CÓMO COMBATIR AL TERROR
EN los comienzos del siglo XXI el terrorismo irrumpió como un problema trascendental en el mundo. ¿Es que antes no existía el terrorismo? Sí, existía, pero sus efectos no alcanzaban la enorme magnitud del presente. ¿Qué ha cambiado para que se haya producido esa mutación?
Lo que se ha modificado es la estructura de la comunicación entre los pueblos del mundo. Se han ensanchado los espacios económicos, se ha universalizado el mercado ampliando su competencia a sectores que estaban antes reservados a los poderes públicos, como los referidos a los instrumentos de fuerza, a las armas para combatir la violencia, hasta hace pocos años exclusiva de los gobiernos, y hoy en las manos de cualquiera, pues se encuentra libremente en el mercado.
El terrorismo hoy se caracteriza porque no tiene sede, es apátrida y universal; no necesita un ejército ni un número importante de fieles; tiene acceso a los más potentes instrumentos de destrucción; su pretexto político o ideológico se minimiza ante el vigor del fanatismo de su militancia; y sus fechorías provocan destrucción, muerte y dolor y algunas consecuencias contradictorias con sus proclamas, pues acaban reforzando a los poderosos autócratas en lugar de debilitarlos como fanfarronean en sus comunicados.
El fanatismo religioso o etnicista confiere una fuerza irresistible a los actos terroristas, que dejan en la indefensión a los pueblos y los gobiernos. Se mata, se hiere, se causan estragos en nombre de Dios (el fundamentalismo integrista), en nombre de la independencia o en nombre de confusas ideas políticas.
Uno de los componentes del terrorismo etnicista es el nacionalismo extremo, que conduce a una actitud excluyente de aquellos a los que no se considera pertenecientes a una comunidad. La coartada que las ideas nacionalistas proporcionan a las organizaciones terroristas no deja ver con claridad el proceso inevitable entre los terroristas: la gangsterización, el olvido de las ideas que originalmente los empujaron a la violencia. Ya sólo importa la muerte, y el más sanguinario asesino se convertirá en el jefe de la banda.
Los gobiernos son conscientes de la gravedad de las consecuencias del terrorismo y emprenden una lucha decidida contra él. Unos gobiernos, con una estrategia acertada, lo que les permite alcanzar algunos éxitos, aunque el triunfo final es difícil contra la voluntad de un asesino que quiera matar. Otros gobiernos no avanzan en la lucha contra el terrorismo porque equivocan su estrategia. Y por último están los gobiernos que utilizan la existencia del terrorismo como un instrumento para lograr sus objetivos políticos, sus ansias de poder o sus beneficios personales.
El ejemplo más resonante es el del presidente Bush, que tras el terrible atentado en Nueva York en septiembre del 2001 creyó encontrar el mecanismo perfecto para limitar la libertad de los ciudadanos, para agredir a otros países bajo la máscara de la lucha contra el terrorismo, para financiar a los grupos económicos cercanos y hasta para ganar unas elecciones.
José María Benegas, en su magnífico Diccionario del terrorismo, nos recuerda las palabras de Hacker en su obra Terror: «En la fuerza mágica de la violencia confían todos aquellos individuos y colectividades que no saben resolver sin violencia sus problemas. […] El terrorismo habrá alcanzado ya su primer objetivo si se consolida el convencimiento de que hay que responder a la bomba con la bomba. […] El justificar un fin por medio del terror, como mal menor, es el principio del terror sin fin».
Es lo que sucedió en Irak o sucede en Oriente Próximo. Hay que detener a un terrorista, Al Zarqaui, y no se encuentra otro método que bombardear la ciudad de Faluya durante un mes, aunque con ello mueran mujeres, niños y ancianos.
Como dijo el presidente provisional de Irak, impuesto por el Gobierno Bush, pretenden matar a las moscas que molestan al caballo disparando sobre la cabeza del caballo. Éste morirá y las moscas escaparán.
De la misma manera, la respuesta a los espantosos atentados suicidas de las organizaciones palestinas no puede ser el bombardeo continuo de los campos de refugiados.
Los españoles sufrieron un cruel atentado en el mes de marzo de 2004. A ello se añadió la villanía y la torpeza de un Gobierno que intentó utilizarlo con fines electorales. En aquella ocasión, la inteligencia y la valentía de la población supieron dar una respuesta digna y decente.
Algunos hacen circular la especie de que todos los terrorismos son iguales. No es verdad. Si quieren decir que ante toda forma de terrorismo es preciso combatir para acabar con él, estaría de acuerdo. Pero es preciso utilizar la inteligencia para luchar contra cada terrorismo con las armas más eficaces. La primera gran distinción entre los movimientos terroristas es la referida al apoyo social con el que cuentan. Cuando los terroristas no cuentan con apoyo alguno entre la población, la eficacia policial se incrementa; cuando por el contrario una parte considerable de la población les da cobertura, las actitudes, las declaraciones políticas de organizaciones que no son terroristas pueden estar alentando, o al menos comprendiendo, los actos de violencia. Algo de esto sucede en Euskadi, aunque los últimos tiempos nos hacen albergar esperanzas, cuando ni algunos de los propios terroristas parecen ya dispuestos a apoyar la violencia.
Lograr reducir o eliminar la comprensión social de los actos de terror es el objetivo central en la lucha contra el terrorismo, para lo que resulta elemento principal la unidad de los demócratas contra el terrorismo. Toda utilización política del terrorismo supone un paso atrás en el combate por la desaparición de la violencia.
Igualmente, los gobiernos deben ser muy cuidadosos en cuanto a la información que suministran a los ciudadanos, pues se corre el riesgo de crear sospechas sobre su actuación, lo que debilita la lucha contra el terror. Por ejemplo, ¿qué ocurrió con el ántrax? Recordarán que tras el 11 de septiembre los informes de la Administración de Estados Unidos tuvieron al mundo en vilo anunciando que unos terroristas sin escrúpulos inundaban las calles, las casas, los buzones con un polvo blanco letal. ¿Qué más hemos sabido? Todo ha quedado en el olvido, lo que levanta la suspicacia: ¿no será todo un montaje?
Muy importante también es el papel que desempeñan los medios de comunicación. Para los terroristas la publicidad de sus actuaciones forma parte esencial de su objetivo. Tratan de sembrar el terror, por lo que necesitan la publicitación de los actos de terror. El alemán Bommi Baumann, de la Baader Meinhof, declaraba al diario Star: «Sin reportajes periodísticos nos encontramos ante un cierto vacío, nuestra causa se sostiene en cierta medida gracias a la prensa».
Esta situación crea un problema de índole moral a los medios de comunicación. ¿Qué tiene supremacía: el derecho y el deber de informar, o el deber de colaborar, no facilitando la publicidad, en la lucha contra el terrorismo? Éste es un dilema muy difícil de resolver. Tomemos un ejemplo: una televisión de Qatar ha difundido las imágenes de los secuestrados en Irak solicitando ayuda a sus Gobiernos, aunque después renunció a emitir un último mensaje de la cooperante británico-iraquí Margaret Hassan.
El combate contra el terrorismo se ve debilitado por la hipocresía de autoridades y élites sociales. Resulta escandaloso, por ejemplo, que todos hagan proclamaciones de controlar los recursos económicos de los grupos terroristas, pero ninguno haga nada para acabar con los 32 paraísos fiscales que hay en el mundo, donde la opacidad, el secretismo y la colaboración facilitan las operaciones económicas de los terroristas.
La hipocresía, el doble rasero, se agiganta cuando se les da ocasión a los terroristas de intentar dar lecciones morales a los Gobiernos democráticos. No otra cosa es el bochornoso espectáculo de contemplar en las televisiones del mundo las imágenes del rehén de terroristas vestido con el uniforme de los presos de Guantánamo. Están diciéndole al mundo que intercambian terrorismo por terrorismo.
Una de las formas de no enfrentarse directamente al terrorismo es buscar sus causas en problemas sociales o políticos. No, no podemos admitir la justificación del terrorismo a causa de la pobreza, la persecución religiosa o la negación de la identidad étnica.
Tampoco es admisible que no se puedan analizar las circunstancias en las que nace el terrorismo, porque, aunque nunca lo justifiquen, sí pueden aportar algunas explicaciones. En el caso del abominable terrorismo suicida palestino, nada hay que lo justifique, pero sí merece la pena analizar la situación de varias generaciones nacidas en campos de refugiados sin las más elementales condiciones de vida humana. Tal vez la solución de este problema político y social permitiría luchar mejor contra el terrorismo que tiene sus raíces en el fanatismo, pues, en palabras del escritor Amos Oz:
El 11 de septiembre no es consecuencia de la bondad o la maldad de Estados Unidos, ni tiene que ver con que el capitalismo sea peligroso o flagrante. Ni siquiera con si es oportuno o no frenar la globalización. Tiene que ver con la típica reivindicación fanática: si pienso que algo es malo, lo aniquilo junto a todo lo que le rodea. El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, Gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman sinagogas y mezquitas en Alemania sólo se diferencian de Bin Laden en la magnitud, pero no en la naturaleza de sus crímenes. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira, incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas —antiárabes y antimusulmanas— por doquier. ¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI?
Los españoles han sufrido casi medio siglo un terrorismo ciego, fanático, oculto bajo unos planteamientos políticos que no logran tapar su verdadera condición facinerosa.
La conjugación de la eficiencia policial, el endurecimiento legislativo contra los actos de terror, la severidad judicial, la colaboración internacional y la perseverancia de las fuerzas políticas para no dejarse contaminar por los argumentos de los terroristas ha sido una fórmula eficaz para reducir y terminar la acción violenta del terrorismo en nuestro país.
Dos hechos concretos asestaron un golpe duradero al terrorismo. El asesinato, en julio de 1997, de Miguel Ángel Blanco, concejal de Ermua perteneciente al Partido Popular, marcó una raya imperecedera en la consideración que los ciudadanos percibían de los actos del terror. Los asesinos anunciaron el secuestro del joven concejal y dieron cuarenta y ocho horas para que el Gobierno trasladase al País Vasco a los presos de ETA. Cumplido el plazo sin atender su petición, aseguraron que matarían al secuestrado. Los españoles todos vivieron esas horas como una angustiosa espera, salieron a manifestarse en muchas ciudades y pueblos del país para intentar detener el hacha asesina de ETA con la exhibición del rechazo popular a un crimen horrendo. Abrumados ante la posibilidad de que se consumara el fatídico anuncio, cada uno se decía que el repudio general haría meditar a los asesinos y salvaría la vida del joven indefenso. Recuerdo a un grupo de socialistas reunidos en un salón del hotel Ercilla, de Bilbao, pasando uno tras otro los minutos hasta el cumplimiento de la hora en que finalizara el ultimátum de los malhechores. El silencio opresivo se rompía a cada rato por comentarios que intentaban crear la ilusión de un final venturoso. En un momento alguien me preguntó qué pensaba yo, si se atreverían los bandidos a perpetrar su amenaza. Todos se volvieron hacia mí, expectantes, como confiando en que mi opinión los confirmase en sus esperanzas. No era ése mi criterio, pero tampoco debía aumentar el pesar de los presentes con una visión catastrófica. Así que respondí de manera indirecta: tal vez nosotros atribuimos a los terroristas una lógica de pensamiento semejante a la nuestra (ante tal respuesta de rechazo popular, no podrán consumar la amenaza), pero no es así, ellos tienen una lógica interna muy diferente (tal vez sientan una ufana satisfacción al comprobar cómo han movilizado a tantos miles de españoles contra su intimidación).
Cuando nos llegó la noticia de que habían encontrado el cuerpo agonizante de Miguel Ángel cundió el abatimiento moral. Nadie quería aceptar lo ocurrido. Aquel crimen cambió la percepción de la inmensa mayoría de los españoles acerca de la violencia terrorista. Incluso en el interior de la banda criminal tuvo un impacto que reorientó su estrategia.
El segundo acontecimiento que afectó al criterio con que los ciudadanos observaban el «fenómeno terrorista» fue el atentado contra las torres de Nueva York, en septiembre de 2001. El mundo entero, cada persona, pudo comprobar el sufrimiento, la quemazón, la hiel, la amargura que provoca un acto de terror, y en la conciencia de cada quien se cerró la puerta a la comprensión de los actos violentos como reivindicación de causas y aspiraciones políticas.
Esta nueva situación de la opinión pública facilitó una mayor eficacia en la lucha contra el terrorismo. En España se avanzó con detenciones frecuentes que descabezaron a la banda de ETA y debilitaron su capacidad de crear el pánico de la población con actos de violencia.
Posiblemente, este debilitamiento de ETA sería el argumento que llevó al Gobierno de Rodríguez Zapatero a intentar acabar definitivamente con el terror mediante unas conversaciones con los violentos. Seguía así la estela marcada por las negociaciones en tiempos del Gobierno de UCD, las del equipo de Felipe González —y yo mismo—, y las del Gobierno Aznar.
¿Se puede hablar con los terroristas?, me había preguntado yo en todas las ocasiones. ¿Se falta al respeto debido a las víctimas del terror o hay que tomar en cuenta a las víctimas futuras que puedes evitar? ¿Cuál es el sentimiento más intenso: el recuerdo de las víctimas que ya lo fueron o el de las víctimas que puedes librar? ¿Es una posibilidad o incluso un deber evitar muertes y pánico de la población a cambio de un trato más flexible de las condiciones de los presos por actos de terror? Porque la negociación de supuestos problemas políticos no puede ni debe estar incluida en las conversaciones que pudieran producirse.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero decidió abrir una posibilidad de diálogo con los terroristas, como antes habían hecho González y Aznar. La diferencia fundamental con los procesos anteriores estuvo en que el partido de la oposición, el Partido Popular, no sólo no apoyó con una actitud prudente el proceso, sino que hizo bandera del asunto contra el Gobierno, y utilizó el dolor de los familiares de las víctimas para erosionarlo.
El Partido Popular adoptó una actitud inmoral, sucia, repugnante. Su máximo dirigente, Mariano Rajoy, acusó al presidente del Gobierno, en sede parlamentaria, de «traición a los muertos».
Para sus inmundos objetivos, el partido conservador contó con una asociación de víctimas dirigida por un fantasmón de la extrema derecha, con la artillería mediática ultraconservadora y con… ¡la Conferencia Episcopal! La Iglesia católica bendiciendo los actos de ignominia, la utilización del sufrimiento de las víctimas para cosechar votos que llevasen a sus conmilitones de la derecha al poder. ¿Cómo no asociar este fraude moral de los obispos con la bendición de las tropas del general Franco cuando la sublevación contra un Gobierno legítimo?
La estrategia que siguió el Gobierno tenía un elemento erróneo que alimentaba el asalto permanente de la derecha. El Gobierno no dejaba de hablar del asunto. Siempre he creído que la necesaria y benéfica transparencia en la acción de los Gobiernos tiene sólo una excepción: la lucha antiterrorista. Es necesario contar con la prudencia del Gobierno, la oposición y los medios para alcanzar resultados eficientes contra el terror. El Gobierno, por contra, hablaba mucho y hablaban todos, con alguna falta de sintonía entre ellos. En repetidas ocasiones tuve oportunidad de «protestar» ante el presidente por la locuacidad de los ministros en el tema terrorista. En una de las conversaciones con el presidente me anunció, como dándome satisfacción, que había dado orden al Gobierno: de terrorismo sólo hablaban el presidente, la vicepresidenta y el ministro del Interior. Le contesté: me sobran tres. Y argumenté que todo lo que se explica sobre la buena marcha de la lucha contra el terrorismo puede en cualquier momento ser desmentido, desarbolando al Gobierno, si los terroristas hacen explotar una bomba que cause alguna muerte.
El presidente se sorprendió, no entraba en sus cálculos que ETA pudiera hacer estallar una bomba. Llegó incluso a comentarlo con la vicepresidenta, presente en la conversación: «Mira lo que dice Alfonso, que ETA puede poner una bomba».
Los dos negaron tal posibilidad. Ellos tenían los datos, desde luego, pero yo me reafirmé en el peligro constante de que los terroristas pudieran romper la tregua que ellos mismos habían anunciado.
Pocos días después de aquella conversación, el presidente, en rueda de prensa valorativa del año político, se reafirmó en que la lucha antiterrorista iba mejor (lo que era cierto) y que aún iría mejor. Pasadas sólo unas horas, el 30 de diciembre de 2006, una bomba estalló en el aparcamiento de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas, matando a dos ciudadanos ecuatorianos residentes en España. La estrategia del Gobierno cambió tras el atentado. Se cortó la comunicación con la banda y se intensificó la presencia policial. Pese a todo, el Partido Popular insistió, a cada instante, en una supuesta y falsa negociación del Gobierno con ETA.
La lucha dio sus frutos y una banda diezmada —eran frecuentes las detenciones mientras el PP hablaba de pacto con ETA— y debilitada se vio obligada a anunciar el cese definitivo de su actividad terrorista.
Fue, pues, el presidente Rodríguez Zapatero el valedor de una política que acabó con el terrorismo de ETA, pero nadie quiso reconocerlo así, pesó más la intoxicación del Partido Popular y sus medios de comunicación, que creó en muchos una sensación de laxitud ante los violentos. Ésta es una de las servidumbres de la democracia, la realidad puede verse sustituida por la imagen que se refleja de la realidad. La mentira puede beneficiar temporalmente a algunos —en este caso al PP—, pero el daño afecta a todos, la ambición de poder acorrala los principios éticos.