LA AFRENTA DE LA DUDA
HABÍA intimado con un pequeño grupo de dirigentes socialistas de Aragón. Entre ellos, Carlos Piquer, responsable de la organización que dedicaba su vida a visitar los pueblos para crear agrupaciones socialistas, para conocer y recibir las aspiraciones de los militantes y simpatizantes del socialismo. Era un hombre de corazón cálido, disponible a todas las horas del día y de la noche para ayudar a todos. Para mí era un modelo de entrega y bondad.
Recibí una llamada comunicándome que Carlos había sido detenido por actividades relacionadas con la droga y la prostitución. No lo creí, sabía bien de su carácter, su magnanimidad. Las cosas se fueron aclarando. ¿Qué había ocurrido?
Carlos vivía solo y a la vuelta de sus visitas diarias a los pueblos fue acostumbrándose a tomar una o dos copas antes de retirarse a dormir. Una noche parece que tomó más copas de lo aconsejable en un bar de carretera y ebrio fue a pagar con la tarjeta de crédito. Mostró de manera inconsciente las tarjetas que llevaba en la cartera y el barman eligió una tarjeta que había sido proporcionada por el Grupo Parlamentario Socialista. Hasta aquí ningún problema que no pudiese aclararse con posterioridad. Pero este desagradable incidente coincidió con una vendetta interna entre algunos policías de Zaragoza relacionada con una actividad delictiva en el terreno de las drogas. A alguien se le vino a la mente que la responsabilidad del asunto se distraería si aparecía involucrado un senador. Así fue como se vio inmerso en un horrible proceso de difamación y desprestigio. No fue eso lo más dramático para Carlos Piquer. Algunos compañeros, no demasiado interesados en conocer la veracidad del asunto, optaron por soslayar su relación con él, evitaron mostrarla, le exigieron la desaparición de la vida política y hasta de la vida misma.
Hablé con Carlos varias veces, la última en una conversación de seis horas, intentando levantar el ánimo de un hombre hundido, que había cometido un error, emborracharse en un bar de carretera, pero que no era autor de ningún crimen. Una vida totalmente entregada con generosidad a la construcción de una sociedad más solidaria, más hermosa, se veía truncada por un fatal comportamiento de una noche de soledad.
Carlos reaccionaba a mis palabras para después volver a precipitarse en la desesperación. Se sentía culpable de todas las infamias del mundo, se veía responsable del descrédito del Partido Socialista. Al final de nuestra conversación parecía más tranquilo, dispuesto a sopesar con frialdad qué había pasado en realidad y cuáles podían ser las consecuencias.
Al día siguiente le visitaron tres «compañeros» de la dirección del partido en Aragón. El objetivo era exigirle la entrega del acta de senador y la dimisión como secretario de Organización.
Carlos se ahorcó. Su honestidad le hizo preferir la muerte a la afrenta de la duda acerca de su conducta. El Partido Socialista, con una historia gloriosa, ilustre, constructiva, añadió aquel día una página humanamente vergonzosa. No puedo aceptar sin rebelarme que entregasen a los perros el honor de un hombre, y finalmente su vida, con manifiesto desprecio de las normas que protegen la dignidad y la libertad de cada ser humano.
Muchos años después los compañeros me invitaron a participar en un homenaje a Carlos Piquer en Zaragoza.
Ante un auditorio que permanecía en un silencio mortal fui desgranando algunos de los pensamientos que me inspiraban la vida y la muerte de Carlos. Les dije que hay períodos en la vida en la que la tristeza se concentra. El sufrimiento se decanta hasta hacerse insoportable, y nos destroza, nos marca tal vez para siempre. En casos como éste la vida se convierte en una absurda tragedia, para la que no vale ningún consuelo.
Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave. Pero no quiero olvidar, quiero también recordar los otros momentos, aquellos en los que la felicidad es tan perfecta que no somos conscientes de su fragilidad.
Con todo, las tragedias, como el vuelo de la vida de Carlos, no pueden empañar su alegría, su agilidad para estar en todas partes casi al mismo tiempo, para llevar la voz de las ideas.
No, no pueden, porque no sería su opción, la de un temperamento que enferma de resentimiento con el mundo. Lo que pasó, tan triste e injusto, no puede contaminar de amargura aquellos felices años. Así le recuerdo yo, como una explosión de vida y corazón.
Carlos fue una persona singular. Un hombre de convicciones democráticas y socialistas y un hombre práctico.
Fue desde luego un hombre claro. Claro para todo, también a la hora de enjuiciar los linchamientos. Él no entendía las posiciones de los equilibristas, ni la de los siempre comprensivos con las persecuciones, que fantasean, para justificarlas, con las razones políticas.
No existe explicación, razón, historia ni condición política capaz de sobreponerse al derecho a vivir, al dolor de las familias y los amigos de los empujados a morir.
Es imposible el triunfo de la persecución y la barbarie.
Para todos vale lo que digo, para los que coaccionan, para los complacientes, para los que desvían la mirada, pues la verdad se encierra en el epitafio del poeta:
Ya asesinaste a tu postrer hermano:
ya estás solo.
Pero ahora mira, son sombras lo que empujas.
¿No has visto que son sombras?
Sombras son, hielo y sombra que te atan:
cercado estás de sombras gélidas.
La verdad de los hechos históricos se desvela con el paso del tiempo.
Carlos se familiarizó con la tarea de una vida muy humana, que se realizó en la unificación de sus tendencias contrapuestas, pues no hay integración sin conflicto. Nosotros, deudores del amigo y compañero, sólo podemos entrever el resultado de un camino de la vida en el tiempo. La solución del conflicto de las oposiciones puede intentarse por diversos caminos. De ahí que el camino histórico del hombre se muestre amenazado de extravíos.