LEALES Y TRAIDORES

CON una expectativa tan pesimista, algunos intentaron buscar la culpa de lo que les sucedía en los demás, con objeto de encontrar una expiación de sus propias responsabilidades. No tenían nada más próximo que la disidencia, así comenzó la seducción que los «renovadores» intentaban acerca de las personas que habían sido leales a la posición de los que llamaban «guerristas», alérgicos a la invasión liberal que amenazaba con anegar al socialismo. Dirigentes y militantes que habían colaborado muy estrechamente conmigo fueron engatusados para que mostrasen públicamente una progresiva lejanía de mis posiciones. Así Manuel Chaves, Luis Yáñez, Miguel Ángel Pino y otros expusieron la conveniencia de que yo diese un paso atrás, «el último servicio al partido». Cuando eran invitados a desarrollar esa reciente oposición al «guerrismo», o directamente a mi persona, se deshacían en elogios y reconocimientos para no ser considerados desleales o traidores. Pero yo había aprendido en las obras de los clásicos que existe un intervalo de la traición en el que ésta aún no es pública y notoria, pero en el que aparecen algunos indicios que apuntan al traidor. Es entonces cuando el traidor se cree en la obligación de poner énfasis en la lealtad. Tal énfasis le delata. Es, pues, el énfasis en la lealtad lo que delata al traidor. Estos corrimientos políticos de viejos amigos y colaboradores leales los viví con un distanciamiento frío, como si estuviese contemplando una representación escénica de una obra de Sófocles o Shakespeare. Intentaba evitarme el sufrimiento en el terreno de las relaciones de amistad.

Es preciso aclarar que los términos lealtad y traición son utilizados aquí como elementos antitéticos, pues en la vida política española han llegado a ser considerados casi como sinónimos. «Ése es un leal», se dice calificándolo como un esclavo ciego que sigue al otro como si fuera un sicario.

Reivindico aquí el término lealtad como la exactitud en el cumplimiento de los compromisos, como correspondencia en los afectos, como ser fidedigno, veraz y cumplidor. No debemos aceptar la degradación del significado original de las palabras.

Fue así como el sector más liberal del PSOE decidió desposeerme de autoridad en el partido; necesitaban saciar su ansia de control de la organización y tropezaban con mi oposición y mi predicamento en gran parte de la militancia de la organización. Habían intentado el ataque frontal con la colusión de Chamartín, en la que los prebostes del partido en Madrid enseñaron sus armas y sus intenciones, pero aquello no logró hacer mella en el conjunto de la organización en España. Así que diseñaron una política de desgaste de mi autoridad en todos los lugares y ámbitos posibles.

El primer eviterno fue Narcís Serra, que en una cena con la dirección del partido en Galicia —Antolín Sánchez Presedo no podrá desmentirme— desplegó la artillería pesada contra el vicesecretario general del partido, es decir, contra mí. Pero fue en Andalucía donde extremaron la exhibición de persuasión y poder, de promesa y coacción. Hay que añadir la lenta, progresiva, taimada marginación de los actos políticos públicos que pudieran suponer prestigio, influencia o ascendiente.

Baste un ejemplo para entender cómo operaban desde la dirección de la que yo era el segundo. En las reuniones de los líderes de los partidos socialistas europeos se fue abriendo camino la idea de crear un Partido Socialista Europeo. Había yo participado en el proyecto, hablado mucho de él en las reuniones y escrito con frecuencia en revistas y libros. El plan fue forjándose hasta convocar un congreso constituyente del Partido Socialista Europeo, que en orden a nuestra participación en el proyecto se celebraría en Barcelona. Contaba yo con acudir al congreso cuando pocos días antes tuve conocimiento de la delegación que representaría al PSOE. No figuraba el vicesecretario general en una delegación de ¡32 miembros! Resultó algo chusco, pues varios de los oradores de otros partidos socialistas europeos citaban en su alocución el papel de Alfonso Guerra (¡que no estaba presente!) en la concepción de la idea. Ítem más, un día recibí una carta del secretario internacional del PSOE, Raimon Obiols, con una adjunta del presidente del Partido Socialista Europeo, que expresaba su felicitación al PSOE por su contribución a la estructura y concepción del nuevo partido europeo, exponiendo que la documentación enviada por el PSOE había sido el elemento principal utilizado por el PSE. Obiols, en su carta, me aclaraba el asunto. El PSE había solicitado a todos los partidos socialistas de Europa una contribución para proceder a establecer una estructura y proyecto propios. Al parecer de sus dirigentes, los documentos enviados por el PSOE habían sido los más útiles para sus planes. Obiols me confesaba que el PSOE había enviado un trabajo que yo había publicado, pero sin que yo tuviese conocimiento del envío.

Poco después, en una reunión del Consejo de la Internacional Socialista en Madrid, cundió el rumor de que el presidente del Partido Socialista Europeo, Guy Spitaels, sería sustituido por mí en la inmediata elección que se produciría. El presidente me pidió una entrevista. Con cara compungida me anunció que si yo me presentaba a la elección él no sería candidato, pues aceptaba mi preeminencia en la formación del partido europeo. Le tranquilicé, le aseguré que no tenía intención alguna de sustituirle. Fue confirmado en el puesto.

Y a todo esto, mi partido no me había creído merecedor de figurar en una delegación de 32 personas en el congreso constituyente. Es parte de la demencia que se apodera de las colectividades humanas en su pretensión de autoafirmarse mediante un proceso de introspección permanente en el que la desconfianza interna suplanta a la natural condición de cooperación de todo agrupamiento social. Cuánto más perturba que la insolidaridad se apodere de una organización creada sobre el pilar de la fraternidad.

Una página difícil de arrancar
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