LOS JUEGOS DE UNA CIUDAD

BARCELONA había logrado la organización de los Juegos Olímpicos gracias a las gestiones del alcalde Maragall, el Gobierno de Felipe González y la apuesta personal del presidente del COI, Juan Antonio Samaranch. Los responsables de los gobiernos municipales cuando son elegidas sus ciudades como sedes para los Juegos se comportan como niños a los que han entregado un juguete soñado: saltan, lloran, se abrazan unos a otros. ¿Hay razón para ello? A medias. Ya no es tan importante soportar durante quince días una marea humana que llena la ciudad para contemplar los acontecimientos deportivos, pero se ha establecido que la ciudad «premiada» con los Juegos exija de las autoridades nacionales un esfuerzo inversor que cambia gran parte de la estructura urbana. Es en este capítulo en el que se justifica la alegría de los regidores cuando los miembros del COI, en una decisión oscura y rodeada de sospechas, eligen una ciudad como sede olímpica. Como todos conocen, se han producido varios casos de compra de votos. No ocurrió en el caso de Barcelona, en el que todos atribuían a la influencia de Samaranch la elección de la Ciudad Condal como sede de los Juegos Olímpicos del 92.

En la ocasión de los Juegos de Barcelona, el Gobierno hizo un esfuerzo presupuestario que modificó algunos tramos urbanos abandonados desde siempre que incorporaron a la ciudad unos nuevos sectores, sobre todo en la línea de mar de la ciudad.

Había visitado en varias ocasiones las obras, por lo que pude comprobar la transformación estética y social de zonas deterioradas de la ciudad que se iban convirtiendo en unos enclaves modernos bien dotados. Como en otros acontecimientos, los Juegos representaron un pretexto perfecto para dar un salto de calidad en una hermosa ciudad, bien delineada y conservada pero necesitada de algunas obras de adecentamiento que permitieran el aprovechamiento ciudadano de terrenos baldíos y zonas empobrecidas por el paso del tiempo sin el cuidado necesario. Éste fue el primer éxito de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El segundo guarda relación con las actividades deportivas, el corazón de las Olimpiadas.

A mi entender dos amenazas podían dar al traste con el desarrollo de los Juegos, las dos importantes. En primer lugar, los indicios de que los terroristas de ETA quisieran aprovechar la atención del mundo entero que atraerían los Juegos para cometer un atentado que tuviera una proyección universal.

La otra inquietud, muy diferente, era que las fuerzas políticas nacionalistas intentasen monopolizar los actos deportivos como una expresión política propia. Los comienzos habían advertido del peligro. Cuando el alcalde Maragall acudió a Atenas a recibir el testigo de la organización olímpica pronunció un discurso en inglés, francés y catalán, sin que pronunciase una sola palabra en castellano. Mal presagio. Pero afortunadamente las dos amenazas se disolvieron ante el sentido de responsabilidad de los actores políticos y gubernamentales, y gracias al plan de seguridad desplegado durante los días en los que se desarrollaron los Juegos.

Aunque en 1992 yo ya no formaba parte del Gobierno, sí tuve bastantes ocasiones de hablar con Pasqual Maragall durante la preparación de los Juegos y tras su celebración. Mi relación con Pasqual ha sido siempre ambivalente. Su trato elegante, educado, afectuoso le convertía en un interlocutor muy grato. Siempre que he visitado Barcelona se interesaba en que tuviésemos una comida para hablar distendidamente de los problemas municipales, políticos y de organización partidaria.

En esas conversaciones jamás tuvimos un momento de tensión, aún menos de enfrentamiento molesto, pero siempre expresábamos nuestros puntos de vista, en ocasiones dispares, sobre todo cuando planteaba cuestiones identitarias y la pretensión de que tuviesen una correspondencia en la organización socialista. Su sentido del humor ayudaba a resolver los puntos de discusión y nunca nos separamos con malas sensaciones.

España, Barcelona, dio un ejemplo de organización al mundo, lo que junto al éxito de la Exposición de Sevilla hizo que se comenzara a hablar de nosotros en los foros internacionales como de los alemanes del sur, en cuanto a capacidad de organización y precisión.

Y, por fin, la recolección en lo deportivo. Los atletas españoles obtuvieron un éxito inesperado para muchos que se prolongó durante años logrando una generación que en lo deportivo colocaría a España en los niveles que nunca había ocupado antes. España ganó en los Juegos de Barcelona veintidós medallas, trece de oro, siete de plata y dos de bronce, sólo a cuatro medallas de las conseguidas en todos los Juegos Olímpicos anteriores.

En el final de los Juegos Olímpicos, Barcelona fue una fiesta. La música, los fuegos artificiales, la alegría de los atletas de 172 delegaciones participantes empujaron al presidente del COI a hacer una confesión que llenó de orgullo a todos: «Los mejores Juegos de la historia». Barcelona 92, como Sevilla 92, fue un gran éxito, pero tuvo consecuencias inmediatas no tan plausibles. Parece que la exaltación de 1992 dio paso a una depresión general, en la que la resaca de los fastos de aquel año pareciera que lo estropeara todo.

Una página difícil de arrancar
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