UNA FISURA
EL responsable económico del Partido Socialista, Guillermo Galeote, expresó su deseo de dimitir, pero la dirección no lo consideró, dado que se estaba realizando una investigación interna y que el Tribunal de Cuentas examinaba las del PSOE. Sin embargo, miembros del Gobierno presionaron a Felipe González para que procediera al cese de Galeote; destacó la exigencia de Carlos Solchaga y el equipo económico. Galeote optó por separarse temporalmente de sus responsabilidades hasta que concluyese la investigación del Tribunal de Cuentas. Los que habían azuzado al presidente del Gobierno filtraron que no había sido una separación voluntaria, sino impuesta por Felipe González. Se creó una situación incómoda en la dirección del Partido Socialista que se agravó fuertemente por unas declaraciones ante un corro de periodistas en Sevilla tras una recepción ofrecida por el Rey para celebrar su onomástica. En una conversación informal con los periodistas, Felipe González reconoció que la última reunión de la Comisión Ejecutiva —en la que se produjo el apartamiento temporal de Galeote y la dimisión de Carlos Navarro, responsable económico del Grupo Parlamentario— había supuesto «un punto de inflexión en el partido que abriría una nueva etapa dedicada a despejar incertidumbres». Añadió una frase que provocó desconcierto en el partido: «El PSOE debe quebrar su natural tendencia a cerrarse, lo que provocará que muchos dirigentes caigan en el camino», y anunció «un período de renovación».
Empezó a gestarse así una fisura que dividía de manera artificial a los que estaban involucrados en las irregularidades (lean corrupción) y los garantes de la limpieza, que, cosa curiosa, coincidían con los social-liberales opuestos a la dirección del partido. La teoría que fueron expandiendo con el apoyo de los medios colocaba al «aparato» del partido como la imagen turbia del socialismo y a los miembros del Gobierno cercanos al liberalismo como los defensores de una nueva forma de hacer política; aquéllos cerrados en su «aparato», éstos abiertos a la sociedad, aquéllos involucrados en operaciones económicas sucias, éstos limpios, sin mancha que pudiera obstaculizar su imparable ascenso hacia el timón del socialismo «decente». Hasta que la evidencia de los hechos les derribó el falaz castillo de naipes que habían levantado para desplazar al socialismo hacia posiciones más tibias ideológica y políticamente. La primera perla de la limpieza vino de la mano de los amigos economistas. Años atrás el Gobierno había concedido —a pesar de mi oposición y mi señalamiento del grupo de especuladores a quienes se entregaba— una ficha bancaria a Ibercorp, entidad pilotada por Manuel de la Concha y Jaime Soto, que formaban parte del clan de amigos de Mariano Rubio, gobernador del Banco de España, Miguel Boyer, ministro de Economía cuando se otorgó la autorización, y Carlos Solchaga, ministro de Industria entonces, y de Economía cuando estalló el escándalo de las irregularidades del grupo financiero y se descubrió que estaba complicado el propio gobernador del Banco de España. Los Grupos Parlamentarios pidieron la dimisión del gobernador y la creación de una comisión de investigación. El Gobierno se opuso. Solchaga acudió a la reunión de la Comisión Ejecutiva a explicar el asunto y manifestó solemnemente que «pondría la mano en el fuego» por Mariano Rubio. El presidente, después de lo manifestado por el ministro, aseveró lo dicho con palabras parecidas. El Banco de España acabó por intervenir Ibercorp después de múltiples intentos de que algún banco lo comprase, y Mariano Rubio terminó dimitiendo del cargo. La investigación mostró que la inspección del Banco de España conocía con anterioridad las irregularidades del grupo. Fue el primer indicio claro de que las operaciones económicas turbias no estaban en el «aparato», sino que más bien vivían de los conmilitones de sus acusadores.
Un asunto lateral que había de producir mucho ruido fue la intervención por el Banco de España del Banco Español de Crédito, cuyo presidente era Mario Conde. No se trata de que no hubiera razones para la intervención, pero tal parece que la iniciativa tuvo su motivación en la negativa de Conde a hacerse cargo de Ibercorp. Acudieron a Conde el clan de los amigos, Mariano Rubio y Carlos Solchaga, antes de que estallase el escándalo con objeto de taparlo. Él no aceptó, y se vengaron con la intervención. Claro que encontraron razones, irregularidades —semejantes a las de Ibercorp— para hacerlo, pero la elección tuvo su origen en la operación de los puros en Ibercorp.
Al mismo tiempo el Ministerio de Economía hizo una operación bancaria que me pareció muy conveniente. A propuesta de Solchaga, el Gobierno acordó la creación de la mayor entidad financiera del país al aprobar constituir la Corporación Bancaria de España, agrupación de seis bancos públicos: Banco Exterior, Caja Postal, Banco de Crédito Industrial, Banco de Crédito Agrícola, Banco de Crédito Local y Banco Hipotecario. En la presentación de la corporación, el ministro Solchaga anunció que ésta actuaría «en el mercado financiero de manera beligerante», lo que obligaría a los demás bancos «a competir, a abaratar sus créditos y a pagar los pasivos normalmente». Un objetivo tan próximo a una política socialdemócrata que me causó sorpresa. También invitó a la banca privada a que iniciara un proceso de fusión a la búsqueda de bancos de tamaño europeo, los únicos viables. Esta sugerencia, hecha en mayo de 1991, y a la vista de lo que sucede cuando esto escribo, fue una suerte de premonición inteligente.
La nueva Corporación Bancaria se podría haber convertido en un instrumento de transformación potentísimo, dado que la nueva banca pública era la mayor entidad financiera española con unos activos de 9,2 billones de pesetas, cuyas inversiones crediticias ascendían a 6,3 billones, los recursos propios a 500.000 millones y los beneficios brutos 104.000 millones. Una entidad con una red de 1.300 oficinas y una plantilla de 19.700 personas. Sueños vanos, la creación de este gigante se concibió… para su privatización. Estas operaciones de estafa ideológica son las que minan la confianza en las ideas del socialismo, son las que hacen pensar a muchos que las diferencias entre la izquierda y la derecha se han borrado y que todas las políticas sirven al mismo señor: al beneficio de los poseedores de la riqueza.
La grieta que ellos mismos habían abierto empezaba a ensancharse, pero ahora se volvía contra sus creadores.