EL SÍNDROME DE HYBRIS
EL triunfo electoral del Partido Popular y su presidente José María Aznar, el 12 de marzo del 2000, con unos resultados que lo relevaban de sus esfuerzos por llegar a los acuerdos necesarios con los grupos nacionalistas, provocó un cambio total en su forma de gobernar. Pronto aparecieron en el dirigente conservador los síntomas claros del síndrome de hybris, que había tenido yo ocasión de apreciar en Felipe González, pero que ahora se adueñaba del jefe del Gobierno con efectos mucho más radicales.
El concepto de hybris procede de la Grecia clásica, donde servía para describir los actos de los poderosos que, ciegos por el exceso de confianza, trataban a sus críticos y hasta a sus colaboradores con desprecio o desdén. En términos populares se diría que el éxito se les ha subido a la cabeza, se han embriagado de orgullo y son ya incapaces de distinguir lo razonable de lo insensato.
Para algunos la hybris es una enfermedad, aunque no haya alcanzado la categoría de término médico. Como tal la considera David Owen, que fue ministro de Asuntos Exteriores de un Gobierno laborista del Reino Unido, en su magnífico libro En el poder y en la enfermedad, en el que repasa la influencia que el trastorno ha jugado en los gobernantes más conocidos en los últimos cien años: Hitler, Stalin, Kennedy, Bush, Mitterrand…
Se manifiesta el síndrome en una tendencia a no querer oír lo que no resulta grato, despreciando las advertencias de los adversarios y de los colaboradores cercanos. Pronto éstos resultan incómodos y se comienza a prescindir de ellos, quedando rodeado sólo de los que profesan una total conformidad con sus planteamientos. De la suficiencia personal en la toma de decisiones se pasará pronto a una incapacidad absoluta para cambiar su posición una vez tomada, pues rectificar sería tanto como reconocer que estaba en el error. Su confianza ilimitada en sí mismo, su grado de complacencia con su labor, terminará por convencerle de su carácter de insustituible, lo que le hace contemplar con desdén a todo posible sucesor en el cargo.
El líder desarrolla una fuerte capacidad para engañarse a sí mismo, no viendo ni oyendo más que aquello que confirma su «habilidad» de gobernante.
No es el síndrome de hybris una «enfermedad» con la que el dirigente llegase al puesto de mando. Más parece una afección que nace y se desarrolla con la actividad en el poder, con una velocidad de extensión inversamente proporcional a su capacidad de resistirse a la adulación de los que le rodean y a su aptitud para escuchar a los que le muestran alguna discrepancia.
En la obra teatral Frost/Nixon, basada en las entrevistas televisivas entre Richard Nixon, presidente dimisionario por el Watergate, y el periodista David Frost (existe también una versión cinematográfica), se puede leer:
Esquilo y sus contemporáneos griegos creían que los dioses envidiaban el éxito humano y mandaban la maldición de la hybris a aquel que estaba en la cumbre de su poder, una pérdida de la cordura que acabaría por provocar su caída. Hoy concedemos menos crédito a los dioses. Preferimos llamarlo autodestrucción.
Y es que durante siglos se ha podido comprobar cómo personas equilibradas, cuando llegan al poder, sufren una suerte de pérdida del equilibro psicológico, lo que Bertrand Russell calificó como «embriaguez del poder». David Owen afirma que «el poder es una droga dura que no todos los líderes políticos tienen el firme carácter necesario para contrarrestar: una combinación de sentido común, sentido del humor, decencia, escepticismo e incluso cinismo que trate el poder como lo que es, una privilegiada oportunidad para servir y para influir —y en ocasiones determinar— en la marcha de los acontecimientos».
La contrapartida del privilegio que tiene un dirigente de ejercer el liderazgo es estar dispuesto al examen democrático de sus decisiones, no faltar a la verdad, no mentir, hacerse responsable de las decisiones adoptadas, y si se hace evidente que no está capacitado para gobernar, estar dispuesto a abandonar el puesto.
Probablemente nunca se concibió en la historia una acumulación de gobernantes afectados por el síndrome de hybris como la que se produjo en una pequeña isla del Atlántico en 2003. Tres jefes de Gobierno, embriagados de poder, que mintieron a sus ciudadanos para justificar sus acciones, sordos a las advertencias de todos, que arrastraron a la humanidad a una guerra injusta e ilegal, tres líderes convertidos en tres títeres de la autodestrucción. Pero provocando con ello el crimen, la tortura, asolando a los pueblos y manteniendo el acierto y la licitud de sus inhumanos actos. Tres estigmas para la humanidad: George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar.