UNA EXPOSICIÓN UNIVERSAL

PARA un niño de los años cuarenta, en Sevilla, la expresión Exposición Universal se identificaba con 1929, cuando una gran Exposición propició el levantamiento de un gran número de edificios singulares que representan una parte notable del patrimonio arquitectónico de la ciudad. No podría haber soñado aquel niño de posguerra que fui que pasado el tiempo habría de tener en sus manos la realización de una nueva Exposición Universal para mi ciudad.

En los primeros años de la democracia, el Bureau de Exposiciones concedió una Exposición para 1992 compartida entre Sevilla y Chicago. Justo con la llegada de los socialistas al Gobierno, la ciudad de Chicago anunció su retirada por problemas presupuestarios. Caía sobre nosotros la responsabilidad de arrostrar en solitario la magna tarea de atraer la atención del mundo hacia una Exposición Universal sobre la que no había grandes experiencias internas. Dimos un paso transcendental aceptando la celebración de la Expo 92 en Sevilla, que sabíamos que coincidiría con los Juegos Olímpicos de Barcelona y con la capitalidad europea de Madrid. Una ocasión magnífica para mostrar al mundo con los tres acontecimientos la pujanza, la técnica y el arte de la nueva España democrática. La tarea no fue fácil, la derecha más rancia de la sociedad sevillana ponía en la picota todas las decisiones del Gobierno sobre la Exposición durante su preparación, llegando a proponer la renuncia a celebrarla. Al final los esfuerzos pudieron con los obstáculos y la Exposición se inauguró en abril con un éxito espectacular.

El Gobierno tuvo una gran deferencia conmigo invitándome a aquella inauguración y en lugar preferente, una forma quizás de reconocer los muchos trabajos que durante años había dedicado yo a la preparación del acontecimiento.

Junto a mí, en la ceremonia, se sentaba José María Aznar, ya dirigente de la derecha. Circunspecto, severo, imperturbable, tieso, taciturno, adusto durante todo el acto, sólo intercambió estas palabras conmigo: «Tú y yo un día tendríamos que hablar». Le contesté expresando mi conformidad y aclarando que nunca tuve problema alguno para hablar con nadie. En todas las otras ocasiones en las que coincidí después con José María Aznar siempre limitaba su conversación a «Tú y yo un día tendríamos que hablar». Tal vez sea su amuleto para ahuyentar a los malos espíritus cuando las circunstancias le colocan junto a alguien con quien nunca querría hablar.

La Expo fue un éxito extraordinario. Los millones de visitantes que acudieron a la isla de la Cartuja en los seis meses que permaneció abierta la muestra salían del recinto encantados de la visita. Y la Expo feliz de los visitantes, pues el sentido de la responsabilidad dominó en tal grado que no era fácil encontrar las huellas habituales de una tan alta concentración humana, ni un solo papel o resto de basura se podía encontrar en sus calles. Pero llegar a aquello costó grandes esfuerzos. El primero, vencer la desconfianza de las élites políticas, económicas y periodísticas sobre la capacidad que tenían los andaluces para unos y los socialistas para otros de levantar una ciudad tecnológicamente avanzada en tan escaso tiempo. No creyeron en la capacidad de los socialistas para construir una gran Exposición ni los dirigentes políticos del PP, ni la derecha social, tradicional, reaccionaria de las grandes familias sevillanas, ni el medio periodístico que las representaba, el ABC de Sevilla. Lo apostaron todo por el comisario Olivencia, a quien atribuían todo el mérito, negándoselo al Gobierno. Si hubiésemos mantenido las ideas de la sociedad sevillana conservadora nunca se hubiese inaugurado la Exposición. Por eso hubo que hacer cambios en la cúpula de la Expo 92, que fueron muy criticados por la derecha sevillana. Cercana ya la inauguración, a causa de las obras, un pabellón se incendió, lo que motivó cuantiosos chistes y bromas sobre la incapacidad de Andalucía para tan importantes obras. Dos años después se incendió, también por obras de reparación, el Liceo de Barcelona, adonde acudieron, prestos a aportar sumas elevadas y hasta a derramar alguna lágrima, los que poco antes habían hecho chanzas del mismo fuego destructor en la Expo.

En el día de la inauguración acudieron a la Expo doscientas mil personas en el plazo de veinte horas. Los titulares de los periódicos resaltaban los atascos que se produjeron en los accesos, así como el número de asientos vacíos del primer viaje del tren AVE. Se estableció una suerte de pugilato para desdeñar la importante obra lograda por la Administración socialista. Pero no pudieron doblegar la voluntad de los millones de visitantes que llenaban día y noche las instalaciones de la Exposición Universal. La derechona sevillana no pudo soportar el éxito. Como prueba baste recordar el acoso permanente contra un hombre que había sido clave de bóveda para la realización de aquella gran obra, Jacinto Pellón, un ingeniero eficaz y voluntarioso, con tosco estilo de expresión, que se convirtió en la diana del enfado de la derecha socialmente insoportable de la Sevilla ultratradicional. En los numerosos actos culturales que acompañaban a las actividades de la muestra, Jacinto había de entrar en la sala sólo cuando se apagaran las luces, para evitar los abucheos e improperios de una parte del público, representativos de la derecha sevillana. ¡Qué manera tan injusta de responder al trabajo de quien había hecho posible aquel éxito!

Tuve ocasión de visitar repetidamente las instalaciones de la Expo, recibiendo el afecto y continuas muestras de aprobación de muchos miles de españoles que circulaban entusiasmados de pabellón en pabellón. La pasión de mis hijos por la Expo me convirtió en un asiduo, lo que me dio oportunidad de observar los posibles problemas. Digno de resaltar sólo uno: los conflictos de protocolo. Y es que en España la enseña de Very Important Person tiene demasiados solicitantes, pululaban los personajillos que pretendían privilegios en el trato aparente. Será el legado de los siglos XVI y XVII, en los que muchos hidalgos holgaban a la hora de la comida pero no les faltaba una golilla bien planchada.

Personalmente, desde el inicio de la preparación de la Expo tuve bien claro que lo importante de toda Exposición Universal es el pretexto en el que se convierte para la mejora de las comunicaciones, para la apertura de nuevas vías, para la restauración de obras y servicios… Medida con este parámetro, la Expo de Sevilla fue un éxito clamoroso: nuevo aeropuerto, nueva estación de ferrocarril, tren de alta velocidad, carretera de circunvalación de la ciudad, eliminación del muro y las vías de trenes que impedían a los sevillanos disfrutar de su gran río, instalaciones modernas que utilizar desde el momento del cierre de la Exposición… suman un conjunto de mejoras de la ciudad que justifican los esfuerzos humanos y económicos desplegados para el gran éxito de la Exposición Universal de Sevilla.

Las dificultades que las insuficiencias de las infraestructuras suponían para el progreso de la nación fueron una preocupación del Gobierno socialista desde su toma de posesión. Pero los graves problemas a los que hubo que acudir (inflación, paro, tensiones territoriales, terrorismo, expansión internacional) no permitieron un gran despliegue hasta 1986. Llegado el momento de preparar los dos grandes acontecimientos de 1992, Exposición Universal de Sevilla y Juegos Olímpicos de Barcelona, creímos que era la excusa perfecta para hacer un gran esfuerzo de infraestructura. De manera singular, la estructura ferroviaria. Renfe era una compañía que se había ganado un desprestigio general por sus pobres instalaciones, sus viejos vehículos y su pertinaz impuntualidad.

Un elemento que sirviera para movilizar hacia la modernización a la red ferroviaria podía ser un tren de alta velocidad. El equipo del ministro José Barrionuevo comenzó a explorar la colaboración internacional para la construcción de un primer tramo que sirviera para agitar a toda la red. Nuestra idea era comenzar por el trazado Madrid-Sevilla, para beneficiarnos del impacto que habría de producir en la gran cantidad de mandatarios y líderes empresariales de todos los países representados en la Expo. No fue fácil. Aparecieron las críticas a esta decisión, incluso en el interior del Gobierno, especialmente del ministro Narcís Serra. El argumento de los que se oponían al trazado Madrid-Sevilla se fundamentaba en el supuesto error que suponía construir un tren de alta velocidad «hacia África (sic)» en lugar de hacerlo hacia nuestro sentido natural, hacia Europa.

Las discusiones privadas no cesaron durante bastante tiempo. El argumento que pesó con carácter definitivo fue que, si construíamos un AVE hacia el norte, nada garantizaba que posteriormente se construyera uno hacia el sur; sin embargo, haciéndolo hacia Andalucía era bien seguro que se haría hacia Cataluña.

Una página difícil de arrancar
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