue espantosa. Solo, aislado, sin hablar con nadie, había perdido capacidad de audición y se mostraba más allá del dolor, de la ira, no esperaba nada, no quería nada. Gran injusticia la cometida con Vera, sobre cuyos restos espirituales aún se empeñan en la destrucción algunos corazones innobles.
Vera ha sufrido la implacable dureza de la afrenta de la duda.
En otro libro ya describí el tortuoso camino que recorrió la acusación, contra uno de mis hermanos, de haber utilizado ilegalmente un despacho oficial. Tres partidos políticos —PP, IU, PA— coordinados por un juez con ambición de fama llegaron a abrir hasta dieciocho procesos penales. Uno tras otro fueron siendo sobreseídos o terminados en declaración de inocencia. ¿Quién repone después el honor de las personas?