EL PREMIO DE LA AMISTAD

EN noviembre de ese mismo año 2005 se reunió el jurado del Premio Fernando Abril Martorell, cuya finalidad es el reconocimiento de la trayectoria de personas o entidades que hayan destacado en la práctica, defensa o difusión de los valores de la tolerancia y el humanismo o en el impulso del consenso como método para la consolidación de la libertad y la democracia en España.

En aquella ocasión me eligieron como destinatario del premio. Tenían dudas de que pudiese aceptarlo, pues conocían mi escasa afición al coleccionismo de condecoraciones, dignidades y ceremonias. Yo no dudé. Un premio que se nomina Fernando Abril alcanza para mí un valor moral añadido, por lo que no sólo no existía opción alguna de rechazo, sino que colmaba mi satisfacción espiritual ser honrado con tal titulación.

El Premio Fernando Abril se entrega cada año en una cena llamada «cena de la concordia» en la que un orador presenta los méritos del premiado que llevaron al jurado a su elección. En aquella ocasión correspondió esta labor al exministro Julián García Vargas, que trazó con generosidad y afecto la línea que contenía mi vida personal y política.

El discurso de Julián García Vargas estaba bien construido y contenía algunos comentarios valientes, aunque como se supone en este tipo de introducción exageraba algunos aspectos de mi contribución a la vida pública.

Tras señalar las líneas principales de mi política de «concordia» se preguntaba:

¿Por qué un personaje tan institucional y responsable llegó a ser tan denostado en ciertos ambientes? Además de las miserias de la vida política y de la resistencia de algunos a ceder privilegios, hay alguna particular. Alfonso se ha callado muchas veces y muchas cosas, pero en sus años de altas responsabilidades, en ocasiones, decía lo que pensaba, cosa infrecuente en un político. Dejaba su lengua absuelta y era mordaz, agudo y contundente. En esos momentos apuraba el fulgor del relámpago.

Pagó su rebeldía contra determinadas reglas de la sociedad de los medios de comunicación; no ha cultivado nunca a los popes de esos medios, no tuvo padrinos mediáticos, no recurrió a la hipocresía aunque le conviniese y no aceptó ciertos convencionalismos sociales. Su independencia y libertad le depararon disgustos que no le hicieron cambiar. Siempre ha sido «fiel a su propia máscara» como pedía Mairena, la creación de su admirado Antonio Machado. A cambio, goza de un afecto popular que se mantiene en el tiempo.

García Vargas me descubrió algo que yo desconocía hasta entonces. En un momento del discurso añadió: «No me resisto a destacar el relato de su infancia en la pobreza, siguiendo los pasos de El primer hombre, de Camus, de una España triste y no lejana, que no deberíamos olvidar tan fácilmente».

Su frase me iluminó. Es posible que la gran novela de Albert Camus haya tenido influencia en el relato de mi infancia en mis memorias. Hasta aquel instante no había tenido conciencia de esa posible relación. Era un hallazgo que me enorgulleció.

Contesté al discurso de García Vargas con algunos comentarios que nacían de la reflexión que me provocó la concesión del premio:

No creo que mi actividad merite el premio, pero recibirlo me ayuda a creer que pertenezco a esos espíritus libres que desde la Institución Libre de Enseñanza a la Constitución de 1978 combatieron día a día por construir una España libre, democrática, laica, moderna, pionera, abierta y progresista.

A vuestra deferencia quiero contestar con algunas confesiones. Para mí importa, más que la doctrina que cada uno profese, la honradez con que se viva. El triunfo no es el éxito, sino la coherencia en la conducta.[…]

No existe una doctrina, sea ésta política, filosófica o religiosa, que valga más que la dignidad de la persona. La lucha por la dignidad de cada persona es un objetivo superior, es el combate principal de la actitud del hombre social.

Yo, como el maestro Bobbio, he aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cada conciencia, a comprender antes de discutir, y a discutir antes de condenar. Y puesto que estoy en vena de confesiones, hago todavía una, tal vez superflua: detesto a los fanáticos con toda mi alma.[…]

Se cumplen ahora cuatrocientos años de la aparición de don Quijote de la Mancha.

Lleva cuatrocientos años cabalgando por las junglas y las tundras del pensamiento humano, y ha crecido en vitalidad y estructura. […] Muchos de nosotros tuvimos la suerte de escuchar la voz suave y precisa de un Quijote de nuestro siglo, Fernando Abril Martorell. Otros habrán de oír su voz, su fuerza, a partir de ahora a través de nuestros recuerdos, de la justa memorabilia que le debemos. Para todos, los de ayer, los que hoy nos reunimos, los que vendrán y descubrirán al Fernando Abril humanista y certero, es una gran fortuna que este inolvidable valenciano haya vivido entre nosotros.

Recibí un gran número de felicitaciones por la concesión del premio, entre las que quiero destacar la que me envió Francisco Ayala, a quien tanto admiraba:

Querido Alfonso:

Es usted una de las pocas personas sensatas que van quedando en este país, tan digno de verdad de mejor suerte. Cada día y en cada ocasión que aparece en los periódicos alguna presencia de usted siento yo renovada mi confianza en el ser humano.

Reciba estas palabras como adhesión al Premio Abril Martorell, que acaba de recibir.

Un gran abrazo.

Sentí un gran orgullo, por quien lo decía, por lo que decía y por cómo lo decía. No ha sido nunca la vanidad un peso sobre mis hombros, pero esta carta me compensó de muchos esfuerzos y sinsabores.

Una página difícil de arrancar
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