DOS GOLPES DE ESTADO EN RUSIA
En agosto de 1991, Mijaíl Gorbachov se encontraba reunido con oficiales militares en su residencia de verano en Crimea cuando, negándose a retornar a un Gobierno totalitario, fue puesto bajo arresto domiciliario. Le cortaron los teléfonos y se le mantuvo incomunicado durante tres días. Su esposa, Raisa, sufrió un colapso por un ataque de hipertensión. En Moscú, los manifestantes se congregaron en las calles y el presidente de la República Rusa, Boris Yeltsin, llevó a cabo una vigilia armada frente al Parlamento que fue transmitida por la televisión de todo el mundo. El golpe de Estado se diluyó y Gorbachov fue repuesto en su cargo, sólo para ser expulsado por el borracho y rapaz Yeltsin a finales de ese mismo año.
ÉSTA es una precisa descripción de lo ocurrido en el año 1991 en la Unión Soviética. El texto no pertenece a ningún politólogo o analista internacional. Con el párrafo transcrito comienza un libro dedicado a Gustav Mahler: ¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo. La razón que explica que Norman Lebrecht comenzara este magnífico libro con la narración sobre lo que aconteció en la URSS está en que, en un concierto de Claudio Abbado al que asistieron Gorbachov y su esposa, la orquesta interpretó la Quinta sinfonía de Mahler y la pareja quedó conmovida. No conocían la música y enseguida la identificaron con lo que estaba sucediendo en su país. Raisa dijo: «Esta música me ha conmocionado. Me ha dejado abatida, con una sensación de que no hay salida». Esta anécdota sirve a Lebrecht para adentrarse en la música de Mahler, en la que los conflictos y las contradicciones son la esencia de su arte.
Dos minutos después de que la radio anunciase el golpe de Estado contra Gorbachov llamé por teléfono a Londres, a Luis Ayala, secretario general de la Internacional Socialista. Le expresé acelerada, atropelladamente, que la paralización del proceso democrático en la URSS podría representar un hecho gravísimo para la humanidad entera, por lo que consideraba imprescindible la presencia inmediata en Moscú de la Internacional Socialista para dar un apoyo claro al proceso emprendido por Gorbachov. Ayala asintió y me preguntó si yo estaría dispuesto a formar parte de la delegación que partiera inmediatamente para Moscú. ¡Desde luego!, fue mi respuesta. Pero luego interviene el adocenamiento, la pereza, los trámites burocráticos… La delegación no llegó a Moscú hasta mediados de septiembre. No es que la visita que hicimos en ese momento no fuese ya útil o interesante, es que se perdió el impacto que hubiese significado para los golpistas una declaración pública de apoyo a la democracia en la URSS hecha por una organización que reúne en sus filas a todos los partidos socialistas y socialdemócratas del mundo. Una ocasión perdida.
El anuncio de que el día 19 de agosto se firmaría el Tratado de la Unión que daría libertad a las distintas repúblicas soviéticas para decidir su constitución como Estados independientes fue el detonante principal del golpe de Estado que perpetró un comité de ocho nostálgicos del comunismo ortodoxo encabezados por el vicepresidente de la URSS Guennadi Yanáyev y los responsables del KGB: el ministro de Defensa y el de Interior. Los golpistas expresaban así su contrariedad con los últimos hechos y declaraciones que separaban a la URSS de su pasado totalitario comunista: la caída de la economía del país —con una reducción del 10 por ciento de la renta nacional y una caída del 13 por ciento de la producción agrícola—, el triunfo arrollador de Boris Yeltsin en las elecciones de la presidencia de Rusia, la mayor de las repúblicas de la URSS, la ruptura de algunos altos dirigentes (como Eduard Shevardnadze) con el Partido Comunista, o las declaraciones del presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, abogando por cambiar el nombre y los principios del PCUS para transformarlo en un partido socialdemócrata.
Los golpistas aprovecharon la estancia de Gorbachov en una dacha de vacaciones en Crimea para anunciar la toma del poder a causa de la enfermedad del presidente. Volvían los viejos trucos del pasado comunista.
La oposición al golpe por parte de Yeltsin, la concentración ante el Parlamento de muchos moscovitas, contrarios a la vuelta al totalitarismo, y la posición internacional de condena del golpe los hizo fracasar. Gorbachov volvió de Crimea. Se le vio bajar las escaleras del avión con aspecto sonámbulo, perdida aquella solemne seguridad con que había sorprendido al mundo al anunciar la perestroika.
Cuando subió a la tribuna de la Duma, los diputados, los del viejo régimen y los menos partidarios de las reformas, no quisieron escucharle. Un auditorio hostil despreció las explicaciones que les ofrecía el hombre que pocas horas antes era rehén de los golpistas. En aquellos momentos de desolación de un hombre que había abierto las puertas de la democracia y que ahora era rechazado por todos, se produjo el segundo golpe de Estado. Boris Yeltsin, con arrogancia, menosprecio y altanería, se acercó al atril desde donde Gorbachov leía las páginas preparadas para su discurso y con grandes gestos desdeñosos le exigió a gritos leer el documento que le ofrecía. Gorbachov cedió, aceptó el ultraje público al que le sometió Yeltsin. En ese instante cavó la tumba de su poderosa participación en la vida política de las repúblicas soviéticas. Contemplando el humillante espectáculo en televisión recordé la amistosa advertencia que había hecho yo a Gorbachov en Madrid, años antes: «Usted ha abierto una puerta de libertad a sus conciudadanos. Algunos de ellos, cuando atraviesen esa puerta gracias a sus esfuerzos, le escupirán».
Los miembros de la delegación de la Internacional Socialista que visitamos Moscú en septiembre de 1991 ya conocíamos la evolución de los hechos. La componíamos Pierre Mauroy, presidente de la IS (Internacional Socialista), Luis Ayala, su secretario general, y quien esto escribe. Mi percepción de lo que estaba ocurriendo fue decepcionante. Nadie tenía claro cuál era el programa que necesitaba la URSS, o la República Rusa, según fuesen los interlocutores. Celebramos una incómoda reunión con el nuevo presidente de Rusia, Boris Yeltsin. Entró en la sala del encuentro cuando todos estábamos sentados, la delegación de la IS y los asesores de Yeltsin. Su entrada más parecía la de una estrella de televisión o la de un cómico teatral. Todo eran bromas, gestos, risas, no parecía muy interesado por los problemas, pero al cabo de un momento se puso serio y preguntó si teníamos prevista una entrevista con Gorbachov. A nuestra respuesta afirmativa lanzó una frase en forma desconsiderada e hiriente: «Van a ver a un comunista que ha descubierto la democracia con sesenta y cuatro años». No supe resistir contestarle, le espeté mirándole a la cara: «Sólo diez minutos más tarde que usted». El líder comenzó a gritar ostensiblemente enfadado, pero el intérprete permaneció mudo, su prudencia evitó que aquello se complicase aún más.
En una conversación a solas con Shevardnadze adquirí conciencia del desbarajuste en el que se desenvolvían los dirigentes poscomunistas. Me hizo una petición muy concreta: que España presionase a la Comunidad Europea para que llegasen recursos que paliasen el deterioro económico que estaban sufriendo. Añadió que ellos se comprometerían a utilizar los fondos exclusivamente en las empresas deficitarias y sin futuro. Le dije al intérprete que había traducido mal el sentido de la frase, que había querido decir que no utilizarían los fondos para las empresas sin salida. El intérprete me aseguró que había hecho bien la traslación. Le rogué que preguntara a Shevardnadze si no había querido decir lo contrario. Contestó que no, que ellos los utilizarían para equilibrar esos déficits, conscientes de que no harían rentables a esas empresas inviables. No sé si logré disimular mi estupor ante un hombre que representaba la esperanza en los medios políticos y periodísticos del mundo.
Mi entrevista personal con Gorbachov me produjo una inmensa tristeza. Me recibió en un despacho prácticamente desmantelado, sin decoración alguna, sobre la mesa ni un solo papel. Tuve la impresión clara de que, de todo el poder que había tenido en sus manos aquel líder que decidió abrir las compuertas para que las aguas de la libertad inundaran su país, sólo mantenía una mesa y un sillón. Pensé que el día que le retirasen la mesa el admirado estadista quedaría reducido a un recuerdo melancólico. Su papel, aún presidente de la Unión, se limitaba a firmar en la línea de puntos, en unos documentos que redactaban otros.
Y sentí una rebelión interior. La historia era profundamente injusta con un hombre que había roto con sus manos los eslabones de las cadenas que oprimían a un pueblo sojuzgado por el zarismo y el comunismo, y que no contaría siquiera con el respeto y la consideración de los beneficiarios de su política. El único consuelo ante tan manifiesta injusticia es pensar que el mundo es de los triunfadores, sí; la vida, de los perdedores.