ANDALUCES EN EL NORTE

AÑO tras año hube de rechazar la petición que me hacía la Coordinadora de Entidades Andaluzas en Cataluña para que hiciera el pregón de la Semana Cultural Andaluza. No era por indiferencia ni desdén, sólo que no sabía yo cómo orientar un pregón. De más sabía la antigua retórica de que se valen los pregoneros, pero no era capaz de verme en ese papel. Al fin, porque no era posible resistir la bien orientada presión, acepté ser el pregonero en el Día de Andalucía de 1994 en L’Hospitalet de Llobregat.

Los compañeros catalanes en el Parlamento me advirtieron de la especial sensibilidad con que debía tratar los temas de la lengua, pues se podía molestar a unos y otros. Ya en Barcelona, volvieron a insistir en la prudencia con que debía tratar, si acaso hiciera referencia, a la lengua y su uso. Los miraba yo con ojos desdeñosos, los observaba de abajo arriba como expresando mi sorpresa ante su paternalista consideración.

Por fin accedimos a un gran local, abarrotado de público, la gran mayoría andaluces afincados en Cataluña. En la primera fila, los primeros espadas del socialismo catalán. Tras las palabras de presentación me concedieron el turno. Fui recibido con gestos de amistad y aprecio; los aplausos se hacían interminables.

Mis méritos para ser pregonero de aquella fiesta no eran más que los derivados de mi condición de andaluz, amante de mi tierra, enamorado del aire, de la luz, del ritmo y del espíritu amistoso de Andalucía.

Invité a todos a celebrar las fiestas, con alegría, con júbilo, dando una lección de la sabiduría del vivir, del que sabe encontrar fuerza, imaginación y diversión en un acto tan cívico como festejar a Andalucía en L’Hospitalet.

Cuando terminé, de nuevo una lluvia de aplausos y gritos de apoyo. Me dirigía al escabel que servía para bajar del escenario cuando el presentador me rogó que permaneciera en él, pues había de tener el honor de entregar el trofeo de la Semana al ganador del año. Resultó ser, si no lo he trasterrado en la memoria, el presidente de la Hermandad del Rocío de Écija en Cataluña. Subió el afortunado y le hice entrega de una figura cuya característica principal era su excesivo peso. Me costó sostenerlo y en cuanto le di el relevo al premiado lo posó en el suelo, pues tenía las mismas dificultades que yo para mantenerlo en las manos. Hice un nuevo intento de bajar del estrado cuando de nuevo fui requerido para quedarme, pues el galardonado había de ofrecer un saludo a todos los presentes. Dirigiose el hombre hacia el micrófono, sacó del bolsillo superior de la chaqueta una hojita, que me pareció de los tacos de almanaque Myrga, y comenzó a leer: «Quiero protestar porque a mis hijos los obligan a hablar en catalán, los pisan con la bota…». No se oyó más, el público aplaudía con una furia desatada. En la primera fila, los rostros mostraban la desolación.

Yo, tras el orador, intentaba comprender el conjunto de lo que pasaba, y una cierta sonrisa difícil de controlar subía, si no a mi boca, a mis ojos, cuando recordaba las muchas «instrucciones» recibidas acerca de la lengua.

El chasco no acabó allí. Al acabar el acto estaba prevista una cena en un local municipal, antigua casa o mansión de un industrial textil. Agrupados en mesas conversábamos distendidos cuando observé que el premiado, y orador encolerizado, se acercaba a la mesa en la que yo estaba sentado. Después volvía a su asiento sin que dijera una palabra. El recorrido lo hizo varias veces sin que asomara su decisión ni su objetivo. El mucho caminar por la vida te da entendederas naturales. Así comprendí que el hombre no se atrevía a solicitar lo que estaba deseando hacer. Me levanté cuando estaba cerca y le pregunté: «Usted quiere hacerse una foto de recuerdo, ¿verdad?». «Efectivamente», me respondió. Encontramos un encuadre estético para posar delante de una chimenea de mármol jaspeado. Y entonces me asaltó la sorpresa: sobre la chimenea en una placa de piedra había grabado un Rubaiyat en catalán, fechado en 1924. Me impresionó. El libro de Omar Jayam, escrito en farsi, fue traducido a la lengua inglesa a principios del siglo XX, y al castellano mucho después, lo que habla claramente del grado de cultura del dueño de la casa, que no sólo conocía los escritos del persa, sino que había logrado una traducción al catalán en 1924. Comprendí con una pequeña muestra lo que había sido la Cataluña del inicio del pasado siglo.

La historia de aquel pregón acabó dramáticamente. A la siguiente semana supe que al recompensado hombre de L’Hospitalet ¡le habían retirado el premio!

Una página difícil de arrancar
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