ADOLFO SUÁREZ, UN ESTADISTA DESCLASADO

CUANDO se cumplieron veinticinco años de reinado de Juan Carlos I, la Academia de la Historia convocó a un grupo de personas que habían tenido algún protagonismo en esa etapa (unos más, otros menos) a pronunciar una conferencia sobre su visión de la Transición que se había operado en España entre 1975 y el año 2000. Terminado el ciclo, en el que participé, se publicó un libro que recogía las intervenciones de todos los oradores. Se organizó, también, una presentación del libro al público que presidió el Rey. Tras el acto tuve oportunidad de conversar extensamente con Adolfo Suárez. Fue mi última conversación con él antes de que el mal del siglo hiciera estragos en su coordinación mental. Recuerdo bien la fecha, 10 de abril de 2002, porque pesa sobre mi conciencia que no supe creer sus palabras cuando me anunciaba que estaba perdiendo la memoria. Poco después se confirmó aquel anuncio; aquello me hizo reflexionar sobre Adolfo Suárez, sus circunstancias y su obra.

Decía Ortega y Gasset en su ensayo Mirabeau o el político que «se viene al mundo para hacer política o para hacer definiciones». Contraponía de esta forma las dos distintas maneras de interpretar la realidad, que responden a dos actitudes diferentes ante el mundo.

Adolfo Suárez siempre lo ha tenido claro, quería hacer política, y vaya si la hizo. Ha marcado una línea, una raya de separación en la historia de su país, de nuestro país.

El hombre, y la mujer, es sobre todo duda que busca seguridad. Ante las grandes incógnitas el hombre se interroga siempre, lo hace en busca de respuestas, en busca de seguridad.

El político piensa y actúa, se ve obligado a nadar en la permanente y no infructuosa contradicción entre la tentación de dudar y la necesidad de decidir. He conocido a políticos timoratos que analizaban un documento por el haz y por el envés, y también por el canto del papel. Nunca hicieron nada útil para sus conciudadanos. A otros he visto con tal certeza infinita que no necesitaban o no deseaban conocer los pros y los contras de una opción. Tampoco éstos han logrado nada positivo para la nación. Reflexión y eficacia, duda y decisión. Son dos caras del mismo hecho: ser humanos, con la complejidad, grandeza y servidumbre que todo ello implica. Adolfo Suárez fue un ejemplo que aquilata la combinación perfecta de reflexión y decisión sobre bases certeras: el buen sentido, la tolerancia, la austeridad, la moderación, la educación, el derecho y el consenso.

Adolfo Suárez es un claro paradigma de autorredención. Quiero que se me entienda bien, su ser interno no cambió, su virtud vivía en su alma desde el inicio, pero su proyección en la colectividad organizada, en la vida social y política, atravesó un mar de dificultades hasta encontrar el escenario donde desarrollar la aspiración política con nobleza y fuerza de cohesión.

Numerario de un régimen oprobioso, aquel joven desclasado nunca perteneció a ninguna de las familias que se repartían el poder. Laborioso y con encanto de seductor, fue ascendiendo en el edificio que quería derribar. Alcanzó la cima de la representación ideológica del régimen, y justo desde el pináculo del infausto Movimiento dirigió su vida toda al desmontaje de la vieja e injusta estructura.

¿Cómo nadie, en el interior de aquella farsa de organización política, entendió la necesidad, la conveniencia y la superación histórica de un sistema democrático para España? La respuesta fue que nadie comprendió a Suárez.

Que los foráneos se equivocaran al desconfiar de las intenciones benefactoras del secretario general del Movimiento se puede entender. Que los que compartían con él generación y responsabilidad no le entendieran —«¡Qué error, qué inmenso error!»— evidencia las limitaciones intelectuales y morales de aquellos equipos. De pasada quiero recordar que aquel que, en 1976, le recibió, o más bien le rechazó, con su «¡Qué error!» sería elegido, cuatro años más tarde, para ser ministro de España por el propio Adolfo. A anotar para reconocer su espíritu desprendido, sin asomo de vindicación.

No encuentro mejor forma de reconocimiento de Adolfo Suárez que la reivindicación de la Transición política a la democracia.

Se puede describir el proceso de Transición democrática como una combinación de presión desde abajo y liberación desde arriba. No es posible comprender el bienhadado desenlace de la Transición sin considerar el impulso principal del conjunto de la sociedad, de los trabajadores, de los estudiantes, de los comprometidos clandestinamente con la libertad y de la mayoría de los ciudadanos, como muestra la alta conflictividad laboral de la época y la intensa movilización social. Tampoco se puede aceptar una interpretación que ignore el relevante papel que tuvieron algunas personalidades: Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón, Fernando Abril Martorell, y con una carga simbólica excepcional el nuevo Rey Juan Carlos.

Pero sería imposible no subrayar el especial impulso de Adolfo Suárez en una operación sin precedente histórico en la que los dirigentes conservadores son convocados por Suárez, no como tantas veces había ocurrido en España para ahogar un proceso de libertad, sino para contribuir a la recuperación de la democracia.

Efectivamente, sin un precedente en nuestra historia, conservadores y progresistas renuncian a la exigencia absoluta de sus proyectos, ceden parte de sus propuestas para abundar en el interés común de todos. Este espíritu de acuerdo culmina con la elaboración de la Constitución en 1978, que se apoya sobre el pilar del consenso. La Transición democrática fue un tiempo de incertidumbre, fue un período difícil; no fue la evolución natural de la historia, sino tiempo de avances y retrocesos, con crisis económica constante, con víctimas de la violencia política, con riesgos y acechanzas; pero fue también un tiempo de libertad y sobre todo un tiempo de consenso. Nadie podía quedar totalmente satisfecho en sus reivindicaciones, pero nadie quedaba fuera del juego democrático, pues las reglas de convivencia garantizaban a todos la libertad, la igualdad y el respeto a las posiciones diferentes.

Reinstaurar una democracia sin exigencias penales ni políticas del pasado dejaba pendiente el análisis, el proceso político del régimen de la dictadura, de alguna manera limitaba la libertad de recordar todo lo que había representado la larga noche de la dictadura para los vencidos. Era el sacrificio de la voluntad para garantizar la vida democrática normalizada de los nietos de la generación que alcanzaba el acuerdo. El objetivo se centraba en que los nietos no sufran nunca más la tragedia que sepultó a los españoles en una tumba de violencia y venganza. Se conocía bien quiénes originaron la tragedia y cuánta violencia produjo, pero se trataba en la Transición de mirar hacia el futuro en paz, aunque sin olvidar el pasado.

Con el paso de los años algunas voces se alzaron en posiciones críticas con la Transición. Están en su derecho, pero, a mi parecer, son erradas. Se presume por algunos que en aquel trance no se llegó todo lo lejos que se debiera, mientras algún sector opina que se anduvo demasiado camino. Ante tales críticas es frecuente argumentar por los unos y por los otros que la relación de fuerzas en el momento no permitía acrecentar o aminorar los cambios producidos, es decir, que si hubiesen podido habrían llegado más lejos o más cerca en la transformación de un sistema autoritario en otro democrático. No me parece acertado el razonamiento. A mi modesto entender se hizo lo que convenía a España y a los españoles. Un tramo más que satisficiera a los progresistas o un tramo menos que diera cumplimiento a los deseos de los conservadores hubiera supuesto que uno u otro sector de la población no habría aceptado el pacto constitucional, reproduciendo la división de las Españas glosada por los poetas. A mi parecer se encontró el punto medio que ha favorecido una larga etapa de libertad y prosperidad en España, desconocida en nuestra historia.

En gran medida se debió a la clara voluntad de un hombre de cambiar la historia, Adolfo Suárez, del que quiero reconocer su valía y merecimientos.

Habrán leído historias de animadversión entre Adolfo y yo mismo. No hay que hacer caso. No cuentan la verdad. Aunque es cierto que en alguna ocasión hice una valoración injusta sobre él (en otro libro conté mi error al dudar de su credo democrático en mi intervención del Congreso Extraordinario del PSOE en septiembre de 1979), he tenido la fortuna de mantener una intensa relación personal con Adolfo. Durante su mandato y especialmente después de su salida del poder, lo que me ha meritado el privilegio de poder visitarlo aún en la enfermedad, lo que agradezco a su hijo Adolfo Suárez Illana. Sólo tengo una conciencia culpable. La última vez que compartimos una amable noche de conversación antes de que le aquejara la enfermedad de nuestra época, no le creí. Le preguntaba yo por la fecha en que publicaría sus memorias. Me dijo: «No las publicaré porque estoy perdiendo la memoria». No le creí. Le dije en tono de chanza: «No seas coqueto, Adolfo. Sé que una persona te está ayudando a poner en orden los documentos». Se puso grave, aunque con una sonrisa: «De verdad, Alfonso, estoy perdiendo la memoria». No le creí. Como he dicho, era la noche del 10 de abril de 2002. No tardaría el mal en aparecer. Me siento culpable por no haberle creído.

Hay un momento más que recuerdo con fuerza emocional; sus palabras las tengo anotadas desde la noche en que las pronunció. Aunque no es mala mi memoria, acostumbro a anotar las entrevistas que considero interesantes, porque para mí lo importante son los detalles, y son precisamente éstos los que se olvidan. Por eso las anoto inmediatamente después de la conversación.

Habían transcurrido once meses desde que recibí una llamada de Adolfo, en enero de 1981, anunciándome que iba a dimitir de la presidencia del Gobierno.

Estábamos, pues, en diciembre de 1981, en una grata conversación de sobremesa, cuando le dije: «Adolfo, el día que me anunciaste la dimisión estuviste hermético. Hoy, pasado casi un año, ¿podrías decirme cuál fue el impulso que te llevó a aquella decisión?».

Se estiró en el asiento, quedó unos segundos pensativo, y con voz profunda pero suave dijo: «Al final estaba solo: el partido dividido, un Gobierno inoperante, los poderes fácticos en contra y los canales de diálogo con la oposición cortados. No había otra decisión».

Estaba contemplando la soledad del corredor de fondo, desclasado del grupo y conductor de éste, venerado y abandonado, líder y nada. Fue el momento en que comprendí que la amistad no es otra cosa que una negociación siempre inconclusa de dos soledades. Le sentí más amigo que nunca.

Asomó una sonrisa en sus labios y dijo: «En lo personal, tengo totalmente superada la erótica del poder, estoy dispuesto a aportar todo lo poco o mucho que de activo político me quede para hacer posible vuestra gobernación del país, como vosotros me habéis ayudado a mí». Mi reflexión fue: no ha dejado ni un día de pensar en España.

Hay un fragmento de la vida política de Adolfo aún en la penumbra. Lo hago público como forma de rendir homenaje a Adolfo Suárez. Todos conocen su actuación valerosa y constitucional en ocasión del golpe de Estado de 1981. Pero no se conoce la disputa que mantuvo con el cabecilla de la insurrección. Adolfo Suárez fue separado del conjunto de los diputados secuestrados y recluido en una salita adonde acudió el coronel Tejero. Un ujier, desde la puerta de la salita, contempló la discusión. Tomó nota aquella misma noche y pasado el tiempo me entregó sus papeles. No aportan gran cosa a lo que ya sabemos, pero es un relato literal que desconocemos y que confirma la actitud ejemplar del expresidente del Gobierno, presidente en funciones en aquel momento. Dicen las notas del ujier:

SUÁREZ Y TEJERO EN PORTERÍA GENERAL

Suárez está en la puerta del hemiciclo M-30.

Tejero entra por la puerta que comunica con el pasillo central de Palacio, yo detrás de él.

Algunos guardias civiles intentan que vuelva a su escaño, él dice que quiere hablar con el mando.

Junto a la puerta M-30, Suárez está a mi izquierda, Tejero a la derecha, casi de frente.

S. —¿Dónde podemos hablar?

Nadie dice nada.

—Presidente, aquí hay un cuarto. —Señalo el lugar y nos dirigimos a él.

Coloco una silla para Suárez, pero no se sienta.

En la puerta del fondo que comunica con el pasillo de acceso a la Biblioteca, hay un guardia civil con un subfusil en bandolera.

Me quedo en la entrada, de pie. Nuevamente Suárez a mi izquierda y Tejero a la derecha.

Comienza un diálogo.

S. —Explíqueme qué locura es ésta.

T. —Por España, todo por España.

Primera vez [Tejero] que me dice: «¡Márchese!».

Siento algo que hace que me quede.

S. —¡Qué vergüenza para España!, ¿quién hay detrás de esto, con quién tengo que hablar?

T. —No hay nada que hablar, sólo obedecer.

S. —Pero ¿quién es el responsable?

T. —Todos, estamos todos.

S. —Como presidente del Gobierno de España le ordeno que deponga su actitud.

T. —Tú ya no eres presidente de nada (actitud amenazante).

S. —Le ordeno…

T. —Yo sólo recibo órdenes de mi general. ¡Siéntese!

S. —¿Qué general?

T. —Milans. No tengo nada más que hablar.

S. —Le insisto, soy el presidente.

T. —No me provoque.

S. —Pare esto antes de que ocurra una tragedia. Se lo ordeno.

T. —Usted se calla. Todo por España.

S. —Le ordeno…

T. —¡Cállese! ¡Siéntese! (A mí.) Usted, ¡fuera!

Salgo.

Una vez más comprobamos el compromiso con la libertad de un hombre al que quiero afectuosamente recordar.

Como dijo el poeta Hölderlin: «Algunos hombres se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas». Así fue Adolfo Suárez.

Una página difícil de arrancar
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
introduccion.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
fotos.xhtml
notas.xhtml