LOS PROLEGÓMENOS DE UN CONGRESO
PASADAS las elecciones y normalizada la vida parlamentaria tras el aparatoso conflicto que generó la elección del portavoz y la elección del grupo nacionalista catalán como el socio más propicio, todas las energías de los llamados renovadores se concentraron en preparar la fragmentación de la mayoría política que sustentaba a la dirección del partido, con una fecha concreta, la del próximo XXXIII Congreso del PSOE. La consecuencia de su estrategia sería la ruptura del «modelo cohesionado de partido».
El método seguido fue utilizar las repercusiones públicas derivadas de las acusaciones de financiación irregular para desacreditar las posiciones de un sector del partido, tratando de lograr unos resultados que no habían podido alcanzar a través del debate político.
La ofensiva «renovadora» aglutinaba a un grupo de personas sin una identificación común ideológica ni estratégica, más allá de la supeditación a las decisiones del líder. Contaban con la intervención de modo directo de un influyente medio de comunicación en el debate interno, utilizando su capacidad de influir en la opinión pública para mediatizar, de acuerdo con los intereses de un sector del partido, la evolución de los acontecimientos, y lograr la conformación de una nueva mayoría.
Trataban de concretar la decisión —anunciada públicamente— de reconocer responsabilidades políticas en el tema de la financiación, pero cargando todo el peso sobre algunos dirigentes y ninguno sobre otros. Se buscaba la eliminación de la dirección del partido de las personas que hacían más difícil el asalto a ésta.
En octubre tuve un almuerzo con José Luis Corcuera. En su opinión veía mejor al partido y temía que —dado que no habían podido con el vicesecretario general— buscasen que cayera «la cabeza de Txiki».
Era ésa la tónica que caracterizaba el proceso congresual: cómo sacar a Alfonso Guerra de la dirección y, si no se pudiera, al menos eliminar al secretario de Organización, Txiki Benegas.
En los últimos días de enero de 1994 recibí algunos signos favorables desde el diario El País. En el plazo de siete días me enviaron dos cartas; en una me explicaban el deseo que tenía el nuevo director, Jesús Ceberio, de conocerme y «para poder aclararte algunas cosas». Expresaban también su deseo de publicar una entrevista conmigo sobre el congreso del partido, anunciando que la harían Félix Monteira y Mariló Ruiz Elvira. Sólo cinco días antes había recibido otra carta en la que me explicaban que al nuevo director le gustaría que empezase a colaborar en la sección de «Opinión» del periódico.
Pero hubo más. El día 28, es decir, en la misma semana de las cartas, la redactora Soledad Alameda solicitó la realización de una entrevista anunciando, desde el primer momento, que se publicaría en la edición dominical, el suplemento de El País correspondiente al domingo 13 de marzo, es decir, sólo cinco días antes del comienzo del congreso del partido.
El día 7 de febrero, el director de El País, Jesús Ceberio, me transmitió directamente el interés del medio para que accediera a realizar la entrevista, así como los detalles ya adelantados por la redactora. El martes 22 de febrero, en la sede federal del PSOE, se realizó la entrevista, a la que asistieron por parte de El País la periodista Soledad Alameda y el fotógrafo Chema Conesa.
Posteriormente, el 25 de febrero, Soledad Alameda remitió el borrador de la entrevista para que se efectuasen las precisiones que se estimasen oportunas. El mismo día se le devolvió la entrevista con mínimas correcciones que ayudaban a clarificar las expresiones. La redactora dio su conformidad a las correcciones de estilo y se dio por cerrado, por ambas partes, el proceso de elaboración de la entrevista. Soledad Alameda confirmó nuevamente su publicación para el domingo 13 de marzo.
Sin que mediara gestión, conversación ni información alguna, el lunes 7 de marzo la redactora comunicó a mi gabinete que la dirección del periódico había decidido suspender la publicación de la entrevista. El diario no proporcionó ninguna explicación que pudiera justificar la decisión de no proceder a su publicación.
La ausencia de una explicación coherente amparada en alguna eventualidad que pudiera justificar el veto a la publicación de la entrevista los situaba ante una evidente intencionalidad: la pretensión de acallar mis opiniones en un momento de especial relevancia para la vida interna del PSOE.
Aquél era un claro ejercicio de manifiesta tendenciosidad y manipulación contrario al principio de la pluralidad informativa que debe regir el comportamiento de los medios de comunicación en las sociedades democráticas, y ponía de manifiesto una alarmante ausencia de respeto hacia la persona entrevistada, los profesionales de la información y, de especial manera, hacia los propios ciudadanos, que deben constituirse en los destinatarios exclusivos de la actividad periodística y no en las víctimas de sus ocultos intereses.
Pero ¿qué había ocurrido? En un momento en el que el director de la publicación y los redactores implicados daban muestras de aproximación y deferencia, ¿por qué ese abrupto corte? ¿Y cómo había operado para rechazar un trabajo profesional que el periódico había solicitado?
Datos «oficiales» no proporcionaron ninguno, pero algunos amigos comprometidos con el medio explicaron que cuando la alta jerarquía —por encima del director— había tenido conocimiento de la entrevista ya se habían tirado en la rotativa 400.000 ejemplares. Se dio la orden de destrucción. La satrapía no aceptó —inducidos por alguien— que el domingo anterior al congreso del partido hablase en su periódico aquel a quien había que defenestrar. El domingo 13, cuando estaban previstas mis palabras, el periódico no se quedó sin entrevista, publicaron una con Javier Solana. ¿Alguna explicación más?
Pocos años más tarde encontré una buena ocasión para inquirir acerca de la razón de la persecución. Las cosas sucedieron así. Una mañana me llamó por teléfono un buen amigo, Jaime Blanco, socialista convencido, diputado y durante un tiempo presidente de la Comunidad Autónoma de Cantabria. Su mensaje era el siguiente: un obispo llamado José Luis Montes, natural de Solares, que había pertenecido al círculo de Tarancón, y muy cercano a Jesús Polanco, presidente de Prisa, editora de El País, andaba intentado que la Comunidad de Cantabria declarase hijo adoptivo a Polanco. El obispo, o quien le susurrara al oído, temía mi oposición a tal distinción y quería ablandar mi supuesta resistencia. Naturalmente contesté que por qué habría de preocuparme a mí que reconociesen con medallas o títulos al señor Polanco, y quién era yo para intervenir en asuntos ajenos; que hicieran lo que creyeran mejor, que no obtendrían de mí ni la menor expresión.
Parece que el obispo quedó tan reconfortado con la desaparición de sus absurdos temores que propuso una cena con él y Polanco. Con menos miedos preguntó si yo me opondría a vernos en una cena con el señor Polanco. Aclaré que nunca tuve dificultad alguna de hablar con nadie y que si ellos tenían interés yo no pondría objeción, a pesar de mi escasa afición a las cenas fuera de casa.
Quedamos todos citados en un restaurante, que resultó ser demasiado oscuro, con decoración en negro, que más parecía el sepulcro de Mausolo, rey de Caria, magnífico, suntuoso y triste.
Lo paradójico fue que el obispo no se presentó y, ejerciendo de capitán Araña, nos dejó a Polanco, a Blanco y a mí.
La conversación giró sobre temas de actualidad sin que hubiese posiciones comprometidas, sólo comentarios más o menos ligeros sobre los acontecimientos de aquellos días.
Al final de la cena, Polanco se lanzó a una disquisición sobre lo conveniente que sería que el diario, del que era principal accionista, girara su posición sobre mi persona, y aseguró que él se encargaría personalmente de ello.
Le dije que ni en la cena ni en mi respuesta a la indagación del obispo buscaba ningún beneficio, pero «ya que sacas ese tema podrías aclararme por qué declaraste en un libro de Tom Burns Marañón que tus enemigos públicos eran Jordi Pujol y Alfonso Guerra. Hablo, claro, de mí».
Su respuesta fue clara y directa: «Siempre hemos sabido que tú estabas contra nosotros en los Consejos de Ministros».
Mostrando mi extrañeza (y mi inocencia) le pregunté: «Pero ¿cómo que lo sabíais?».
Su respuesta me produjo una enorme tristeza: «Eso es lo que nos contaba Javier Solana».