DERROTA DULCE, VICTORIA AMARGA

CELEBRADAS las elecciones de 1996, el Partido Popular superó por un estrechísimo margen al PSOE. La noche del día de la votación los dirigentes del PP anunciaron en rueda de prensa un gran triunfo. Con el paso de las horas los márgenes entre los dos partidos se iban acortando hasta que hubieron de comparecer de nuevo (les caían gotas de sudor por la cara) para explicar con gran inseguridad que habían ganado por sólo un 1 por ciento al Partido Socialista.

Un ligero comentario acerca de aquella dramatización del doble anuncio de los resultados prendió con fuerza entre los militantes. La frase fue: nunca una derrota fue tan dulce, ni la victoria tan amarga. Hacía referencia al cambio de humor que se había producido en unos y otros mientras los resultados iban virando hacia casi un empate técnico. Sin embargo, muchos creyeron que existen en verdad derrotas dulces y victorias amargas. Me sorprendió que, en la inmediata reunión del Comité Federal del PSOE, el secretario general advirtiese que podría ocurrir que al cabo de pocos meses viniesen a llamarnos, y cayera en nuestras manos la responsabilidad de gobernar. Pareciome una actitud más ingenua que analítica, pero creí peligroso que tal opinión pudiera cundir entre los miembros del comité. Hice una intervención que, sin oponerme frontalmente a lo que Felipe había expresado, recordara de manera realista la gran versatilidad con que actúan los partidos conservadores, más atentos a los intereses que representan que a compromisos con principios o ideales. Introduje con sutileza la más que probable ocasión de acuerdos entre el Partido Popular y los grupos nacionalistas vasco y catalán. Creo que mi escepticismo ante un giro favorable al PSOE de la situación política equilibró lo que temí que se convirtiera en un espejismo de futuro Gobierno.

Sí fue cierta la depresión política que afectó al dirigente del PP, José María Aznar, y que el momento de parálisis que le provocó tan exiguo triunfo supieron resolverlo dos colaboradores del elegido para presidir el Gobierno. Rodrigo Rato se encargó de las relaciones con los partidos para lograr la investidura y Álvarez-Cascos tomó el partido en sus manos para garantizar la fuerza y estabilidad que necesitaba una organización que tenía la responsabilidad de gobernar. Pasados unos meses Aznar reaccionó, y guardó casi siempre una estima especial para los dos que le habían sacado del pozo psicológico por su ilusoria actitud.

En todo caso, Aznar nunca logró liberarse de un cierto complejo de inferioridad ante Felipe González. Cuando ya cumplía seis meses como presidente del Gobierno, en una entrevista con Pasqual Maragall, quien estaba preocupado por el retraso en lograr un pacto local que garantizase la financiación de los municipios, Aznar le respondió: «Yo fui a hacerme la foto con Felipe González en el tema autonómico. Mientras Felipe González no venga a hacerse la foto “autonómica” conmigo, yo no abriré la negociación del pacto local con los alcaldes».

Así las gastaba el nuevo presidente. Los problemas urgentes de la nación debían esperar a la satisfacción del ego del caballero popular. No son pocas las escaramuzas políticas que confirman las teorías de Sigmund Freud.

Aquellas elecciones fueron las primeras cuya campaña no dirigí yo. Eché de menos la elaboración de la estrategia, las discusiones sobre las ideas fuerza, los lemas, la cartelería, todo el fascinante revoltijo que supone una campaña electoral. En aquella ocasión la campaña fue coordinada por el secretario de Organización Ciprià Císcar, y fue la primera vez que la Comisión Ejecutiva y el Comité Federal aprobaron unas propuestas felicitando al director de campaña, justo cuando se perdió. En mi interior brotó una sonrisa malévola que controlé para que no saliera al exterior de forma más ruidosa. Nunca había disfrutado yo de tal honor.

Una página difícil de arrancar
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