LA CONSPIRACIÓN

LA estrategia de acosar y prometer una tregua que siguieron los enemigos del Gobierno socialista tenía como vocero sediento de protagonismo al director del diario ABC, Luis María Anson. Ya en enero de 1995, el día 10, Anson, en el curso de un almuerzo con un dirigente socialista (Félix Pons, presidente del Congreso), le indicó haber mantenido recientemente una larga conversación con Aznar en la que le expuso su idea sobre la salida de la actual situación política española.

Partiendo de la necesidad de alcanzar un Pacto de Estado entre las dos principales fuerzas políticas, desarrolló sucintamente qué contenidos deberían incluirse en dicho acuerdo:

  • Reforma de la ley electoral para garantizar la existencia de mayorías estables en los ámbitos nacional, autonómico y municipal.
  • Reforma de la justicia para garantizar el respeto a los principios básicos del Estado de derecho como la presunción de inocencia, el secreto del sumario, etc.
  • Regulación pactada en el ámbito de los medios audiovisuales para propiciar una influencia equilibrada de los dos partidos en las televisiones privadas y también en la pública.
  • Acuerdo en relación con los asuntos de corrupción para limitarlos a dos o tres casos en los que se exijan responsabilidades. Elaboración de una nueva Ley de Financiación de los partidos políticos y poner fin a las comisiones parlamentarias de investigación.
  • También en el ámbito de la corrupción, compromiso para no llevar a cabo una actitud de seguidismo, con su correspondiente traslación parlamentaria, de las informaciones de la prensa.
  • Garantías del reconocimiento general de la labor histórica de Felipe González.
  • Pacto en torno a la fecha de las elecciones generales.

En lo que se refiere a los puntos señalados, Anson transmite que Aznar se muestra dispuesto a discutirlos, y que éste percibe que la mayor dificultad se encontrará en el acuerdo sobre la fecha de convocatoria de elecciones.

Aznar plantea que se celebren con anterioridad a la presidencia española de la Unión Europea, mientras que Anson entiende que la dirección de dicho período debe corresponder al actual presidente, de modo que las elecciones deberían convocarse para los primeros meses de 1996.

En relación con este planteamiento de Anson, Aznar no cree que, si la situación del país se recuperara y la presidencia de la Unión constituyese un éxito, el compromiso sobre la fecha de elecciones anticipadas se cumpliese.

En cualquier caso, Anson sugiere, contando según señala con el acuerdo de Aznar, que si existiera coincidencia en torno a la necesidad de acuerdo, segundos niveles de ambos partidos pudieran mantener reuniones exploratorias.

Del contenido del mensaje de Aznar que transmitió Anson puede extraerse la estrategia de la derecha: si nos da paso al Gobierno, no seremos inmisericordes con Felipe González, del que aun con todo desconfiamos por completo, no sea que haya una recuperación económica, resulte un brillante éxito la presidencia española de la UE, y el presidente incumpla los acuerdos que estamos proponiéndole.

Entre la desconfianza que les provocaba y la cuasi convicción de que electoralmente era un enemigo difícil de batir, los personajes y personajillos de la derecha fueron radicalizando sus posiciones alentados por un grupo de periodistas que eran conocidos como «el sindicato del crimen». Su conductor, Pedro J. Ramírez, estableció unas estrechas relaciones con José María Aznar y Francisco Álvarez-Cascos. Ellos fueron los que diseñaron una operación para deponer al presidente del Gobierno mediante cualquier procedimiento que fuese eficaz, sin conceder mayor importancia a la legalidad o licitud del proceso. Comenzaron a hacer unas reuniones preparatorias a las que acudían los periodistas Ramírez y Anson, el político Álvarez-Cascos como comisionado de Aznar, y el juez Baltasar Garzón. Su preocupación y objetivo era desbancar a Felipe González del poder. Habían probado con el anzuelo de garantizarle un tratamiento considerado lejos del acoso al que le tenían sometido. Durante aquellos escarceos de operación, conspiración o golpe de Estado constitucional, se hicieron algunas advertencias sobre el conciliábulo, pero fue tiempo después cuando llegó la confirmación por uno de los conmilitones, Luis María Anson, que en una entrevista a un semanario confesó que «había que terminar con Felipe González. Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado». Anson confirma que teníamos razón al denunciar la conspiración y los procedimientos contrarios a la democracia, pero «era la única forma de sacarlo de ahí», confesó.

El exdirector de ABC explica que «la cultura de la conspiración existió porque no había manera de vencer a Felipe González con otras armas».

Los conspiradores contra el Gobierno socialista recurrieron a una campaña sistemática de denuncia de irregularidades y corrupción, magnificando los casos reales e inventando otros con los que debilitaban a representantes políticos que no habían cometido irregularidad alguna. Tras crear una situación insostenible en la opinión pública sobre cualquier caso, real o inventado, los cofrades de la conchabanza pretendían que Felipe González abandonase la presidencia del Gobierno. Para ello diseñaron una campaña como si se tratara del cuartel general militar en una guerra. El origen estuvo en un grupo de dirigentes del Partido Popular que establecieron una estrategia para lo que necesitaban, según sus cálculos, la complicidad de jueces, fiscales y periodistas. Conocí los primeros intentos del putsch por puro azar. Mantuvieron una de las primeras reuniones en un hotel de lujo de Madrid. Un empleado del hotel, desconocido para mí, me informó del contenido de la reunión. Pudo oír, y confirmar con la lectura de un folio recompuesto tras recogerlo de la papelera, las diferentes tareas encargadas a cada uno:

  • Contacto con el juez Garzón
  • Con el juez Barbero
  • Con Luis María Anson
  • Con Pedro J. Ramírez

En la reunión, según se me informó, participaron Francisco Álvarez-Cascos, Luisa Fernanda Rudi, Federico Trillo y algunos otros que no supo identificar el informante.

Como confirmaría más tarde Anson, la operación consistía en lograr un estado de opinión tan contrario al Gobierno que permitiera presionar sobre los jueces: «Un sector de la prensa presionó al mundo judicial. Los medios reaccionaron atizando algunas situaciones. Ése fue el caso de los conflictos y el papel de la justicia. Al atizar el fuego con ese sector se favorecía la erosión de González… Así que se hizo. Fue una operación de acoso y derribo […]. Nos reuníamos, generalmente en mi despacho, el director de El Independiente, Pablo Sebastián; José Luis Gutiérrez, de Diario16; el director general de Antena 3, Manuel Martín Ferrand; el de informativos de Antena 3 Radio, Antonio Herrero; el de El Mundo, Pedro J. Ramírez…».

El intento de asalto al poder por un mecanismo contrario a la Constitución y a la democracia resulta evidente en la declaración de Anson: «Felipe González era un hombre de una potencia política de tal calibre que fue necesario llegar al límite y poner en riesgo el Estado, con tal de terminar con él».

Poner en riesgo el Estado… ¿Qué nombre se puede poner a la coordinación de prensa, política y jueces que «pone en riesgo el Estado»? ¿Es un intento de golpe constitucional, una asonada, una trama conspirativa? Sé bien que en España hablar de conspiración está condenado al escarnio, pero la conspiración existe, y lo que se produjo en los primeros años de la década de los noventa fue, sí, una conspiración en cuyo origen estuvo la actitud poco democrática, impaciente de poder, del equipo de quien había de ser presidente del Gobierno, José María Aznar, con la complicidad de algunos medios de prensa y figurones del poder judicial. Si viviese Malaparte incluiría en su libro una nueva técnica del golpe de Estado, la judicial-mediática. La nómina de los periodistas ya la dio Anson, todos sabíamos que en el ámbito político el protagonismo fue de Álvarez-Cascos. Luego entró Mario Conde y la operación informativa que montó con un espía que traicionó a su país. De él, Juan Alberto Perote, hizo Cascos grandes elogios, dijo que había hecho un gran servicio a España. ¿Cuál? ¿Ayudar al Partido Popular a llegar a la Moncloa?

Es cierto que el golpe de Estado no se llegó a concretar, no sé si por incompetencia o porque no les hizo falta.

En el año 95 se conjugaron todas las circunstancias adversas para el Gobierno y el Partido Socialista. Pese a que el mantenimiento de los acuerdos con Convergència i Unió proporcionaba una sólida estabilidad parlamentaria que debería haber generado una estabilidad política general, lo cierto era que el país vivía una sensación de inestabilidad e incertidumbre derivada de la acción protagonista (ciega o directamente antigubernamental y corporativa) del ámbito judicial (jueces-fiscales) a propósito de ciertos graves escándalos de corrupción —Roldán, M. Rubio, De la Concha, De la Rosa—, de la acusación de posible malversación de fondos reservados, del fenómeno de los GAL y otros más efímeros o con protagonistas menos señalados —como el caso del BOE— que se imputaban a los socialistas, que se imputaban al PSOE, aunque los casos más relevantes lo fueran del ámbito gubernamental.

Los casos de corrupción en los que se vieron involucrados otras fuerzas, que no eran pequeños —PP, CiU, PNV y otros—, fueron escamoteados y arrinconados, agrandando la percepción de corrupción generalizada, jaleada por los medios de comunicación, que curiosamente se nos imputaba en su totalidad.

A la sensación de inestabilidad política coadyuvaba la crisis interna del PSOE, que, aun pasados los momentos álgidos, los medios de comunicación y los ciudadanos interpretaban que no se había superado, a pesar de algunos pequeños gestos y de la prudencia de la que el sector guerrista arrinconado había hecho gala.

A todo ello había que añadir la pérdida de autoridad y de credibilidad de Felipe González y del partido en la ciudadanía, producto de la descoordinación del Gobierno y del partido; y entre ambos, la sensación de que CiU y los poderes económicos nos llevaban del ronzal, lo que a su vez producía un desarme ideológico del partido y una desmoralización en la militancia, que se percibía en la ciudadanía y que, a su vez, alimentaba la sensación de inestabilidad.

Orgánicamente era evidente que el PSOE, considerado hasta poco antes como ejemplo de funcionamiento y base del sistema político, no funcionaba coordinadamente y que, además de la división renovadora, se había producido un fraccionamiento generalizado y un vano de poder ejecutivo, producidos por el vaciamiento de poder de los órganos ejecutivos federales que efectuó Felipe González antes del congreso y de la asunción por su parte de todo el poder, lo que dio amplitud al fenómeno de los barones, que a su vez fue incurriendo en un nacionalismo localista de vía estrecha.

Por otro lado, se producía también una paradoja en el ámbito económico: mientras, en general, los datos macroeconómicos reflejaban una recuperación positiva de la actividad, la crisis monetaria internacional, por un lado, y las exigencias de mayor liberalismo cada vez más fuertes por parte de los inversores extranjeros y de los grupos financieros y empresariales nacionales ante la debilidad del Gobierno y la fuerza de CiU, por otro, producían incertidumbres. Los poderes fácticos económicos —que mal que bien mantenían, en general, aparentemente buenas relaciones con el Gobierno— parecían dispuestos a estrujarle en lo que creían su agonía y luego prescindir de él y cambiar de caballo. Esto incrementaba la percepción de inestabilidad descontando lo «bueno» y previniendo todavía tiempos mejores para sus intereses económicos con otros protagonistas políticos.

Los medios de comunicación, incluso los no declaradamente hostiles, por la competencia de las audiencias exageraban todo lo negativo y escandaloso (que es lo que creen que vende) y, por lo tanto, ayudaban a la percepción de inestabilidad. Además, se pudo observar cómo los no hostiles (fundamentalmente porque tenían espacios de intereses cruzados con el Gobierno y en ciertos casos, de audiencia) se iban solapadamente reposicionando, cuando no coqueteando claramente con el PP.

El ámbito sindical estaba debilitado, deprimido y sin capacidad momentánea de respuesta. Tras la dura apuesta de la última huelga general del 27 de enero de 1994, promovida por el sector duro de CC. OO. (Marcelino Camacho, Agustín Moreno) y seguida por UGT (Nicolás Redondo), los sindicatos, en la coyuntura económica del momento, se quedaron sin estrategia. A esto hay que añadir la larga crisis y agonía de UGT con la PSV, el difícil congreso de este sindicato y la posterior crisis que desembocó en un congreso extraordinario. Por otra parte, en CC. OO. también había conflictos serios, ya que Julio Anguita pretendía retomar el mando, aunque para ello tuviera que enfrentarse a Antonio Gutiérrez. En definitiva, un sector que para la izquierda y para el socialismo era de gran trascendencia carecía de confianza y dinamismo para mantener su parte de la batalla ideológico-política.

La ausencia de estrategia, el estar dominados absolutamente por los acontecimientos y la actualidad más elemental, había sido la táctica constante del Gobierno. A ello hay que añadir su falta de tono, una gestión cansina y resignada, su evidente descoordinación, la constante pérdida de protagonismo de los ministros y de todo el Gobierno, el descrédito patente del vicepresidente Serra, el continuado retroceso de la credibilidad y de la autoridad de Felipe González.

Si intentáramos radiografiar la percepción de aquel ambiente de inestabilidad e incertidumbre por parte del electorado y la militancia socialista, sería fácil constatar que ambos estaban perplejos e indefensos y por lo tanto desmoralizados y sin respuestas, a falta de línea, de discurso y de autoridad. Internamente, los cuadros —que mayoritariamente en el 93 apostaron por cobijarse a la sombra de Felipe González porque era, a su parecer, el amuleto electoral ganador, la garantía de su estatus— se encuentran con un horizonte sin perspectivas. Los que ven alguna posibilidad en su espacio intentan aprovecharla sin miramientos y los otros están paralizados. Los responsables más cualificados son conscientes de lo que probablemente se avecina, pero lo asumen como una estrategia de la que es imposible eludir su fatal resultado. Si esa actitud prosperase y se consolidara estaríamos al borde del suicidio de una organización más que centenaria.

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