LA UNIDAD DE LOS CONTRARIOS

UNA mañana de febrero de 1998 recibí una llamada de Olvido, mi secretaria —extraordinaria colaboradora a la que debo tanto que no sé cómo expresarlo—, comunicándome la muerte de Fernando Abril Martorell. Fue como un relámpago, un empujón brutal, un manotazo, un sopetón. A pesar de que tenía claro conocimiento de que su muerte no tardaría en producirse. Desde que le diagnosticaron la grave enfermedad que padecía hablamos normalmente sobre su nueva situación. Una tarde, después de terminar un agradable almuerzo los dos solos, le pregunté cómo llevaba su dolencia. Me respondió con una frase simple, pero que como era costumbre en él albergaba una gran sabiduría: «Alfonso, ante aquello que uno no puede modificar, hay que separar toda preocupación». Así lo entendía él, y así respondía ante lo ineluctable, haciendo calle a la preocupación.

En otra ocasión, poco después de que hiciésemos juntos un viaje a Valencia para formar, los dos, parte del jurado del premio Manuel Broseta, le propuse que participáramos juntos en unas conferencias. Corría el mes de enero y yo había recibido un gran número de invitaciones para impartir conferencias en los cursos de verano de las universidades españolas por la celebración del vigésimo aniversario de la Constitución de 1978. Le dije a Fernando que me gustaría mucho que diéramos al alimón esas conferencias, lo que nos permitiría viajar juntos en verano y hablar de esto y aquello. Me respondió con naturalidad, aunque creí percibir un leve estremecimiento: «Alfonso, yo no llegaré al verano». Me conmovió —no quise recurrir a los lenitivos que se usan en situaciones como aquélla— de tan seguro, firme en la aceptación de su destino final.

Cuando Olvido me comunicó su muerte, me azoré y salí corriendo para el aeropuerto de Sevilla. Claro ejemplo de ofuscación: desde que se puso en marcha el tren AVE nunca había recurrido al avión.

Ya en el aeropuerto, afectado por la noticia, repasando unas intensas relaciones, de nuevo me llamó mi secretaria para hacerme saber que el diario El País quería que redactara un escrito de recuerdo, una suerte de obituario. «¿Para cuándo?», le pregunté. «Para hoy», fue su respuesta. No me encontraba en condiciones, se me amalgamaban los recuerdos. Le dije: «Que aguanten todo lo que puedan antes de entrar en máquinas. Lo intentaré más tarde».

En el asiento del avión pergeñé unas frases que pretendían reflejar el inmenso afecto que sentía por el amigo desaparecido. Al llegar a Madrid, durante el trayecto desde el aeropuerto al tanatorio le dicté el exordio a Olvido. Al día siguiente, 17 de febrero, El País lo publicó. Lo titulé «Fernando», y entre otras cosas decía:

La verdad de los hechos históricos se desvela con el paso del tiempo. La sociedad española un día conocerá lo que todos debemos a Fernando Abril Martorell.

Cuando España terminaba una larga dictadura, un grupo de hombres más ligados al viejo régimen que a la oposición democrática tomaron la decisión de agruparse para favorecer la recuperación de la democracia y la libertad. Con Adolfo Suárez como conductor desmontaron cuidadosamente la arcaica estructura que impedía el ejercicio libre de la voluntad popular y convocaron unas elecciones democráticas en 1977. […]

Fernando Abril Martorell entendió antes que nadie que teníamos ante nosotros una oportunidad única: elaborar una Constitución para todos. El día 17 de mayo de 1978 Fernando escribió una página larga de la historia futura de España. Invocó el «consenso constitucional», garantía de la etapa democrática actual de España, la más larga de los últimos siglos.

En el año recién comenzado se cumplen 20 de la aprobación de la Constitución democrática de 1978. Sabiendo que Fernando Abril padecía una grave enfermedad tenía mis esperanzas puestas en la celebración de esa efeméride para que la sociedad española rindiese a Fernando Abril el homenaje que su visión política merece. No ha podido ser. La pasada semana animaba yo a Fernando a participar en los actos de celebración del vigésimo aniversario de la Constitución. Le anuncié que varias universidades, en sus cursos de verano, preparaban ciclos de conferencias, mesas redondas y otros actos, y que le reclamaban. Con voz serena que resultó dramática contestó que el verano estaba ya demasiado lejos para él.

Al conocer su muerte he evocado nuestros 20 años de amistad. Y me doy cuenta de que uno de los mejores amigos de mi vida ha sido mi adversario político. Y ello me admira, al pensar en la desgarradora historia de mi país.

Fernando Abril es ejemplo y lección. Las etiquetas no nos enseñan nada de los hombres, sólo sus conductas nos dicen de su grandeza o mezquindad. Fernando ha sido un ser excepcional, y si algunos consideran hiperbólica esta forma de adjetivar, motivada por un momento de congoja, de dolor, los emplazo a esperar el veredicto de la historia, de los hombres que han de analizar, sin adherencias partidarias, este último cuarto de siglo español.

El humanismo de Fernando, su sentido del humor, su ironía creadora, su bondad, el arte de distinguir lo accesorio de lo principal, deja abatidos a muchos amigos verdaderos.[…]

Su recuerdo, grato, amoroso, lúcido, nos acompañará.

Gracias, Fernando.

Mi relación con Fernando tuvo continuidad en su familia. Ya había tratado a Marisa, su mujer (me resisto a hablar de viuda; cuando hablamos de los hijos de alguien que murió no decimos sus huérfanos, sino sus hijos), y a sus hijos desde que ellos eran pequeños; pero fue una nuera de Fernando, la esposa del hijo mayor, quien me advirtió de la posibilidad de continuar los afectos de Fernando en su familia. Me escribió una sentida misiva en la que entre otras emocionantes palabras me instaba a que nuestra amistad, entre Fernando y yo, continuase con ellos. Me tocó profundamente. Le contesté explicándole que mi relación con Fernando había sido un enigma para mí. Que fue tras su muerte cuando comprendí el espacio que ocupaba en mi vida, en mi pensamiento, en mis sentimientos. Y es que sucede con harta frecuencia que no sabemos descubrir la grandeza que tenemos cerca, precisamente por su vecindad. Más tarde nos reprochamos no haber expresado más nítidamente lo que sentimos.

Aseguraba yo a María Jesús que la desaparición de Fernando había amputado algo de mí, que no era fácil explicar pero que me colocaba en una situación límite que me ayudaba a comprender mejor el motivo de la vida, que me empujaba a contemplar con otros ojos los acontecimientos que vivo ahora con mayor relatividad que antes.

Le recordé las palabras de Denise Desjardins sobre el ideal en el ser humano: «Si el hombre lograra reemplazar el juicio por la comprensión, los prejuicios y las creencias por la percepción pura, la emoción por el sentimiento, y el pensamiento por la visión justa, ¡cuánto podríamos esperar de él!».

A mi entender Fernando respondía en gran medida a ese modelo ideal. Era comprensión, era sentimiento, era justo cuando miraba a los hombres, era amor por lo humano, pasión por la verdad, y todo ello con exquisita modestia, casi sin que nos diéramos cuenta.

Una antigua rubaiyat escrita en farsi aconseja al hombre: «Actúa de manera que tu prójimo no tenga que sufrir por tu sabiduría».

Fernando Abril seguía ese patrón, y aún podría añadir: «Que no tenga que sufrir por tu bondad».

He encontrado una continuidad de su presencia en la honra de compartir afectos con su familia.

Una página difícil de arrancar
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