EL EXILIO
EN La Divina Comedia, Dante le habla al exiliado:
Abandonarás todas las cosas que más has amado: ésa es la primera flecha que dispara el arco del exilio. Experimentarás cuán amargo es el pan del prójimo y cuán duro es ascender y descender por la escalera de los demás.
… Y cuán amargo es el olvido, añadiría yo.
Desde los primeros años de la década de los sesenta, en mis salidas al extranjero establecí contacto con muchos exiliados republicanos que se habían visto obligados a abandonar su país al final de la guerra civil. Casi un millón de hombres, mujeres, ancianos y niños fueron hendidos por el rayo del exilio. El trato personal con los exiliados anónimos fue como un viaje por la dignidad humana.
Durante años, largos años, vivieron en tierras de Europa, África o América. Ni en un solo instante de aquella triste vida olvidaron España.
Mientras, en España, los vencedores se atribuían la patria para ellos solos, y acusaban de «anti-España» a todos los demás, incluyendo a los exiliados.
Los luchadores contra la dictadura y por la libertad veían el concepto de patria contaminado por la retórica totalitaria del régimen.
Y sin embargo, fuera, en el exilio, entre la pobreza, la indigencia, el desarraigo, la humillación, los españoles del destierro concebían una España reconciliada, en paz; soñaban lo que mucho más tarde sería la Constitución de 1978.
Me parecía profundamente injusto que aquellos exiliados permanecieran en el olvido. Porque sobre el olvido no es posible construir una sociedad justa y pacífica.
Forjé con muchos de los exiliados en Francia, Bélgica, México una extraordinaria amistad. Ellos fueron guiándome de unos a otros descubriendo el tesoro moral de una época perdida. Y de las personas pasé a los documentos, y de ellos surgía mi rabia, mi impotencia y mi admiración. Así supe de un hecho sin trascendencia histórica en el conflicto español, pero de una grandeza extraordinaria, que puede indicarnos la magnitud moral de aquella generación que se perdió por la guerra.
Las autoridades franquistas, no satisfechas con la salida de España de los republicanos, los persiguieron en Francia. El ministro de Asuntos Exteriores del nuevo régimen, Ramón Serrano Súñer, acudió a Alemania para pedir el apoyo de Hitler en la persecución de los exiliados españoles en Francia. Efectivamente, la Gestapo colaboró en la Francia ocupada para que algunos políticos ilustres fuesen detenidos y entregados a las autoridades españolas, con posterior fusilamiento (Joan Peiró, Julián Zugazagoitia, Cruz Salido, Lluís Companys…). También intentaron secuestrar al presidente de la República, Manuel Azaña. Pero se les adelantó la muerte. Está en relación con este intento de secuestro el acontecimiento al que quiero hacer referencia.
El médico personal de Azaña, el doctor Gómez Pallete, escribió una carta al ministro de la Embajada de México en Francia (México fue la patria de los exiliados españoles) con un estremecedor contenido:
Mi querido Ministro:
Pocas líneas para decirle adiós. Le había jurado a don Manuel inyectarlo de muerte cuando lo viera en peligro de caer en las garras franquistas. Ahora que lo siento de cerca me falta valor para hacerlo. No queriendo violar este compromiso, me la aplico yo mismo para adelantarme a su viaje. Dispense este nuevo conflicto que le ocasiona su agradecido,
PALLETE
El sacrificio personal de este hombre representa para mí la cima de la entereza moral y la belleza espiritual de los exiliados, que en la más cruel de las situaciones tenía la gallardía de la fidelidad a sus ideas y a sus amigos.
Cuando visité en Montauban la tumba de Azaña quise rendir mi homenaje ante la de Gómez Pallete. Nadie conocía su paradero. Tras mucho investigar, pudimos encontrarla. Su nombre, grabado en la piedra, prácticamente se había borrado por el paso del tiempo, la lluvia y el viento. La asociación de amigos de Azaña se comprometió a colocar una placa con su nombre.
El conjunto de hechos históricos de los exiliados me hizo concebir el Proyecto Exilio. Desde la Fundación Pablo Iglesias organizamos una exposición dedicada al tema, creamos dos documentales históricos, convocamos unas jornadas de análisis y debate sobre el exilio, publicamos en edición facsímil alguna de las revistas editadas por los exiliados, con especial relevancia la revista literaria de los refugiados españoles en México Las Españas, y difundimos mediante ciclos de conferencias lo que fue el exilio.
De manera principal dedicamos los esfuerzos a la preparación de la exposición «Exilio». Pretendíamos que produjera un aldabonazo en la conciencia de los españoles, que provocara una mirada al pasado, tal vez no glorioso según los cánones al uso, pero sí ejemplar y guía de conducta.
La exposición se celebró en el Palacio de Cristal del parque del Retiro madrileño y desde el primer día se formaron largas colas de madrileños y españoles venidos de todos los rincones. Durante varios días la lluvia arreció en Madrid, y los visitantes de la exposición soportaban hasta seis horas de espera bajo la lluvia. Fue un conmovedor encuentro con nuestro pasado.
El sello que cerró la herida del exilio se puede representar en el abrazo de la viuda de don Manuel Azaña y el Rey Juan Carlos en 1978. Ésta fue la razón —y también llamar la atención de los españoles sobre la exposición— que me llevó a pedirle al Rey que inaugurara la muestra.
Habíamos invitado a un grupo de exiliados que aún vivían en los países que los acogieron (Francia, Bélgica, Reino Unido, México…) a venir a España al acto inaugural. Muchos de ellos ya habían participado en el rodaje de los documentales que preparamos para el evento y que emitió la televisión pública con gran éxito. Entre los exiliados nos acompañaba Adolfo Sánchez Vázquez, uno de los más importantes filósofos marxistas. Él había dedicado un ejemplar de uno de sus libros al Rey, y me preguntaba con preocupación si tendría oportunidad de entregárselo. Cuando llegó el Rey, lo primero que hice fue contarle que teníamos con nosotros a un grupo de republicanos exiliados que deseaban saludarle. Con su rápida y habitual reacción contestó que estaría orgulloso de hacerlo. Le conduje a donde estaban los exiliados y pude asistir a una conmovedora escena entre ellos. Con posterioridad enviamos a todos ellos y a algunos que no habían podido acudir, pero que habían colaborado en la exposición y en la elaboración de los documentales, ejemplares del catálogo de la exposición, copias de los documentales y fotos con el Rey. Entre las numerosas cartas de agradecimiento recibidas, una muy particular fue la de Cora Blyth de Portillo, de Inglaterra. Cuando llegaron los niños exiliados a Reino Unido, Cora era una joven con sentimientos humanitarios que acudía a la colonia de los niños españoles donde conoció a Luis Portillo, uno de los maestros que los acompañaban. Se enamoraron, se casaron, tuvieron hijos. Uno de ellos, Michael Portillo, sería ministro del Gobierno británico en la época de Margaret Thatcher.
Su carta decía:
Estimado don Alfonso:
¡Cuánto le agradezco el envío del documental Exilio! Lo he mirado con uno de mis hijos, Jolyon, y nos conmovió profundamente. Incluso nos reveló nuevos motivos para amargura, por ejemplo el trato de parte de los británicos a los republicanos que lucharon por y con ellos en Narvick, y el hecho de que en la evacuación de Dunquerque los dejaran hasta los últimos. Los sufrimientos de tantísimos y la falsificación de la verdadera historia por fin, gracias a ustedes, van a conocerse. Me alegro tantísimo también del éxito de la exposición y la prolongación de la misma. La familia Portillo (más de cien parientes conocidos), muy unida por el afecto que nos tenemos, sigue dividida por la política, y los dos bandos no nos hablamos de lo que pasó. Pero algunos de los jóvenes por lo menos han visto la película y les ha impresionado hondamente, qué maravilla si por fin podrán purgarse las atrocidades cometidas. ¡Qué satisfacción hubiese sido para Luis!
En nombre de él, de mis cuatro hijos y mío, nuestro reconocimiento y un fuerte abrazo.
Cuando Cora Blyth se refiere a la prolongación, habla de la prórroga de la exposición, dadas las colas incesantes de los que deseaban visitarla. Un notable número de personalidades no quisieron perder la ocasión de contemplar la muestra, pero también de rendir una suerte de homenaje a los exiliados con su sola presencia en el Palacio de Cristal. Sólo dos visitantes quiero resaltar: doña Amalia, viuda del presidente Lázaro Cárdenas, que acogió en México a todos los exiliados españoles que arrastraban su existencia por los campos de concentración del sur de Francia. Doña Amalia, con muchos años ya, vino acompañada de su hijo Cuauhtémoc y dos de sus nietos, uno de ellos gobernador del estado de Michoacán. Fue una hermosa velada en la que tuvimos oportunidad de mostrar nuestra gratitud a la familia Cárdenas por todo lo que había significado su generosa hospitalidad al exilio republicano español.
Otro visitante ilustre fue Arthur Miller, el dramaturgo norteamericano. Había leído un reportaje sobre la exposición «Exilio» en los periódicos de su país y le pidió al cónsul español en Nueva York, Emilio Casinello, si podría visitarla. A sus ochenta y seis años hizo un recorrido tranquilo, pausado, interesándose por los libros que se exponían, por los documentos falsos que utilizaban los exiliados (ahí estaba el carnet de identidad falso de Santiago Carrillo, por ejemplo) y por Pablo Neruda y el barco que fletó, el Winnipeg, lleno de exiliados, que zarpó de Francia hacia Chile con más de dos mil personas, intelectuales y sus familias.
Fui dándole explicaciones precisas sobre las piezas que se exhibían. Al terminar el recorrido me dijo: «Estoy impresionado». Le pregunté qué era lo que más le había impactado. Miró hacia el exterior y dijo: «Las colas que forman los que esperan. No he visto precedente alguno, miles de personas haciendo espera para ver documentos y fotos antiguas». Al final le invité a firmar el libro de visitas. En él dejó escrito: «Una exposición matinal para revivir con esperanza la tristeza de la memoria. Arthur Miller».
El impacto causado en la opinión pública fue intenso. La prensa recogió ampliamente la reacción del público y apoyó la atracción con hermosos reportajes como el de Juan Cruz en el suplemento dominical de El País y el de Andrés Trapiello en el suplemento de La Vanguardia.
Los artículos y columnas elogiaban la exposición «Exilio», y en muchos casos la conectaban con una hipotética «resurrección» de mi persona. La misma aceptación tuvo la emisión del documental en la televisión pública. Todos fueron elogios, como el de Ian Gibson: «En todo lo que he visto y leído sobre la guerra civil española y sus secuelas no hay nada comparable. Alfonso Guerra y sus colaboradores pueden sentirse satisfechos de lo conseguido». Así fue, pasamos unos meses de profunda satisfacción sobre todo por la emocionada y emocionante reacción de los visitantes que después prolongamos mucho más, pues llevamos la exposición por varias ciudades españolas.
Sólo una polémica y un misterioso incidente pusieron un pequeño banco de niebla en la excitante emotividad de aquellos meses en los que cada día vivíamos una experiencia turbadora, un encuentro que afectaba a nuestra sensibilidad. La polémica fue suscitada por el embajador de Francia en Madrid, Alfred Siefer-Gaillardin. Me envió una carta en la que muy ofendido nos exigía la modificación de algunas de las informaciones que facilitábamos en las vitrinas donde se exponían fotos y documentos. Al parecer del embajador faltábamos a la verdad histórica cuando calificábamos de «campos de concentración» lo que eran instalaciones de acogida de los refugiados. Nos conminaba a cambiar las cartelas donde se insultaba —según el embajador— a la nación francesa: «De modo que le pido encarecidamente que modifique de inmediato las etiquetas al pie de las fotografías de los campos franceses en los que se utilizan en la exposición “campo de concentración”», decía el embajador en su carta.
Tuve fácil la respuesta. Le informé: «Me he tomado la molestia de comprobar cómo se denomina a esos campos en la bibliografía francesa, escrita y editada por franceses. El resultado es que el término “campo de concentración” es utilizado abundantemente, lo que llevaría, como consecuencia de su petición, a pedir el inmediato cambio en todas las publicaciones en las que se ha hecho esa mención, propósito que estoy seguro no está en su intención».
Ítem más, en el decreto de creación del campo de Argelès-sur-Mer, el ministro del Interior francés decía: «El campo de Argelès-sur-Mer no será un lugar penitenciario, sino un campo de concentración. No es la misma cosa».
El embajador no contestó.
Otro incidente que nos produjo sorpresa, preocupación, disgusto y angustia fue el robo de una pieza de la exposición, rodeado de un misterio aún inexplicado. Una mañana descubrimos que faltaba una pieza que formaba parte de una colección de objetos personales de personalidades que sufrieron el exilio. Se trataba del sombrero del gran violoncelista Pau Casals.
La pieza estaba asegurada, pero no era el valor material lo que nos preocupaba sino la pérdida histórica y sentimental para sus dueños, a los que les comunicamos inmediatamente el robo, y el hecho de que hubieran podido realizarlo. Durante las horas de visita hubiese sido imposible. Dimos cuenta a la policía, que dirigió sus pesquisas hacia la vigilancia nocturna, municipal, que guardaba el edificio, pero no llegó a una conclusión clara.
Sumido en la pesadumbre recibo un paquete voluminoso en la sede de la Fundación Pablo Iglesias, entregado por una agencia de transporte privada. Al verlo no lo ligué con el incidente del sombrero, pero en cuanto lo tomé en mis manos y comprobé su escaso peso para el volumen del paquete me vino a la mente: ¡el sombrero! Efectivamente, en la caja, rodeado de abundante papel de seda para protegerlo, se hallaba el sombrero de Casals. En la caja figuraba un remite, un despacho de abogados de Madrid. Tomé el coche y me dirigí hacia la dirección del remitente. Durante el trayecto llamé a la policía y a la entidad prestataria para darles cuenta del hallazgo.
El número de la casa que figuraba en el remite no existía, ni el despacho de abogados, ni, por comprobación posterior, el abogado cuyo nombre aparecía. El envío se había hecho de forma anónima, pero haciendo figurar dirección y nombre falsos para dar apariencia de normalidad. Las averiguaciones en la agencia de transporte tampoco nos aclararon nada.
Aún hoy nada sabemos de cómo y sobre todo por qué sucedió aquel hecho. ¿Qué intentaba demostrar y para qué? La nebulosa oculta los extraños vericuetos por los que camina el alma de algunos seres de inexplicable justificación.
Estas dos manchas en la exultante experiencia de la exposición no lograron borrar de mi mente la extraordinaria acogida que tuvo en españoles de toda condición el haber resucitado a aquellos millares de españoles que hubieron de salir de su país, y que su país perdió. Muchos exiliados se comprometieron en Europa con la lucha contra la invasión nazi, otros marcharon en una diáspora inacabable a los países americanos.
Cuando se proclama la Segunda República, España vivía en el ámbito cultural una edad de plata que la colocaba en un destacado lugar en la cultura europea. La guerra, el exilio, la diáspora acabaron con la posición privilegiada de España en la cultura de la época. Los intelectuales y artistas tuvieron que seguir su trabajo de creación e investigación fuera de España.
La lista de las grandes personalidades exiliadas es interminable. Basten unos pocos nombres como forma simbólica para comprender la inmensa pérdida que representó el exilio para España.
Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Juan Gil-Albert, Jorge Guillén, Rafael Alberti, León Felipe, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, entre los poetas.
En materia científica, Severo Ochoa, Juan Negrín, Josep Trueta, Rafael Méndez, Anselmo Carretero. En música, Manuel de Falla, Rodolfo Halffter, Pau Casals. En filosofía, José Gaos, Ferrater Mora, García Bacca, María Zambrano, Joaquim Xirau, Edmundo Nicol, Adolfo Sánchez Vázquez, y tantos y tantos otros.
Sabemos que el exilio arrastró lejos de su país a la gran mayoría de los intelectuales, artistas, escritores, científicos, profesores, a la élite cultural de la sociedad española, pero es necesaria una inmersión en el conjunto de los exiliados para descubrir que la calidad de aquella generación no estaba sólo en los grandes nombres del exilio. Personas sencillas, muchas anónimas, sin gestas conocidas, dieron una lección de humildad y concordia. Tras muchos años de contactos con exiliados, de investigación histórica acerca de aquella tragedia, la enseñanza obtenida es que el estudio del exilio es un viaje por el mundo de la dignidad humana.
Coincidiendo con la apertura de la exposición presenté, con el aval del Grupo Parlamentario Socialista, en el Congreso de los Diputados una proposición sobre el desarrollo de una política de Estado para el reconocimiento de los ciudadanos y ciudadanas exiliados.
En su exposición de motivos razonaba la propuesta con consideraciones como éstas:
La España constitucional no ha saldado la deuda —no sólo material sino también de contenido ético y moral— con estos hombres y mujeres por sus contribuciones a la recuperación de la libertad y de la igualdad, valores de los que ellos no han podido disfrutar.
Los ciudadanos y ciudadanas afectados por el exilio español estuvieron durante cuarenta y dos años pensando, cada día y año tras año, en el regreso (desde 1936 hasta 1978), y cuando por fin —en teoría— pudieron retornar, de hecho no era factible porque sus vidas, su familia, su casa, su trabajo y sus afectos estaban en otro lugar: éste ha sido su gran debate en los restantes veinticuatro años transcurridos desde 1978 hasta la actualidad. Durante estos sesenta y seis años se han ido muriendo la mayoría y los pocos que permanecen vivos se merecen un reconocimiento en el tramo final de sus vidas.
El texto solicitaba al Congreso que aprobase unas acciones de ayuda a los exiliados. Estas acciones competían al Gobierno.
Presenté la proposición el 18 de septiembre de 2002. El procedimiento de la Cámara nos llevó a que el debate se realizara en la Comisión Constitucional el día 20 de noviembre, junto a otras propuestas relacionadas con los efectos de la guerra civil, como la conveniencia de la búsqueda de los restos de los asesinados en campos y cunetas de carreteras. Nos pareció que era una buena ocasión, aniversario de la muerte del dictador, para intentar aprobar una moción que recogiese el conjunto de los problemas planteados. La dificultad radicaba en la tradicional negativa del Partido Popular a debatir sobre el reciente pasado con el argumento, inconsistente para mí, de que tal práctica abriría las heridas del pasado. Mi parecer es que se necesitaba conocer y reconocer la dignidad de las víctimas, justamente para cicatrizar las heridas del pasado.
Puesto al habla con el presidente de la comisión, el diputado navarro del PP, Jaime Ignacio del Burgo, encontré receptividad para intentar una propuesta transaccional que pudiera recoger las aspiraciones de todos los grupos y fuese aprobada por unanimidad. Después, en una larga negociación, entre los dos llegamos a un texto que ofrecido a los partidos logró la unanimidad. En él figura la primera condena —aunque con palabras no muy directas, pero muy claras— de la dictadura franquista, votada por el Partido Popular. Ha sido la primera y la última, pues luego ha vuelto a su argumento tradicional.
El texto, apoyado por todos los diputados de la Comisión Constitucional, izquierda, nacionalistas y conservadores, instaba al Gobierno para que desarrollase, de manera urgente, una política integral de reconocimiento y de acción protectora económica y social de los exiliados de la guerra civil, así como de los llamados niños de la guerra, que incluyera la recuperación, en su caso, de la nacionalidad española, y su extensión a sus descendientes directos, con reconocimiento del derecho de voto.
La vida democrática española nunca podrá alcanzar el carácter de normalidad que se da en otros países libres hasta que el partido que representa la visión ideológica conservadora haga un proceso de introspección que le conduzca a un reconocimiento claro de que su ascendencia en la derecha histórica española se entronca inevitablemente con la que provocó el golpe militar del año 36, la guerra civil y una larguísima dictadura. No se trata de que los militantes, dirigentes, diputados, senadores actuales del Partido Popular tengan ninguna responsabilidad ni material ni intelectual en aquellos hechos, pero si no se dan cuenta internamente de que, a despecho de su posición actual, sus mayores fueron protagonistas de una política liberticida y antidemocrática, nunca podrán zafarse de una presión psicológica que actúa sobre el espíritu conjunto de la derecha española y que le impide ser como otras derechas europeas, donde no hay problemas a la hora de condenar los regímenes de corte totalitario que protagonizaron las generaciones anteriores.
La memoria es un instrumento de construcción social, y es imposible construir una democracia completa sobre el olvido. Por todas estas razones no alcanzo a comprender —claro que entiendo el desgarro de tener que censurar a los que nos precedieron— cómo las personas más abiertas intelectualmente de la derecha no hacen un ejercicio de convicción para que condenen, con normalidad, con naturalidad, sin que ello tenga que ser noticia, el pasado totalitario de una buena parte de los conservadores en la etapa del general Franco. La democracia española lo necesita y la derecha española también.
Fue para mí una satisfacción viajar a los países europeos y americanos a dar cuenta a los grupos del exilio republicano español de la aprobación de esa propuesta parlamentaria que instaba al Gobierno a mejorar sus condiciones de vida y de participación. Era conmovedor escuchar a los exiliados —inolvidable mi reunión en una tarde-noche en el patio del Ateneo Español de México— emocionarse al conocer que su querida España aún sentía afecto por ellos. Los que habían perdido todo por el amor a su patria, para la que querían libertad y progreso, olvidados durante medio siglo, mostraban una gratitud estremecedora al comprobar que los teníamos presentes en su país, en nuestro país.