LOS FRUTOS DE UNA POLÍTICA EQUIVOCADA
LOS resultados obtenidos por el PSOE en las elecciones del 12 de marzo de 2000 confirmaron que la estrategia seguida por los socialistas había logrado distanciar a un número importante de electores socialistas, lo que ofrecía a los conservadores una posibilidad de triunfar con la mayoría absoluta de los diputados del Congreso.
La confrontación con la realidad, el fracaso electoral, condujo al secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, a presentar la dimisión del cargo en la misma noche electoral, cuando reconocía la pérdida de las elecciones. Fue su mejor intervención en la campaña. Constatación que explica cómo fue el proceso electoral. Con la dimisión del secretario general, y tal cual deciden los estatutos del partido, se convocaba un próximo congreso, el XXXV.
La derrota, la dimisión de la dirección y el futuro congreso abrían un debate acerca de las causas del fracaso y de los cambios necesarios para recuperar el papel político del socialismo.
Era preciso, pues, colocarse ante un espejo, examinar cómo se había llegado a una crisis del socialismo que no debía minimizarse, plantear el cambio de rumbo que terminase con el declive que había experimentado el PSOE durante la década anterior a las elecciones.
Nuevas propuestas para superar los desaciertos, devolución de la voz a los militantes relegados a la única tarea de apoyar las decisiones de un Gobierno dominado por el desconcierto, recuperar para todos la satisfacción de protagonizar una nueva etapa de un proyecto político (el socialista) que a lo largo de la historia ha defendido un conjunto de ideas avanzadas destinadas a producir un cambio cualitativo en la sociedad española.
La derrota sufrida por el PSOE, en particular, y por la izquierda, en general (recuérdese que acudieron a las urnas en un acuerdo de las dos formaciones, PSOE e IU), se debió de manera principal a la abstención de una parte de quienes apoyaron a los socialistas en las elecciones precedentes. El hecho de que muchos miles de españoles no se sintieran estimulados por lo que les ofrecían los partidos de izquierda, y prefirieran quedarse en casa antes que entregar su representación a la derecha, no permite hacer una lectura dulce del resultado.
La izquierda se situó en la peor situación que había tenido desde la recuperación de la democracia. Las razones para ese retroceso se enmarcan en una política de desapego permanente de la voluntad de los electores y aun de los militantes. El PSOE, al compás que protagonizaba la vida política española, sufría el deterioro de sus estructuras partidarias. Fue reduciendo sus funciones y decayendo su vida orgánica. Supeditó sus puntos de vista y sus posiciones políticas a las que mantenían los miembros del Gobierno socialista.
De este hecho se percató la sociedad española, puesto que vio que cuando se dirigía al partido, bien para resolver múltiples problemas o para avanzar en su solución o para impulsar nuevas propuestas, éste resultaba poco útil para poder elaborar desde él nuevos objetivos.
Además, la organización pronto encuentra, dentro de sí misma, dificultades para llevar a cabo modificaciones cualitativas en el programa que le dio el triunfo en 1982. Aparecieron resistencias a su actualización, lo que dio origen a discrepancias entre quienes pretendían seguir desarrollando ordenadamente nuevos cambios sociales y aquellos otros que envueltos —la mayoría de las veces— en planteamientos tecnocráticos lo supeditaban todo a la consecución de objetivos instrumentales, casi siempre, de naturaleza económica.
En el PSOE, además, se produce la concentración de la toma de decisiones en un número reducido de personas, para lo que se favorece la permanente devaluación de las direcciones surgidas en los distintos congresos. Y lo que es peor, se acentúa un creciente divorcio entre ellas y la gran mayoría de los militantes. Se quiebran las relaciones de confianza entre quienes dirigen el partido y quienes son miembros de él.
Estas relaciones, esenciales en cualquier proceso de legitimación, en nuestro caso pasaron a ser un recuerdo del pasado. Distanciamiento que aumentó en la medida en la que los proyectos colectivos van declinando y los personajes adquieren mayor notoriedad y relevancia.
El debilitamiento de las distintas direcciones federales del PSOE se acompaña de un proceso destinado a elevar el papel de las organizaciones territoriales integradas dentro de él y, en particular, el de los más característicos líderes de éstas. Como consecuencia de ello, se pierde la capacidad de defender el mismo proyecto en toda España, que había sido una de las características más apreciadas del PSOE.
La improvisación se convierte en la práctica habitual del período más reciente. El principal —y más grave— exponente de tan equivocada forma de actuación fue el XXXIV Congreso. En medio de una enorme operación mediática y gestual se precipita una sucesión en el liderazgo del partido, carente de la más simple y elemental preparación.
Si el fracaso de ésta aún no resultara, tras las elecciones, muy evidente, bastaría con recordar lo que queda tras ella: un rosario ininterrumpido de conflictos, marginaciones internas y descarnadas luchas por el poder orgánico, que al sobrepasar los límites de lo razonable han motivado un castigo democrático por parte de los ciudadanos. El castigo ha sido más intenso allí donde las decisiones arbitrarias y autoritarias fueron más evidentes.
Por un lado, se proponen iniciativas a favor de la participación democrática de los militantes (las primarias) que, presentadas como una gran aportación a la política, son posteriormente bloqueadas desde dentro de la propia organización.
El mismo desconcierto se produce en el acuerdo con IU, que de forma inexplicable se realiza muy a última hora, sin que medie una reflexión suficiente sobre su oportunidad y operatividad.
Las frustraciones que, con estas actitudes, han podido experimentarse deben tenerse muy en cuenta, ya que han contribuido al estrechamiento de las lealtades electorales hacia el partido.
Tras las primeras señales de alarma escuchadas a partir de 1993, estos males no sólo no se corrigen, sino que se acentúan. La llamada renovación incorpora una trivialización de cuestiones importantes y complejas: el tratamiento que hay que dar a las nuevas capas medias; la disputa electoral del centro político; la democracia interna; la multiplicación de los discursos en ausencia del que debía de ser único del PSOE; los debates provocados individualmente sobre aspectos fundamentales, como el modelo de Estado, sin antes haber sido discutidos en el seno del partido…
El fracaso rotundo de esta operación se explica porque, más que abordar con seriedad esas cuestiones, las utiliza como pretexto para la confrontación interna y la exclusión.
La imagen de división y pugna que ella desencadena acompañó al partido desde entonces, quebrando otro de los activos principales: la unidad de los socialistas.
La subestimación del PP y de sus máximos dirigentes llevó, también, a un claro error de diagnóstico. Se extendió la idea de que la derecha estaba incapacitada para ganar elecciones, que bastaba con invocar el nexo entre PP y el pasado franquista para obtener el apoyo mayoritario de los ciudadanos. Con este planteamiento, se apostaba por seguir viviendo de las rentas; para quienes así pensaban, lo importante era el colocarse bien internamente.
Como conclusión de lo expuesto, puede decirse que algunos factores que explican la derrota del 12 de marzo tenían un origen cercano, al tiempo que otros, quizás los más serios, tienen raíces más profundas. Frente a unos y a otros, hemos de admitir que se ha producido, con reiteración, la aceptación inercial de los sucesivos fracasos políticos, sin que ello originase una reflexión acerca de su naturaleza y de los remedios que habrían de administrarse para superar tal situación.
Es más, con elevada frecuencia se veía cómo se perseveraba en volver a suministrar más de lo mismo, quizás porque se pensaba que los ciudadanos pronto olvidarían las anteriores equivocaciones cometidas. Podría decirse que, después de muchos años de hacer política, en la clandestinidad y en la democracia, a algunos se les ha olvidado en qué consiste la política.
Tal era el panorama que contemplaban los delegados que acudieron al XXXV Congreso. La dirección dimisionaria, así como la anterior, apoyaban sin ocultarlo a José Bono para reemplazar a Joaquín Almunia. Pero hubo más candidatos: José Luis Rodríguez Zapatero, Rosa Díez y Matilde Fernández. Se ha escrito mucho sobre cómo se llegó a un resultado inesperado, se han apuntado datos verdaderos sobre lo sucedido en las salas de aquel congreso, pero también se han hecho múltiples referencias erróneas y algunas visiones interesadas.
Los candidatos llegaban al congreso en situaciones disímiles. Bono, confiado en el respaldo de lo que llaman aparato; Zapatero, con un grupo de jóvenes sin ascendiente en el partido pero con determinación y esperanza; Rosa Díez, con su individualismo tradicional, y Matilde Fernández, con su trayectoria de convicción y firmeza, y el apoyo de lo que algunos se empeñaban en llamar el guerrismo (quizás interesa saber que se había sugerido mi nombre y, tras declinar, el de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que tampoco estuvo por la labor).
¿Cómo fue posible que todo el mando jerárquico del PSOE, que apoyaba a Bono, se encontrara con otro elegido, con quien se apresuró a establecer una colaboración para no perder cuotas de poder?
Son varias las razones que se pueden aducir. Se ha repetido que el dramatismo de los discursos de tres candidatos frente al optimismo de Zapatero generó el entusiasmo deseado en los delegados. Puede ser que hubiese también una cierta carga antiaparato, siempre larvada en los congresos del PSOE. Son razones válidas, pero tengo para mí que la inclinación del voto de los delegados (Zapatero logró la elección por sólo nueve votos) se debió a una cierta imprudencia del candidato Bono, que antes de la consumación del congreso había alardeado de algunos de sus propósitos, lo que generó una reacción resistente a su nombramiento.
Durante la celebración del congreso recibí la opinión tajante de muchos delegados, especialmente asturianos y andaluces, que me manifestaban su temor ante la hipótesis del triunfo de José Bono. Sus argumentos se apoyaban en declaraciones o rumores de intenciones que supondrían, en su opinión, una política orgánica de sanción a algunos colectivos que se manifestaban de forma crítica con la dirección. Su decisión era firme: votarían cualquier candidatura que anulase la posibilidad de una política orgánica represiva, y a la vista del entusiasmo producido por el discurso optimista de Zapatero, hacia él dirigían sus preferencias.
Cuando estas opiniones se difundieron entre los delegados, el conjunto de los que apoyaban a Matilde Fernández se reunieron para tratar la cuestión. Ahí se hicieron públicas las opiniones de recelo ante la posibilidad de éxito del candidato apoyado por «el aparato», así le llamaban.
Cuando acabó la larga discusión, intervine yo para expresar que los que teníamos el compromiso de apoyar a Matilde Fernández no sólo nos sentíamos ligados a ella, sino sobre todo a lo que ella representaba: un socialismo serio, sensato, lejos de las veleidades social-liberales como de los proyectos unipersonales, y por lo tanto creía y proponía mantener nuestro apoyo votando a Matilde Fernández. La asamblea así lo aceptó, pero yo salí con grandes dudas acerca del mantenimiento de la fidelidad a aquella decisión.
De vuelta en el salón de plenos ocupé mi asiento. Enseguida se me acercó un delegado desconocido para mí que me informó de que pertenecía al equipo de Zapatero y de que habían calculado que ganarían la elección si, de los que apoyaban a Matilde, desplazaban su voto treinta delegados. Al no tener ninguna información sobre quién me hablaba, me limité a decirle: «Con sólo treinta votos no llegaréis a ninguna parte». Se marchó con rostro adusto. Tiempo después, a propósito del escándalo de la compra de dos diputados socialistas de la Asamblea de Madrid, que robó el triunfo a Rafael Simancas y puso una alfombra a la entronización de Esperanza Aguirre, vi su rostro en los periódicos. Se trataba del oscuro José Luis Balbás, de cuya participación en el escándalo aún quedan muchas zonas por iluminar.
El hecho fue que los delegados acudieron a votar y, cuando se hicieron públicos los resultados, Zapatero era elegido por una exigua cantidad de votos sobre el candidato oficial. A las pocas horas se dilapidaba el triunfo forjando una dirección del partido con los que se habían opuesto al resultado; es decir, que el aparato no soltaba las riendas. ¿Cuántos votos se desplazaron para evitar la elección del candidato oficial? Es difícil saberlo, pero desde luego muchos más que la treintena que exoraba el inquietante representante de Zapatero.
El cálculo es difícil, puesto que ninguno de los que arrastraron su voto reconocieron haberlo hecho. Pero no salen las cuentas si les hiciéramos caso.
Matilde Fernández sufrió en aquella operación, se sintió ninguneada con razón, y durante una temporada protestó por el abandono de los que no mantuvieron su compromiso de apoyo. Pasado el tiempo, las razones se apaciguaron y una socialista de la categoría de Matilde no ha dejado nunca de servir a sus ideas de defensa de los débiles.