UN CONGRESO EN LA FRONTERA
EL partido había convocado el XXXIV Congreso para el mes de junio de 1997, el primero después de haber perdido unas elecciones legislativas tras catorce años de presidir el Gobierno de España. Se convertía así la máxima asamblea de los socialistas en una ocasión magnífica e imprescindible para replantear los objetivos y los instrumentos con el fin de evitar los males que nos habían aquejado, especialmente en los tres últimos años de Gobierno, y elaborar un proyecto nuevo que sin olvidar los principios del socialismo permitiera reconquistar la confianza y el corazón de los españoles en un pensamiento político que seguíamos considerando más justo y eficiente que el modelo neoliberal imperante en la sociedad del momento.
Sin embargo, un número suficiente de dirigentes lograron desviar la atención hacia un asunto menor que me afectaba directamente: la salida, expulsión, eliminación de Alfonso Guerra de la dirección del partido. Contemplé la maniobra con cierta indefensión, no tuve intención de contrarrestarla con una campaña de autoproclamación como candidato. Las declaraciones de algunas personas conocidas tuvieron como efecto la creación de un movimiento solidario conmigo que complicó las cosas a los que habían fijado un objetivo excluyente. Y ello a pesar de que algunos medios de prensa derrocharon argumentos en favor de mi salida.
El mecanismo de funcionamiento del partido establece que la dirección redacta una «ponencia marco» a la que las agrupaciones provinciales y locales pueden presentar cuantas enmiendas estimen oportuno. Más tarde la ponencia debe ser aprobada por el Comité Federal, no sin antes debatir las enmiendas personales presentadas por los miembros del comité. Con ocasión del XXXIV Congreso, en el Comité Federal se presentaron 245 enmiendas, pero la única que tuvo trascendencia pública fue la presentada por José Rodríguez de la Borbolla, que pretendía la supresión del puesto de vicesecretario general. Era la expresión sibilina, y no muy valiente, de materializar el objetivo de los renovadores. A él se sumaron algunos en declaraciones públicas, siempre con expresiones «floridas» para ocultar o endulzar el objetivo: Guerra nos molesta. Así Narcís Serra declaró en la radio: «La mayoría de los secretarios de federaciones territoriales dicen que es mejor abrir una nueva etapa sin vicesecretario general y cambiando caras». Además, con la capa de hombre bueno que tapara sus intenciones añadía: «Aconsejo a Alfonso Guerra que haga un gesto de comprensión de la realidad».
También en la radio José Bono expresó: «En un proyecto de socialismo cósmico (sic) no es imprescindible una vicesecretaría general del PSOE ni que la ocupe Alfonso Guerra. De imprescindibles están los cementerios llenos». Editoriales de periódicos y reportajes empujaban en la misma dirección. Toda la parafernalia desplegada, lejos de amilanar a los que pensaban de otra manera, excitó los ánimos y puso en marcha una colección de artículos de prensa y, lo que alcanza mayor interés por su carácter de experiencia nueva, la creación de una página, «la web de apoyo a Alfonso Guerra». Fue obra de las Juventudes Socialistas de la Agrupación Local de Latina en Madrid, y tuvo una resonancia tan extraordinaria que creo que fue definitiva en la solución numantina a la que se vieron abocados los renovadores.
Cuando se señala el año 2004 como la vez primera en la que las redes sociales tuvieron una gran trascendencia en una movilización (contra las mentiras del Gobierno del PP respecto a los atentados de islamistas en los trenes) no se cuenta toda la verdad. Años antes, de manera modesta, los jóvenes socialistas de Latina lograron a través de los mensajes —miles, llegados de toda España, y de algunos otros países, de militantes socialistas y de los que no lo eran— influir de forma poderosa en la evolución de los acontecimientos. Bueno es recordarlo para la historia.
A la avalancha descalificadora que me echaron encima contesté yo actuando como en todos los congresos en los que había participado, estudiando las enmiendas y proponiendo a la dirección mi opinión sobre cada una de ellas.
El día 1 de marzo estaba convocado el Comité Federal para el estudio y aprobación de la ponencia marco para el XXXIV Congreso. Dos horas antes habíase convocado la Comisión Ejecutiva para llevar una posición común al Comité Federal. Durante la reunión estaba exponiendo mi parecer favorable a que aceptáramos una enmienda para limitar los períodos de los cargos orgánicos a dos mandatos cuando me interrumpió Felipe para decir: «¿Y si bajamos a la reunión y proponemos cambiar el nombre del partido? Sería mejor que se llamara Partido Socialista».
Un silencio espeso, paralizante, se extendió por la sala.
Intervine expresando mi preocupación de que, si se planteaba tal cuestión en el Comité Federal, la ponencia marco quedaría marginada por el escándalo que se formaría por la desaparición de la O y de la E (para unos por la O, para otros por la E, y aún los habría escandalizados por la supresión de las dos).
Felipe contestó: «No pasa nada si se forma el escándalo».
Sólo lo apoyó —sin hacerlo explícitamente— Raimon Obiols, que se manifestó partidario de ir cambiando el nombre (las siglas) poco a poco en los logotipos, aunque no jurídicamente. Es curioso constatar, pasado el tiempo, que ése ha sido el método seguido por los socialistas catalanes. En el congreso de integración se creó el PSC-PSOE, siglas que no usa hoy nunca en su publicidad, que se limita a PSC, y en los últimos tiempos con una llamativa variante: el cuerpo de la letra C exhibe un grosor muy superior al del correspondiente a la P y la S. El tiempo y la experiencia ayudan a encontrar explicación política a los cambios semióticos.
Lo relevante de aquella propuesta de Felipe es la concepción personal del poder. Pretendía cambiar un asunto de vital importancia histórica sin que estuviese en la agenda de nadie, por una ocurrencia improvisada minutos antes de que se pronunciase el Comité Federal. Fue una señal inequívoca del síndrome de hybris, el desmesurado orgullo y la absoluta confianza en la capacidad propia, que hace tratar a todos los demás con manifiesto menosprecio.
Por fortuna la propuesta no prosperó y quedó relegada al desván donde se guardan los despropósitos.
En un clima de desconfianza sobre las intenciones de los renovadores llegamos a la inauguración del XXXIV Congreso. Felipe, con su inteligencia política, comprendió que la batalla por descabalgarme de la dirección sin consecuencias políticas estaba perdida. Y optó por una fórmula que sabía que sería implacable para el objetivo buscado: anunció que no optaría a la reelección, sabedor de que tal decisión significaría una ruptura con la situación del partido que no admitiría mi continuidad en la dirección. Para «sacarme» a mí, hubo de inmolarse él. De inmediato anuncié yo mi renuncia a la reelección y di cuenta ante la prensa del recorrido que habíamos hecho juntos y de sus intenciones de abandono desde 1977. He contado ya, en otro lugar, cómo el 4 de agosto de 1977, al finalizar un encierro de tres días en Sigüenza para elaborar nuestra propuesta de texto constitucional, Felipe me entregó una nota escrita de su puño y letra en la que me decía:
He decidido dejar la Secretaría General del partido. En el próximo Congreso no seré candidato. Espero que este plazo no sea superior a un año.
La amistad que subyace —a veces imperceptible— en nuestra relación política me obliga a que seas tú el receptor de la decisión. No te engañe la brevedad de la nota. Lo pensé seriamente y he querido dejar constancia escrita y en ti de esta decisión.
No sé en qué momento lo comunicaré a los demás responsables del partido. Hasta ahora nadie sabe nada.
El anuncio de Felipe causó una gran sorpresa, pero no se alzó una sola voz pidiéndole la reconsideración de su renuncia, contrastando vivamente con lo sucedido en el XXVIII Congreso, cuando todos los delegados clamaron por la vuelta del secretario general. Habían pasado casi veinte años y muchas cosas más.
Preparé de forma rápida, sin elaboración previa, un pequeño discurso que sirviera de despedida de la dirección del partido tras un cuarto de siglo en ella. La dinámica del congreso no permitió que lo pronunciara ante los delegados. Ahora, pasado el tiempo, puede ser revelador conocer, resumidamente, qué quise transmitir a la organización y a la sociedad:
En 1974 un grupo de jóvenes iniciamos una etapa en el PSOE que supuso continuidad y cambio. Hoy, veintitrés años después, una nueva etapa se abre para el partido. La separación de la primera línea de la dirección del compañero Felipe González da lugar a un ejercicio de responsabilidad de los delegados y delegadas del Congreso. Al fin, serán buenos para la organización y para la sociedad española los cambios derivados de estas decisiones. […]
Felipe ha tomado una decisión, que legitima, que culmina una trayectoria política y personal. Reveló también que lo había anunciado en 1977. Puedo dar prueba de ello.
Todos sabéis, siempre se supo, que entre las personas que durante mucho tiempo ocuparon los cargos de secretario general y vicesecretario había muchas coincidencias.
Todos sabéis, siempre se supo, que también había discrepancias, a veces importantes. Las situaciones conflictivas siempre se resolvieron desde la lealtad.
¿Sería esa combinación de coincidencias y discrepancias lo que motivó la reiteración de la fórmula? Conozco algo este partido, a sus militantes, y creo que no me equivoco si respondo afirmativamente a esta pregunta. Siempre se consideró buena para el partido la combinación que hoy se acaba.[…]
Ahora, que tanto se habla de «pensamiento único», es preciso evitar que éste se imponga, no ya en la sociedad, sino en el seno del propio partido.
Espero que la decisión que hoy se toma no derive hacia formas de funcionamiento impropias de nuestro partido. […]
Es posible que algunos pretendieran una finalidad más personalizada. Pretensión inútil. En democracia, en nuestro partido, el destino político de las personas no depende del lugar que ocupen en un organigrama, depende del lugar que se ocupe en el corazón de los militantes y de los simpatizantes, en el corazón de los ciudadanos de izquierda.
A los fundamentalistas de la llamada ruptura con la historia les recordaría la última estrofa de un hermoso poema de Wislawa Szymborska:
Todo principio
no es más que una continuación,
y el libro de los acontecimientos
se encuentra siempre abierto a la mitad.
Creo, honradamente, que los hechos que estamos viviendo se corresponden poco con lo que se espera de nosotros. ¿De verdad creéis que los millones de simpatizantes y votantes de nuestro partido ven con tranquilidad este tipo de discusiones? ¿No estaremos decepcionando en algo sus esperanzas?[…]
Llevamos un año gobernados por la derecha, por la «derecha española», que los socialistas conocemos bien. Muchos de sus componentes no son muy diferentes de sus antecesores en el régimen anterior; algunos son sus herederos.
Hace meses que lo estamos notando. Actúan como los «dueños» que, después de un largo lapso de tiempo, demasiado para ellos, han recuperado la «finca» que les fue «arrebatada» por un grupo de «advenedizos» y naturalmente no están dispuestos a soltarla —éste es su concepto patrimonial de España.
Utilizarán, para ello, cualquier medio. Su inseguridad, la falta de confianza en sus propios mensajes para conseguir el apoyo mayoritario del pueblo los lleva, de forma casi inexorable, a deslegitimar y, si pueden, a aniquilar a sus adversarios; es decir, a nosotros.
No deberíamos darles facilidades. Tenemos la obligación de dedicar todos nuestros esfuerzos a restablecer una mayoría social de progreso. No desmayaré un solo minuto en la tarea de ver a España, de nuevo, gobernada por nuestro partido; en la tarea de conseguir, otra vez, el apoyo mayoritario de nuestro pueblo, desde cualquier lugar en que me encuentre. Y lo haré sumando, como he intentado hacerlo toda mi vida. Procuraré que se incremente la colaboración en el seno de la izquierda, neutralizando las tentaciones de irresponsables que no deberían ser contagiosas, aumentando la sintonía con los sindicatos como aliados naturales del Partido Socialista.[…]
Cualquier fórmula de dirección tiene problemas, pero la más acorde con la sustancia de partido es aquella en que la dirección política representa a la «base» de la organización, a los afiliados, a los militantes; a la organización en su conjunto y no a órganos intermedios.[…]
No hay nada más socialista que luchar contra cualquier forma de poder oligárquico, tanto en la sociedad como en el partido.[…]
En la defensa del sistema de ideas y valores que conforman el socialismo, me tendréis permanentemente a vuestra disposición. Confío en que los cambios que se han propiciado no deriven hacia otro tipo de transformaciones en el campo de las ideas. En ese terreno, seré beligerante. Espero que vosotros también. […]
Por primera vez, desde el final de la segunda guerra mundial, las generaciones que hoy determinan y conforman los gobiernos tienen la sensación cierta de que sus hijos van a vivir peor que ellos. Hasta ahora, a pesar de las crisis coyunturales, la sensación era distinta. Las dificultades no impedían sostener la convicción de que las cosas mejorarían con el tiempo y los hijos vivirían, siempre, mejor que los padres. Este sentimiento ha desaparecido. Por eso, a nadie le puede extrañar que los pueblos defiendan las conquistas, las mejoras logradas, con uñas y dientes.
El partido tiene que saber encontrar la sintonía con la mayoría de nuestro pueblo, en el marco de sus deseos y reivindicaciones más queridas.[…]
Voy a terminar ya. Acaba una etapa en la que ha habido de todo. Espero que, en el balance global que se haga, pesen más los aciertos que los errores. Pido disculpas por estos últimos. En todo caso, el tiempo lo determinará con claridad. Me voy con cierta inquietud, como se desprende de lo que he dicho con anterioridad. Sé que algunas decisiones no estaban en vuestras intenciones, pero alguien ha pretendido, aquí, en nuestra casa, culminar una operación que se inició hace años, en un juzgado de Sevilla. He de reiterar que la pretensión, si la hubo, no tendrá éxito. Se ha intentado derribar un árbol poniendo en manos inocentes el hacha destructora. El tiempo será el último juez.
He compartido alegrías y penas, momentos felices, muchos, y algunos no tan felices, con gran cantidad de compañeros y amigos. De todos ellos conservo un magnífico recuerdo.
A aquellos que, un día cualquiera, sin saber por qué, decidieron matar la amistad prefiero recordarlos como eran. Los antiguos griegos lo expresaban muy bien: «Realmente no existe un testigo más terrible ni un acusador más poderoso que la conciencia que mora en cada uno de nosotros».
Seguiré luchando por lo que han sido, por lo que serán los fundamentos del ideario socialista.
A la nueva dirección le deseo suerte y acierto. Tiene una gran tarea por delante. Entre ellas, evitar que las pasiones, las malas pasiones, dificulten el análisis lúcido de la realidad y el acierto en las decisiones.
Shakespeare, que todo lo sabía en el campo del comportamiento humano, nos ha descrito casi todos los escenarios posibles. Ninguno de ellos debe tener cabida en nuestra organización; sobre todo los que hacen alusión más directa a la lucha por el poder en el seno de los grupos humanos. Por tanto, evitad por todos los medios que, en el desarrollo de los acontecimientos futuros, nada recuerde, ni siquiera vagamente, a los sucesos que Shakespeare escenifica tan bien en El rey Lear.
Hasta siempre, compañeros, y acierto en vuestras decisiones.
Superada la sorpresa que provocó la renuncia de Felipe, el congreso continuó con su esquema tradicional de desarrollo. Llegó el momento de elegir un nuevo secretario general y surgió la propuesta-designación de Joaquín Almunia presentada por González. Cuando la noticia se difundió, los delegados se rebelaron y manifestaron ruidosamente que querían votar entre alternativas diferentes. Todas apuntaban a José Borrell como candidato frente a la designación de Almunia. Pero encargaron a Narcís Serra para que disuadiera a Borrell de presentarse a la elección. Se retiró, pero la ilusión quedó prendida en la mente —¿y en el corazón?— de los militantes, que la vieron encenderse cuando se recurrió al expediente de elecciones primarias para legitimar al nuevo secretario general.
Almunia tuvo consciencia clara de que su designación no le amparaba como líder socialista; fue la razón que le empujó a convocar unas elecciones primarias para elegir, ahora sí, al candidato que se ofreciera al electorado para gobernar España.
La traslación del sistema electoral de Estados Unidos de Norteamérica a la realidad española me pareció un ejercicio poco acorde con el sistema democrático europeo.
En Norteamérica el sistema político representativo considera a los partidos como un instrumento dedicado a la selección de líderes, que funciona cuando hay elecciones próximas y desaparece en los intervalos de tiempo entre dos elecciones. Ello es así porque en sus inicios como nación la sociedad norteamericana era muy homogénea, a pesar de que el acarreo de europeos tuviese objetivos muy diferentes a su llegada. Los colonos ingleses llegaron a Nueva Inglaterra en busca de libertad religiosa, con la ilusión de fundar la Iglesia protestante sobre un monte; los holandeses instalados en el valle del río Hudson lo hicieron con fines mercantiles, la pesca, el comercio de maderas y pieles; y los españoles navegaron por el Caribe, Florida y el golfo de México buscando El Dorado, las riquezas en oro para transportarlas hacia las testas coronadas. Así es como desde el norte se proporcionan unos elementos espirituales y religiosos —que explican la presencia de Dios en la política norteamericana— y desde el sur el afán de progreso material. Pero pronto se fundirían los objetivos en la ilusión de una nueva vida, una tierra de promesas y esperanzas. La revuelta contra la metrópolis no lo fue tanto por los impuestos sino por la representación. Deseaban representarse a sí mismos, creando una sociedad bastante homogénea socialmente, excluido el importante aporte —contra su voluntad— de los africanos que ocuparían la esfera inferior de la sociedad, la de los esclavos.
En Europa, al contrario, el sistema de partidos se organiza como representación de grupos de intereses, de clases sociales. La lucha contra el Antiguo Régimen estamental, basado en el nacimiento, se sustituye a partir de la Revolución francesa por una representación de clase, basado en el mérito. De aquí que los partidos tengan otros fines más allá del de la selección de líderes. Por esta razón no entendí que ejerciéramos miméticamente con Estados Unidos un régimen de partidos en el que la posición trascendental es la elección del líder y el depósito posterior de toda la capacidad de decidir en el dirigente seleccionado.
El nuevo secretario general convocó unas elecciones primarias para las que no había contendiente, lo que debilitaría la legitimación que se buscaba. Así que desde el equipo de Almunia se estimuló y se apremió a un reticente Borrell a que presentara sus credenciales, con la idea de que sería puramente testimonial pero serviría para autentificar el liderazgo de Almunia. Pero aparecieron dos elementos que desmontaban el plan previsto por los convocantes. En primer lugar Borrell levantó una expectación inesperada entre los militantes. Su oratoria y cierta informalidad en el tratamiento de los temas, unidas a su capacidad pedagógica en el discurso, le hizo mucho más atractivo que el candidato oficial.
Por otro lado el candidato oficial no tuvo otra ocurrencia, seguramente para ganarse la simpatía de los votantes, que proclamar como una gran conquista —falsa además— la siguiente idea: «Por primera vez los militantes no tendrán que votar lo que les proponga la dirección del partido».
Enseguida comprendí que aquellas elecciones las ganaría Borrell, a quien se lo hice llegar. Nadie me creyó, pero era una deducción elemental: si la dirección presume de que los votantes estrenarán autonomía sin hacer caso a la dirección, ¿qué pueden votar?
Todos los altos cargos y los que los habían ocupado con anterioridad se pronunciaron a favor de Almunia. Yo permanecí en una discreta posición, pero mostrando con claridad, a través del lenguaje de los gestos, que mi preferencia estaba con Borrell.
Su éxito se consumó «contra todo pronóstico», decían los perdedores, y es que nadie quiere ver lo que tiene delante si ello va contra su deseo.
Borrell me visitó para intercambiar opiniones. Le dije de manera clara y directa: «Solicita hoy un congreso extraordinario que te elija secretario general».
Me contestó que en aquel momento él no contaba con apoyos en la estructura regional y provincial del partido, y que necesitaba dieciocho meses para implantarse y reclamar la secretaría general.
Le dije: «Para entonces estarás muerto, o más exactamente, te habrán matado». Lo que fue emitido como una opinión se convirtió en una profecía cumplida.
Después de la entrevista con Borrell me dirigí a Joaquín Almunia para exponerle que él debería tomar la iniciativa de convocar el congreso si queríamos que la propuesta electoral de Borrell tuviese efecto en las legislativas próximas. Le expliqué mi posición: «Cuando algo nace, algo muere. La elección de Borrell significa tu renuncia». Él defendió que por qué no era posible el reparto de tareas, uno secretario general, y otro candidato y, en su caso, presidente del Gobierno. Le contesté: «La bicefalia puede funcionar, pero no cuando los dos han pugnado por el mismo puesto. En ese caso la colaboración se convierte en enfrentamiento explícito o larvado».
No lo entendió así. El triunfador no creía llegado el momento de liderar el partido, y el perdedor no pensaba dejar de hacerlo. Bien pronto se vería el error de la decisión tomada. Borrell me ha confesado mucho tiempo después que desoír aquella sugerencia mía fue un tropiezo definitivo:
Me diste el mejor consejo de mi vida —lástima que no lo siguiera— cuando, después de ganar las primarias, me dijiste que me hiciese con la secretaría general del PSOE porque si no antes de un año habría dejado de ser candidato a la presidencia del Gobierno. Fue en tu pequeño despacho de la Fundación Pablo Iglesias. «No me van a matar», te dije. «No sé qué harán», contestaste, «pero si no ocupas el poder orgánico y lo dejas en manos de quien ha perdido, no sobrevivirás».
Y en efecto, tenías razón.
Si te hubiera hecho caso, la historia, no me atrevo a escribirla con mayúscula, hubiera podido ser diferente.
En la primera ocasión en la que el nuevo líder, José Borrell, debía participar en un debate general en el Parlamento en nombre del Partido Socialista, todos pudieron ver una escena cómico-dramática que remontaba a las películas del cine mudo. Convocado por el presidente del Congreso para que subiera a la tribuna, Borrell tuvo grandes dificultades para salir de la bancada, pues Almunia le impedía el paso. Era la expresión plástica de la pugna política que se libraba entre el secretario general y el candidato a la presidencia del Gobierno. Poco a poco fue debilitándose la posición de Borrell y cuando apareció en prensa la imputación de un delito a dos altos cargos, uno en el Ministerio de Hacienda y otro en la Administración de Hacienda de Cataluña, en la etapa en la que Borrell fue secretario de Estado, éste encontró una vía de escape y renunció a ser candidato. Se especuló mucho sobre el origen de las informaciones, pero no dejó de ser un cúmulo de rumores que no tuvieron confirmación.
Yo mismo viví un momento de alta tensión en relación con el nombramiento de Borrell. Había acudido a una entrevista-desayuno en la emisora televisiva Antena 3. Durante la tertulia proyectaron —el programa era en directo— una escena de un mitin del PSOE. En el escenario José Borrell agradece a Felipe González que cuando CiU le pidió su cabeza, no se la entregara.
La cámara gira hacia la primera fila de los asistentes y se entiende el comentario de Felipe González: «Porque no me di cuenta a tiempo». Resultó durísimo.
Por fas o por nefas, se perdió una oportunidad que habría encandilado a la militancia y a una parte importante de la sociedad española. Así funcionan los partidos políticos, más como una tribu con sus ritos y escalas de autoridad que como organizaciones de funcionamiento democrático como establece el artículo 6 de la Constitución.
En cuanto a mí, tras el congreso me ocupé, por ofrecimiento del nuevo secretario general, de la presidencia de la Fundación Pablo Iglesias. Había participado yo en su creación en 1977 y formado parte de su patronato desde entonces. La fundación posee un extraordinario archivo del socialismo y del movimiento obrero, con una documentación valiosísima. Mi objetivo era conservarlo en buenas condiciones, ampliarlo y darlo a conocer a todos mediante exposiciones, publicaciones y documentales históricos.