UNA CARTA INQUIETANTE

LA amistad auténtica atraviesa el tiempo independientemente de la frecuencia de los contactos. Casi cuarenta años de amistad con Régis Debray han ido haciendo crecer mi afecto y consideración de un amigo que es además uno de los más brillantes intelectuales contemporáneos. Lejos de cualquier pose, Debray regala a sus amigos un estilo humano y comprensivo, pero nunca renuncia a la verdad de lo que piensa. Es elegante pero duro cuando expresa sus opiniones algo escépticas sobre el mundo y lo que hacemos en él, pero siempre alimenta la lucidez de los que le escuchan. Mi afecto por él, que tiene continuidad en el que siento por su hija Laurence, no se ha empañado ante su claridad de ideas en sus fríos análisis, pues su calidez humana se engarza con su prodigiosa inteligencia.

Con ocasión de un seminario que desde la Fundación Sistema veníamos organizando cada año, invitamos, para el de 1991, a Régis a participar con una ponencia. Me remitió una carta respuesta a la invitación que fue turbadora para mí. Ponía en crisis el sentido de lo que hacíamos aunque se refería a Francia. Pero no pude sustraerme al peso de sus angustias. Me hizo reflexionar durante mucho tiempo y no pasa un largo trecho sin que me asalte alguna de sus ideas.

Tras agradecer la invitación, Régis Debray aborda el problema que subyace en el fondo de todo planteamiento teórico y su contrastación con la práctica política:

Admiro sinceramente el esfuerzo que tus amigos y tú mismo hacéis para mantener una cierta coherencia intelectual, rigor y ambición en medio del caos. Es más que meritorio, es heroico. Pero este tipo de encuentros, tú lo sabes, plantea una cuestión de fondo. ¿Tenemos derecho, puesto que se trata de política, de hablar para no hacer nada? (No digo para no decir nada, porque se dicen cosas inteligentes en esos coloquios.) Pero ¿seguidos de qué efectos en las decisiones? ¿Qué relación hay entre las elaboraciones doctrinales de las formaciones de izquierda y la conducta efectiva de los gobiernos en los que participan? No sé lo que ocurre en España, pero en cuanto a Francia, yo conozco la respuesta: ninguna relación, si no es la de acompañamiento retórico, álibi moral. ¿Tenemos derecho […] a engañar a lo que queda de opinión consciente o comprometida construyendo un decorado ideológico en trompe l’oeil tras el cual se puede desarrollar impunemente, fuera de toda legitimidad, el oportunismo electoral más cínico, el alineamiento incondicional a «todo es mercancía» y la subordinación de la política exterior al imperio americano (en lo del Golfo y en todo lo demás)? ¿Y si decretáramos una huelga de coloquios, revistas, discursos… para denunciar la malversación de los coloquios, las revistas y los discursos que hacen aquellos de los que nos reclamamos? No somos charlatanes, querido Alfonso, ni comediantes. Somos, en fin, sobre todo tú, gente seria que queremos, que hemos querido influir en el curso de las cosas en Europa. Pero los que dirigen el curso de las cosas, o se dejan dirigir por él, se burlan de nosotros, o de nuestros sueños, de nuestras jornadas de reflexión o de delirio. Los que toman las decisiones gestionan la opinión pública día a día, navegan de oído, sin doctrina, según los intereses adquiridos.

No los acuso, quizás sólo hacen su trabajo, pero hagamos nosotros el nuestro; a los intelectuales, los escritores, que nos tomamos aún en serio a los hombres y a las instituciones, ellos no nos toman en serio, simplemente porque no tenemos circunscripciones electorales en el bolsillo, porque no controlamos televisiones ni diarios de masas.

¿Hemos de condenarnos a tener una doble conciencia, un doble lenguaje, una doble conducta, convertirnos en suma en esquizofrénicos? ¿Divertir a la galería con bellas frases hasta el fin de nuestros días? Yo he dicho no en lo que concierne a Francia; es por lo que he anunciado que en estas condiciones abandono toda actividad peri-o parapolítica (explicando por qué esto no es ser un desertor) para consagrarme a la filosofía y la literatura, nada más.

Me gustaría convencerme de que la verdad más allá de los Pirineos es un error aquí, que lo que ocurre en Francia no pasa aún en España. Te confieso que no estoy seguro. La utilidad práctica de nuestras discusiones —es verdad que no soy un politólogo de profesión y que el centro de mi interés está hoy muy alejado de la ideología— no me parece muy evidente.

He aquí, querido Alfonso, las reflexiones incongruentes que quería expresarte sin maquillaje, bajo la autorización que me ofrece la amistad y el profundo respeto que siento por ti. Por muy personales que sean estas reflexiones, no creas que son sólo mías, sino compartidas en París, al menos, por muchos compañeros.

Permíteme, por lo tanto, no contestarte de inmediato a la invitación. Honestamente, debo reflexionar, perdóname.

La lectura de su carta, muestra de su reflexión personal, me dejó sin respiración, provocó en mi conciencia un ejercicio largo de cavilación. Era evidente que Régis Debray había llegado a aquel punto de análisis sobre la base de hechos incontrovertibles. El político pragmático considera juegos de artificio la preocupación por investigar las raíces teóricas que conducen a una situación cultural-política. Recordé las palabras de desprecio que me habían dedicado algunos dirigentes socialistas cuando comencé el «Programa 2000», con el que pretendíamos adelantar el conocimiento del futuro según las personas de mayor talento y con la colaboración directa en las discusiones de un millón de personas voluntarias. Se me criticó que «perdiese» el tiempo en interrogarnos sobre cómo sería el mundo en el año 2000 en lugar de atender a la realidad del momento. En el mundo de los políticos la actividad intelectual sólo genera una sonrisa complaciente; si acaso, un leve y velado deseo de participar en algún encuentro de intelectuales que proporcione una pátina cultural.

La carta de Régis Debray me mantuvo durante meses en una crisis de confianza respecto de los trabajos de debate y discusión sobre los problemas que considerábamos fundamentales para una orientación política de progreso y avance social y cultural. ¿Servían para algo tantas horas dedicadas a reflexionar, a relacionar acontecimientos e ideas? ¿Recogía alguien, aunque fuera ligeramente, el fruto de nuestro trabajo? Todo eran dudas.

Rehíce mi voluntad. Continué con los encuentros, los seminarios, las jornadas. Pensé que la utilidad de nuestros trabajos no había por qué medirla sólo en la atención que le presten los políticos que toman las decisiones. Existen otros vehículos para alcanzar alguna influencia en la sociedad. Es más importante, a mi parecer, el fijar un testimonio histórico; por muy minoritaria que sea una posición debe quedar algún testimonio de ella, lo que permite saber que no todos participaron de una conciencia colectiva errónea cuando ésta lo es. Algunos encontrarán testimonios de los que no comulgan con el proceso de mercantilización de todos los aspectos de la vida, de todas las actividades humanas, de los que se oponen a las guerras crueles, simples excusas de interés económico, de los que no aceptan que los grupos financieros dominen las decisiones políticas y condenen a una vida mísera a muchos millones de personas, etc.

Con esta convicción, es verdad que no demasiado sólida, he continuado promocionando encuentros intelectuales, pero aquella carta me hizo estar en guardia sobre el interés verdadero que a la mayoría de los políticos les suscitan unos debates teóricos que no tratan los cercanos problemas del día, y que por tanto no les merecen una dedicación comprometida.

Una página difícil de arrancar
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