AFLICCIÓN EN LA DESPEDIDA
UNA mañana de noviembre, Elena Flores me comunicó que Carmen Díez de Rivera tenía necesidad de hablar con urgencia conmigo. Venía yo hablando regularmente con Carmen desde que conocí el diagnóstico del cáncer. Supuse que algo grave querría decirme.
Había, desde años antes, forjado una buena amistad con Carmen. Ella había saltado a la popularidad al publicarse una fotografía con Santiago Carrillo recién llegado a España. Eran los tiempos en los que Carmen trabajaba junto a Adolfo Suárez. Una mujer joven, bella, inteligente y activa, comprometida con la Transición española, tras haber superado una época muy difícil de su vida que supo dejar atrás con un trabajo de misión en Costa de Marfil.
Después de su colaboración con Adolfo Suárez, pasó a militar en el PSP atraída por la cultura del viejo profesor Tierno. Más tarde ingresaría en el PSOE, donde siempre tuvo alguna incomodidad por su fuerte personalidad y pasión por enfatizar su independencia de criterio. En esas pequeñas diferencias halló un refugio en mi comprensión de su voluntad inequívocamente progresista, lo que la hizo sentirse protegida.
Aquella mañana de noviembre de 1999, a las once horas, tomé el teléfono en la Fundación Pablo Iglesias y marqué el número del hospital San Rafael, habitación 324. Un hilo de voz contesta:
—Diga.
—Carmen, soy Alfonso Guerra.
—Le dije a Elena que quería hablar contigo —contesta con más ánimo— porque quiero decirte… que te quiero, que te quiero de verdad, que tú has sido la referencia para mí. Que esto se acaba, me muero. He suspendido el tratamiento, por lo que me hace sufrir y porque la terrible falta de calidad de vida no me permite llamar vida a esto. Me muero. Y quería antes hablar con el PSOE, que para mí eres tú. Quiero entregarte, simbólicamente, mi pasión por el socialismo a ti, precisamente, para que la guardes tú. Ya he cantado La Internacional, que era un gesto que yo quería hacer antes de morir y como forma simbólica de mi lucha. La he cantado con unas amigas que trajeron una guitarra. No llamé a los compañeros socialistas porque no se sabrían la letra.
Y, tras una breve pausa, prosiguió:
—Sé que soy una mujer complicada, que he sido muy crítica con unos y con otros, pero he hecho lo que creía que debía hacer.
Le interrumpí varias veces para intentar quitar dramatismo, para animarla, pero no, estaba muy lúcida:
—La enfermedad, la lucha contra la enfermedad, es muy dura, y yo ya he luchado todo lo que puedo luchar. Creo haber sido auténtica en cuanto a sincera y coherente.
—Tú tienes, Carmen —le dije—, algo de lo que carece hoy la izquierda: capacidad para indignarte. Hoy todo se analiza, pero no indigna. La izquierda, incluso la que se presenta como revolucionaria, está americanizada, quiere derribar algunos privilegios para disfrutarlos ellos.
Con una débil voz continuó ella el razonamiento:
—Están contra el Country Club, pero quieren pertenecer a él. Yo, que pertenecía al Country Club, no me sentía cómoda en ese mundo, no me gustaba y quise salir de él.
—Y te asociaste con los enemigos del Country Club, y has descubierto que algunos sólo estaban en contra porque ellos no eran socios —añadí.
Hay un sector de la izquierda que ha buscado confundirse con la derecha en lo relativo a su forma de vida. Y han perdido su capacidad de indignarse ante las injusticias porque ellos ya forman parte del paisaje que las produce.
Hoy se vive de manera tamizada la pertenencia a una ideología, a un partido. Y partido viene de parte, posición espacial, pero la globalización ha hecho volatilizarse la idea de espacio, y por ende, de tiempo.
Se excusó por no continuar una conversación que le confirmaba muchas de sus creencias. La causa, su agotamiento; le costaba mantener la atención. Repitió su despedida y sus sentimientos. Le anuncié que estaría al cabo de unos minutos a su lado. Me cortó tajante:
—No, no vengas, no quiero que me veas así. Adiós para siempre.
Pasaron sólo unos cuantos días. Carmen murió. Acudí al tanatorio. Pocos alrededor de su cadáver. La mujer que tanto revuelo había producido en la sociedad española abandonaba el mundo acompañada por unos cuantos amigos. A la congoja por su muerte se unía la aflicción por su soledad.