EL CORAZÓN ESCRITO
TENÍA yo como costumbre —al socaire del espíritu conciliador de la Navidad, cuando arriba un momento de reflexión, cuando el tempo de la vida se detiene, miramos al año que termina y nos glosamos a nosotros mismos las buenas intenciones para el año venidero— felicitar a los amigos con una serigrafía original en cuarto, encargada personalmente a un artista de valor. En algunas ocasiones, de visita en las casas de algún amigo, tuve la satisfacción de encontrar colgadas en las paredes, bien enmarcadas, mis felicitaciones. Sin embargo, pensé que había poca intervención personal en el presente amistoso que enviaba, sólo la elección del pintor. Así que concebí la idea de transformar aquella costumbre y enviar un mensaje oculto en las palabras de un escritor magnífico. Elegiría unos fragmentos cuyos principios compenetraran con mi corazón, poemas que pudieran establecer una comunicación emocional entre el receptor y el emisor del mensaje. Aceptada en mi interior la idea, hube de diseñar el formato de lo que pretendía. Opté por un minúsculo librito, como una plaquette, que con papel cuidado, envuelta evanescente y letra y colores bien seleccionados, ofreciera un conjunto atractivo y entrañable. Tuve claro dónde imprimir una joya tal, la antigua imprenta Sur de Málaga (entonces Dardo), que había publicado a la generación del 27.
Albergaba una intención más, la de llamar la atención sobre libros no muy leídos que pudieran atraer la curiosidad de los lectores de mis remembranzas.
Al elegir el primer texto no se me presentó ninguna duda. Conocía bien la Autobiografía, de Bertrand Russell, en cuyo prólogo el filósofo inglés había escrito unas palabras que penetraron en mi espíritu con fuerza e identificación.
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.
He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que —al fin— he hallado.
Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.
El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.
Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.
Quise, con el hermoso texto de Russell, decirles a mis amigos cómo era yo.
Preparé la edición en noviembre de 1990 y comencé a enviarla a finales de diciembre y principios de enero. Dándose que a mediados de éste presenté la dimisión de la vicepresidencia del Gobierno, periodistas y políticos corrieron a leer el texto de mi felicitación en clave dimisionaria. No es tal veleidad lo que extraña, sino que después, año tras año, se hicieran interpretaciones políticas de lo que era una simple elección por identificación literaria, estética y moral. No me importó, aunque nunca oyera cantar la palinodia a ninguno de los sabuesos intérpretes de mis cuidadas muestras de amistad.
Año tras año envié estas pequeñas piezas, joyas para mi afición a la lectura, que han suscitado un aprecio de coleccionista. Artistas y pensadores han compuesto una nómina de mi gusto con una acogida magnífica: Bertrand Russell, Miguel Espinosa, William Hazlitt, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Baltasar Gracián, Miguel de Mañara, Séneca, un Anónimo borgiano, Eloy Sánchez Rosillo, Artur Lundkvist, André Comte-Sponville, Lytton Strachey, Fernando Pessoa, Sándor Márai, Hugo von Hofmannsthal, Emilio Lledó, Rob Riemen, José Jiménez Lozano, Amos Oz, Hélène Berr, Rita Levi-Montalcini y Johann Gottfried Herder.