¿DECLIVE O CRISIS DEL SOCIALISMO?
LAS elecciones para el Parlamento Europeo de 1994 dieron unos resultados que anunciaban un cambio profundo de tendencia. El Partido Popular obtuvo un triunfo notable superando en nueve puntos al PSOE. No era éste el dato más relevante. Sí lo era el hecho de la rotunda separación de resultados en la España no urbana (favorable a los socialistas) y las capitales y ciudades más pobladas (en las de más de cien mil habitantes el PSOE alcanza un 26 por ciento de votos y el PP un 44 por ciento). No he aceptado nunca la exótica fórmula de que existe «voto de calidad», es decir, que el voto de la cocinera no tiene el mismo valor que el del señor para quien trabaja la cocinera (no es sólo una figura retórica, este ejemplo lo oí a un preboste de la derecha española). Todos los votos son de idéntica calidad, pero no se puede obviar que el impacto en la sociedad (en gran parte a través de los medios de comunicación) sí es diferenciable. El votante de un apartado pueblecito de Andalucía tiene menos posibilidad de influir en la creación de un estado general de opinión pública que el que habita en la capital de España y se relaciona en ella. Hago toda esta argumentación para explicar cómo la clara discriminación entre los votos urbanos y no urbanos permitía prefigurar un cambio de preferencias electorales en las confrontaciones de futuro.
El Partido Socialista encajó los resultados con una sensación de impotencia que no hacía presagiar la reacción necesaria. Celebró un Comité Federal en el mes de julio, en el que abundaron las críticas al funcionamiento del Gobierno y a la débil explicación de sus políticas, pero no se aportaron grandes ideas de cambio.
En el debate sobrevoló un temor anticipado: ¿qué ocurrirá en las elecciones que serán convocadas el próximo año, las autonómicas y municipales, en las que está en juego el poder en el territorio? La pérdida de las europeas y el triunfo insuficiente en las elecciones andaluzas (ganadas por el PSOE con mayoría simple y a sólo cuatro puntos del PP) colocaba a los dirigentes regionales y provinciales ante una incertidumbre inquietante. En la actividad política es bastante frecuente que, cuando se vislumbra el borde del abismo, el miedo a caer en él lleva a sus protagonistas no a idear una nueva estrategia, unas propuestas innovadoras que impulsen un proyecto renovado, sino a observar con detenimiento el pasado reciente que los ha llevado a una situación difícil. Ese análisis, lógicamente crítico, va deslizándose hacia una suerte de exigencia de responsabilidades de los unos y los otros, lo que desemboca en un escenario de reproches mutuos y, lo que es más grave, en el olvido de armar una política que resuelva la situación creada.
El presidente del Comité Federal, José Martínez Cobo, un militante forjado desde niño en el exilio pero con ideas siempre limpias, despegado del banderín de grupo, inició el debate con una pregunta desasosegante que tuvo en espinas a todos: ¿el partido se merece la confianza del 30 por ciento del electorado?
La mayoría de los análisis insistían en los efectos perniciosos de la imagen de división interna que ofrecía el partido, en el desapego del electorado propio producido por los casos de corrupción (Roldán, Rubio, Filesa fueron citas frecuentes), la falta de explicación de las políticas del Gobierno y su lenguaje tecnocrático, la influencia del desencuentro con los sindicatos, la necesidad de algunas políticas activas que nos reconciliaran con algunos sectores sociales, y la conveniencia de incrementar los esfuerzos en sanidad y educación, y menos en «cemento y ladrillo». Fueron las primeras sugerencias que avisaban de lo que vendría quince años después.
Las preguntas que me parecían centrales en el análisis eran: ¿asistimos a movimientos electorales o a cambios sociales profundos? ¿Estamos ante el agotamiento de la propuesta del PSOE de 1982? ¿Qué es hoy, en 1994, el PSOE para la sociedad española? La crisis que vive la socialdemocracia europea afecta profundamente al socialismo español, en el que conviven dos «almas» que chocan en su estrategia; para unos es preciso atender a los segmentos de la clase media para lograr la mayoría; para otros, sólo atendiendo a las aspiraciones de la clase trabajadora, electorado histórico y natural del PSOE, se puede consolidar un triunfo. En un resumen muy simplificado, unos pedían un giro a la izquierda y otros un giro a la derecha. Lo que necesitaba el socialismo era un giro a la realidad. Un partido con vocación mayoritaria no puede encerrar sus propuestas en las posiciones «vanguardistas» de un sector tecnocrático que se siente el único con capacidad para ofrecer soluciones a la sociedad, ni en un sector purista que se crea la punta de lanza que comprende e interpreta a la sociedad de manera exclusiva. Un partido que quiere alcanzar el poder para transformar la realidad ha de escuchar a la sociedad, atender a sus ilusiones, a su pensamiento… No se puede sustituir la voluntad general por muy seguro que se esté en las propias convicciones.
Dos intervenciones movieron una tormenta silenciosa y turbadora, no tanto por la agudeza de sus observaciones sino porque venían a reflejar en los oradores el desconcierto general.
Jordi Solé Tura descargó la tempestad al decir crudamente que «en el partido se ejercía el poder desde el ejercicio del poder, es decir, del Gobierno». Era en verdad, conscientemente o no, una respuesta a la diatriba lanzada desde el congreso del partido por Felipe González: «No se gobierna desde Ferraz, se gobierna desde Moncloa». Solé señalaba que la conducción del partido se ejercía desde el Gobierno. Añadió que una nueva sociedad emergía (en gran parte alumbrada por el PSOE, sostenía) que no encontraba referencias políticas, no los convencía el PP, consideraban a IU depositaria del voto del cabreo y el PSOE los había decepcionado. Terminó con una frase imprecisa pero de alto voltaje político: vamos hacia otra forma de gobernar, que ha de venir desde abajo. Felipe González cerró el debate con un discurso que expresaba desenvueltamente el desasosiego que se sentía en la sala. «Hemos logrado muchos de los sueños que teníamos en 1982 y sin embargo…» Dejó correr unos segundos como para que cada uno constatara su propia sorpresa. «Dedicamos el 25 por ciento del PIB a gasto social, una cifra mayor que la de ningún país europeo cuando tenían nuestra renta relativa, y sin embargo…»
Quedaba en el espacio una pregunta no formulada: «¿Cómo nos puede suceder esto?». Es una actitud que se repite en los gobernantes, interpretar los cambios en la preferencia de los electores como un signo de ingratitud. Siempre tuve presente el caso de Winston Churchill, el hombre que detuvo a Hitler, el que supo decir basta a las apetencias de dominación del Führer nazi, el que supo decir la verdad a su pueblo («sangre, sudor y lágrimas»), dirigió el combate, ganó la guerra y de inmediato, con todo el aprecio de su pueblo, perdió las elecciones.
Y es que la acción de los gobernantes no es prudente hacerla con la idea de que conquistará el corazón de los electores. Son dos actos de voluntad diferentes, el aprecio por la actuación del líder y la preferencia al depositar el voto. En la actualidad y debido a la importancia que ha escalado la proyección en prensa, radio, televisión y redes sociales de cualquier declaración, manifestación, acto administrativo o político, los representantes políticos, los que ostentan el poder y los que luchan por conquistarlo, e incluso los de pequeños grupos que no consideran realista un triunfo electoral que los lance a gobernar el país, tienen como objetivo prioritario el efecto que puedan provocar sus posicionamientos en la movilidad electoral. Así se ha perdido la sinceridad y la espontaneidad en las reacciones ante los hechos cuotidianos. Antes de hablar o actuar se hace un cálculo de las consecuencias electorales que pudiera generar, optando siempre por una apuesta que no perjudique a la simpatía de aquellos a los que afecta la actividad concreta. El resultado es que todos hablan, opinan y actúan en función de lo que los demás quieren oír. Las organizaciones políticas hacen dejación de respetar unos principios que identifiquen una filosofía política elaborada a tenor de unas creencias. Las ideas propias de los partidos han dado paso a una suerte de oportunismo continuo, defienden lo que interesa en cada momento concreto, sin que los detengan los escrúpulos de estar defendiendo posiciones contradictorias a otras mantenidas con anterioridad.
Algunas de esas reflexiones deberían estar en el umbral de una asamblea que busca hallar la clave que sirva para superar un revés en los apoyos populares.
En la ocasión concreta de 1994, el Gobierno necesitaba no sólo dar un impulso a su actuación. Debía también neutralizar una peligrosa estrategia de la oposición que intentaba forzar un final precipitado de la legislatura, con la consecuente convocatoria anticipada de las elecciones. La oposición conservadora había centrado su ofensiva en dos grandes líneas críticas que tenían un evidente «calado» entre los ciudadanos. De un lado, distorsionando el sentido de los acuerdos para la acción del Gobierno con el partido nacionalista catalán. De otro, dirigiéndose a la indignación ciudadana contra el terrorismo, para desacreditar la política del Gobierno de persecución de la violencia terrorista, sin tomar en cuenta que su actitud podría poner en riesgo algunos de los elementos estratégicos centrales de la lucha antiterrorista.
En ambas áreas, la infundada dependencia del nacionalismo y el descrédito de la lucha antiterrorista del Gobierno, centraba el partido conservador sus ataques, sin importarle la imagen de aislamiento político que pudiera implicar, a sabiendas de que algún rédito electoral le produciría conectar con las corrientes de pensamiento más primitivas del electorado e impulsarlas.
La celebración de nuevas elecciones, autonómicas y municipales, se consideraba que ponían en juego la continuidad de la legislatura. Un nuevo fracaso socialista en esos comicios sumiría al partido y al Gobierno en una situación de extrema debilidad (con un riesgo añadido de pérdida de los apoyos parlamentarios) que prácticamente exigiría el anticipo de las elecciones a Cortes Generales, pues prolongar la legislatura equivaldría a profundizar en la debilidad.
Se entendía, por lo tanto, la necesidad de un reforzamiento de la identificación progresista de la acción del Gobierno, de la confrontación nítida con el PP (tanto en el ámbito de la diferenciación de propuestas como en el de poner de manifiesto su oportunismo e incoherencia), la suscripción de acuerdos con los sindicatos, la adopción de medidas dirigidas a importantes sectores sociales (servicio militar, vivienda, reforma fiscal), el diseño de una nueva estrategia comunicativa que permitiera trasladar con eficacia a los ciudadanos el sentido de una mayoría política capaz de gobernar con seriedad y acierto, y una clara y manifiesta unidad en la acción política socialista, superando o al menos posponiendo un marcado ensimismamiento en las luchas internas.
Todos fueron propósitos, unos ni siquiera se intentaron, otros no debieron hacerse con la suficiente eficacia porque la más pesimista previsión se cumplió cuando se celebraron las elecciones. El partido fracasó donde más le importa a un partido cuyas fuerzas no están ni en el apoyo del empresariado ni en la debida ecuanimidad de los medios de comunicación: en el poder territorial, donde un partido de clase hunde sus raíces para sobrevivir en la selva del sectarismo de algunas instituciones de la sociedad.
La respuesta de los ciudadanos anunciaba la decadencia de los apoyos al socialismo. ¿Qué podía deberse a un abandono voluntario de la coherencia en la práctica política del partido y qué a un desplazamiento del electorado hacia posiciones más conservadoras? Es probable que las dos causas hubiesen participado en el debilitamiento de las preferencias populares en el acto del voto, pero una organización que posea la capacidad de análisis autocrítico y de evolucionar con los tiempos no puede hacerlo mediante el sacrificio de los principios que dan sentido a su existencia, so pena de morir.