ADOLFO MARSILLACH, UN ARTISTA REBELDE

LA muerte de Adolfo Marsillach en enero de 2002 fue un compendio de la trayectoria de toda su vida. El féretro, con su cadáver, permaneció toda la noche en el escenario del teatro Español, de Madrid. El silencio estremecido anegaba el aforo lleno del teatro. Del Gobierno conservador ningún ministro, ni la titular de Cultura, creyeron adecuada su presencia en la despedida del gran hombre y artista al que el teatro español tanto debe. Era como una condena final al artista que nunca se doblegó a la presión del poder. Su esposa, Mercedes Lezcano, actriz y directora también, cuando le comentaron las elocuentes ausencias, dio una respuesta en la traza de Adolfo: «Al que no ha venido no le he echado en falta. Han estado los que debían estar, los ausentes no eran sus amigos ni le querían, mejor que no hayan estado».

Cuatro días antes moría el gran novelista y premio Nobel Camilo José Cela. El entierro fue en su tierra natal, Galicia. Hasta allí se desplazó gran parte del Gobierno. Cuatro ministros portaban en sus hombros el ataúd del escritor. El contraste fue brutal, todos comprendieron el lado canalla de la cultura de la derecha española.

Adolfo fue un personaje singular. Sentía por el teatro una pasión que atravesó toda su vida. Clarividente siempre, afirmaba: «No soy tan ingenuo como para creer que el teatro puede transformar la sociedad, pero estoy convencido de que existe una posibilidad de ayudar a despertarla».

El reconocimiento de Adolfo Marsillach como un artista excepcional adquirió una conciencia superior en el momento de su muerte. Todos los que tuvimos la ocasión de admirarle sobre un escenario sabíamos de su afán de perfección en el arte de emocionar y divertir. «Soy un maldito perfeccionista que nunca alcanza la perfección». Poseía un don creativo de gran intensidad que, aunque ofrecía con naturalidad, casi como un juego, estaba cargado de intencionalidad.

El artista verdadero, el que es capaz de crear con autenticidad, cabalga sobre dos almas: la soledad y el compromiso. Adolfo, en soledad íntima, subjetiva, ponía su conocimiento y su técnica al servicio de la creación. Con su compromiso confirmaba que vivimos en el mundo, comprometidos con él. Es la soledad compartida lo que hace al creador verdadero, lo que le salva del solipsismo.

De ahí la gran importancia de la coherencia en las posiciones del intelectual. Adolfo Marsillach fue uno de los auténticos intelectuales de la segunda mitad del siglo XX.

Durante la larga dictadura, el compromiso de los intelectuales con la libertad fue continuo e intenso aun representando un riesgo evidente. Adolfo fue uno de los que apuraron hasta el límite las posibilidades de mostrar su rebeldía e inconformismo contra la situación opresiva que vivía el país.

La recuperación democrática despojó a la acción intelectual del aura que imponía la lucha contra la dictadura, lo que debilitó el compromiso de los intelectuales, que se convertiría casi en silencio cuando las posiciones progresistas llegan a las instituciones políticas con el triunfo socialista de 1982. Un extraño proceso va desgajando al intelectual del compromiso, hasta llegar en los últimos años a un autismo complaciente, y en algunos casos a una complicidad dormida o hasta militante con las actitudes más conservadoras de la acción política. Después vivimos un renacer de la rebelión de las conciencias, debido a la guerra que arrastró a España a la vileza de la muerte y la destrucción, la guerra de Irak.

Adolfo Marsillach fue una de las excepciones a tal acomodo, pues mantuvo su coherencia intelectual en la defensa de los principios progresistas en los que creía y por los que luchaba a través de su arte.

Es posible que el homenaje más efectivo y más acorde con su espíritu vital sea el reconocimiento de su coherencia como intelectual y como ciudadano, que se convierte, en una realidad dominada por el pensamiento débil, en un ejemplo moral y una lección de humanidad.

Marsillach para mí era no sólo el artista que revolucionó el teatro en España, era también un amigo. «Soy un hombre con pocos amigos que conserva, a pesar de todo, un enorme sentido de la amistad». No cabía el error con él: «Soy incapaz de traicionar a un amigo. Así me va. Paciencia».

Tuve a lo largo de mi vida repetidas muestras de su amistad. Acabó su magnífica autobiografía, Tan lejos, tan cerca, con unas palabras que había yo escrito sobre él en el libro del homenaje que le rendimos en Barcelona. Le describía para sorpresa de algunos como un hombre de gran inteligencia, reconocida por todos, y de profunda bondad, negada por muchos: «Tu talento, con ser un caso especial, no se compadece con la magnitud de tu bondad».

Siguiendo la propia consideración que tenía de sí mismo —«Soy un individuo escéptico y burlón»— me escribió en la página de respeto del ejemplar de la autobiografía que me entregó:

Alfonso:

Léelo despacio. O no lo leas (no es obligatorio). Te lo envío como testimonio de mi amistad.

No llegó a saber que me salvó la vida. La lectura de los últimos episodios que narra de su vida me ofreció el detallado proceso de la enfermedad que le llevó a la muerte. Pude identificar algunos síntomas que se repetían en mi organismo. La constatación me llevó a visitar al especialista, que certificó la misma dolencia que llevó a la tumba a Adolfo. De manera indirecta me envió la advertencia que permitió a los doctores acudir a tiempo a liberarme del mal. Un ejemplo más de su amistad, aunque en este caso lo sea post mórtem.

Una página difícil de arrancar
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