FERNANDO MÚGICA, FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE
TODOS los periódicos publicaban sondeos de opinión que aseguraban el triunfo electoral del Partido Popular por un amplio margen en las elecciones legislativas que se celebrarían en el mes de marzo de 1996. Sólo unos días antes, durante la campaña electoral, se produjeron dos hechos violentos que causaron conmoción en la sociedad española. Para mí, con el añadido de que las dos víctimas eran mis amigos. En un plazo de pocos días, el crimen organizado del terrorismo de ETA asesinó a Fernando Múgica y a Francisco Tomás y Valiente. La desolación planeó sobre los militantes socialistas, la inclinación hacia el derrotismo estuvo en el umbral de la organización. Con enorme esfuerzo logramos sobreponernos a la violenta pérdida de dos hombres que representaban mucho para el socialismo y que para algunos en particular eran seres queridos y admirados.
Mi amistad con Fernando Múgica era profunda, nuestras coincidencias en los asuntos políticos eran continuas. Su sentido del humor, irrespetuoso, provocador, contaba con comprensión y réplica permanente de mi parte. Casi cada mañana esperaba expectante el fax de Fernando comentando jocosamente la actualidad política. Su asesinato fue un golpe que me doblegó, me quebró la condición. Acudí a San Sebastián de inmediato a apoyar a su familia y a los compañeros. La consternación de todos me obligó a tomar decisiones que concernían a la organización de los actos fúnebres, a la recepción de las visitas y a la organización de una manifestación de protesta por el asesinato.
En la tarea de atender a todas las instituciones y organizaciones que se acercaban a la Casa del Pueblo a manifestar su pésame, hube de vivir algunos momentos de violencia moral. Me encontraba en una sala escuchando las condolencias de los representantes del PNV, encabezados por Xabier Arzalluz, cuando entraron los dirigentes del Partido Popular con su presidente, José María Aznar. El espacio no era grande. En el centro de la sala una mesa de reuniones, a un lado Arzalluz y los suyos, al otro lado Aznar y sus correligionarios. Con voz bastante alta Arzalluz dijo que se marchaba, pues habían venido a ver a unos amigos y no soportaba la presencia de… (profirió unos graves insultos a los recién llegados). Días después, recordando el incidente, reflexioné sobre la enorme dificultad que habría para que el PP, que había ganado las elecciones, pudiera llegar a un acuerdo con el PNV. Error de cálculo por mi parte. La colaboración de Aznar y los nacionalistas vascos fue inmediata y celebrada felizmente por las dos organizaciones.
Al caer la tarde marchamos por las calles del centro de San Sebastián para manifestar nuestra repulsa por el crimen. Llovía intensamente y el viento azotaba con fuerza impidiendo el uso de los paraguas. Con los rostros mojados, empujando contra el viento que casi nos inmovilizaba, contemplé a un lado y a otro el retrato de la frustración, de la impotencia, ante el hecho definitivo de la muerte de Fernando.
No se habían cumplido aún los tres meses del nacimiento del primer nieto de Fernando, hijo de José María, el mayor de los hermanos, y de Isabela. Con la honda pena del momento concebí una carta a aquel pequeño que ya nunca podría conocer a su amoroso abuelo. Se la entregué a sus padres para que algún día la leyeran a su hijo. En la carta le decía:
Perdóname que desvele el embeleso de tus sueños para contarte algunas cosas. Tú no lo recordarás: te conocí hace sólo unos días y fue en circunstancias poco propicias; era el día que despedíamos a tu abuelo Fernando. Tú, por las naturales ansias de alimento, llorabas desconsoladamente, y tal vez porque percibías el dolor de los que te rodeaban. Te tomé en mis brazos y sentí todo lo que vas a representar para los tuyos.
Has tenido, en este comienzo de vida, una estrella sin fortuna, pero estoy seguro de que tus pasos estarán guiados en el futuro por grandes dosis de amor y felicidad.
Cuentas con tus padres. José María, tu padre, transmite bondad y deseos de querer y ser querido; a ti te querrá mucho, ya lo verás. Está a tu lado tu madre, Isabela, joven, elegante, sensible, que te dará el confortable cariño que tanto necesitas. Y tu abuela Carmen —Mapi la llamamos— te aceptará como un rayo de alegría que ilumina su reciente desventura. Sé cariñoso con ella, te necesita tanto como tú a ella. Es una mujer fuerte, pero no creas que no siente como los demás, no, es que procura no inundar a los demás con la tristeza que la embarga. Tu abuela es devota de Dios y de los ángeles. Escúchala con amor y con respeto cuando hable de ello. Si llegas a pensar que ése es el camino, síguelo. Si no fuera así, tómalo con naturalidad, y sobre todo respeta su fe, ella la vive con sinceridad, con verdad.
Tienes además a tus tíos, a Fernando, tan formal, en quien se puede confiar, y a Rubén, el más alegre y también el que más deja traslucir sus sentimientos. Y de todos los hermanos el que recuerda con más claridad el carácter de tu abuelo. Tu padre y Fernando también, aunque la suavidad en las formas, la cortesía exquisita de tu abuela los ha marcado más.
Creo que ahora debo decirte algunas cosas sobre tu abuelo Fernando, de quien no podéis disfrutar la compañía, pero cuya personalidad estoy seguro de que va a impregnar toda tu vida. Él era una fuerte personalidad, y verás cómo todos los tuyos se encargarán de que tú tengas viva su memoria desde el principio. Tu abuelo era un regalo para todos. Su alegría, su bonhomía, rompía todas las barreras de la comunicación. Se hacía querer desde los primeros compases de una relación. Y era imposible enfadarse con él, porque después de una frase fuerte, hasta un poco brusca, cuando te oponías, sonreía, te daba la razón, te echaba el brazo por la espalda, acompañándose de una amplia y fuerte risa. ¿Qué podías hacer? Quererle y pasarlo bien a su lado. Tiene algún parecido con su hermano Enrique —tu tío abuelo—, lleno también de humanidad y bondad.
Ya sé, Jorge, que no es necesario que yo te lo escriba en esta amistosa carta, otros te lo van a inculcar mejor que yo, pero déjame que me aproveche de mi amistad con tu abuelo para decirte —que me atreva a decirte— que conserves, como uno de los tesoros de tu vida, el más amoroso recuerdo que puedas tener de Fernando, tu abuelo, un hombre bueno. Recuerda que su último gran momento de felicidad fue la ceremonia de tu bautismo, tan pocos días antes de que los brutos, los malvados, los animales te dejaran a ti sin el mejor abuelo del mundo, y a todos los demás, familia y amigos, desconsolados, en una inmensa tristeza y soledad. A tu abuelo le hicieron eso por ser muy bueno, por defender las ideas en las que creía y con las que defendía a las personas necesitadas.
Bueno, pero no quiero ponerte triste, Jorge; al contrario, tú tienes muchos motivos para encarar la vida con esperanza, con ilusión. Para alegrarte un poco te contaré un cuento.
Hubo una vez un rey llamado Midas, del que cuentan que tenía la facultad de transformar en oro todo lo que tocaba. Ahora, tú eres un nuevo rey Midas. Lo que tocas, lo que miras, lo que te atrae se convierte en algo interesante para todos, para mamá, para papá, para la abuela, para los tíos. Todos avanzan la cabeza por la barandita de tu cuna, se afanan por distraerte, por hacerte reír. ¡Ah, tu risa!
Dos actos de tu vida se convierten en grandes turbaciones para todos los que te quieren: tu risa y tu llanto. Si ríes, si sonríes, si lanzas una pequeña carcajada, fíjate en cómo todos se alegran, y se dicen unos a otros: ¡mira cómo ríe Jorge! Los haces felices. Tan pequeño como eres y ya puedes determinar el estado de ánimo de los mayores, que se creen tan sabios, y que sin embargo siguen los dictados de tus órdenes.
Pues si tu risa les complace, les alegra el corazón, tus lágrimas les preocupan, les inquietan; no saben qué hacer cuando lloras para calmarte.
No abuses, Jorge, de tus poderes. Cuando quieras algo y no sepas pedirlo llora un poco, pero no demasiado porque los pones muy nerviosos a todos. Llorar no es malo, al contrario, si tienes ganas de hacerlo, hazlo, te servirá de desahogo, de relajación, pero no le cojas gusto por mimo porque tus amantes cuidadores quedarán agotados al verte y oírte llorar. Ahora bien, reír, ríe lo que quieras, también te descargará, y en cuanto a los otros, todos felices a tu alrededor, cautivados por tu sonrisa.
Está muy bien, te decía, que todos circulen alrededor de tu existencia, ya que representas lo más tierno, lo más limpio, lo más cándido y también lo más espontáneo, sincero, auténtico de la vida. Pero habrás también de procurarte, con el tiempo, un lugarcito para tu soledad, para tu reflexión. Y eso te lo habrás de ganar, con cariño y con mucha comprensión.
Parece que los hijos tienen una relación cambiante con sus papás. Primero dependen tanto de ellos, en lo más vital, en el amor, que les resultan adorables, ejemplo y lección para sus vidas y sus conductas. Más tarde, coincidiendo con la «cándida adolescencia», se revuelven contra sus padres, porque sus pautas de vida no coinciden con las de sus progenitores. Por fin, pasada la etapa en la que los jóvenes desean vivamente su autoafirmación, vuelven a sentir ternura hacia sus padres, y hay veces que ya es demasiado tarde para la comprensión.
Te lo digo ahora, Jorge, para que sabiéndolo lo intentes evitar, para que siempre tengas en mamá (más dulce ella) y en papá (más activista él) el corazón que riegue los impulsos de tu vida, que si la quieres verdadera, real, debe estar guiada por un principio ético: la autenticidad.
Sé auténtico, Jorge, sé tú, sé verdad, aprende a distinguir —tus padres te ayudarán— lo principal de lo accesorio, las voces de los ecos.
Conoce a las personas por su «ser», no por su «tener», valóralas por su comportamiento, no por etiquetas, que se cambian fácilmente según las circunstancias.
En la vida, Jorge, es importante el sosiego, la serenidad. Deja el enfado para las cosas grandes, no te enojes con las cosas, no tienen vida; guarda tu ira sólo para cuando la vida te obligue a ver —¡ojalá no te ocurra nunca más!— una injusticia, un acto de crueldad.
Insto a la serenidad, aprende a ver las cosas con un tamiz estético; busca lo bello, lo elegante, lo armónico, en el arte y en la vida. Ten sentimientos, y actúa con inteligencia y bondad.
Te vas a enfrentar, Jorge, a un mundo incierto, sin pautas definidas. Pero con tus condiciones y las de los que te rodean, confío en que serás una persona que, sin pretensiones vanas, sabrás labrarte un lugar de privilegio entre los tuyos, que siempre te querrán. No te canso más, Jorge. Tengo para ti deseos pletóricos de felicidad. Sé muy feliz y haz felices a los tuyos.
Bien, tú dirás: ¿y quién es éste para darme tantos consejos que no le he pedido? Digamos que un amigo que se siente muy cerca de ti por muchos lazos de afectividad, que quiere estar atento a tu camino, a tu vivir, para ayudar, sin interferir ni importunar; si tú le dejas, claro.
Con este afecto te escribo esta primera carta, que pudiera no ser la última, si te parece bien a ti.
Con cariño te dejo en tu refugio, con los tuyos, aprendiendo a vivir, cada día más feliz.
Tuyo.
Al cumplir los catorce años recibió la carta de manos de sus padres.
Años después, al cumplirse los quince años de aquel asesinato, nos reunimos los amigos de Fernando a recordarle. Fue un conmovedor acto celebrado en el Kursaal de San Sebastián, publicitado como un acto de presentación del hermoso libro que dedicó Txiki Benegas a Fernando Múgica y que editó la Fundación Pablo Iglesias.
Mis palabras fueron pronunciadas con una gran emoción y seguidas con un silencio arrobado. Recordé que hay muertos que siguen en pie. Aquellos a los que no roe el hueso del olvido. Por eso recordamos a Fernando: lo hacemos vivir porque los muertos viven en la memoria de los vivos.
Fernando fue una persona singular. Un hombre de convicciones y un hombre práctico. Sus profundas convicciones democráticas y socialistas las apostaba con fuerza por la justicia, por la verdad… y por el Estado de Israel, con el que se sentía íntimamente comprometido, como su hermano Enrique. Tuve ocasión de comprobar su emoción por el pueblo israelí visitando juntos kibutz, desiertos y ciudades bajo el impacto de la sugestión por lo que veía.
La sociedad democrática debe defender su libertad, su vida, contra el crimen organizado, no importa bajo qué sigla se esconda. Respeto a las víctimas y sobre todo respeto a la verdad. Así era Fernando.
Cuando llegué al País Vasco a la llamada de la muerte del amigo, se agolpaban en mi mente muchas reflexiones. De ellas entresaco la del general Riego: «Ser español es temblar». Aún seguía siendo una verdad en aquel trozo de España, donde fanáticos con nombres se enseñorean sobre el crimen y la persecución. ¿Qué hicimos mal, me preguntaba, para que aún hubiera que reivindicar aquí los derechos que son natural ejercicio en otros lugares del país? ¿Qué razón histórica, si ésta existiera, valdría sobre la vida de tantos muertos? Ninguna doctrina vale más que la dignidad de un ser humano. No hay explicación, razón, historia, ni condición política capaz de sobreponerse al derecho a vivir, al dolor de las familias y los amigos de los asesinados. Y para todos vale lo que digo, para los asesinos, los complacientes, los que desvían su mirada, también para los que de corazón combaten la coacción: es imposible el triunfo de la destrucción y la barbarie.
El recuerdo de Fernando me lleva al lúcido y claro Albert Camus:
Llega siempre un tiempo en que hay que elegir entre la contemplación o la acción.
Existe Dios o el tiempo, esta cruz o esta espada.
Hay que vivir con el tiempo y morir con él o sustraerse a él para una vida más grande.
Se puede vivir en el siglo y creer en lo eterno. Eso se llama aceptar. Pero me opongo a este término y quiero todo o nada. Si elijo la acción, no se crea que la contemplación es para mí una tierra desconocida. Pero no puede dármelo todo, y privado de lo eterno, quiero aliarme con el tiempo. No quiero tener en cuenta la nostalgia ni la amargura, lo único que quiero es ver con claridad.
El hombre no puede nada y sin embargo lo puede todo.
Hasta aquí la grandeza de un conquistador era geográfica.
Se medía por la extensión de los territorios vencidos. Pero ahora la grandeza ha cambiado de campo. La grandeza hoy está en la protesta ante lo injusto, en el sacrificio sin porvenir, sin ventajas.
Todo hombre puede igualar a un dios en algunos momentos de su vida.
Se debe a que, en un relámpago, ha sentido la asombrosa grandeza del espíritu humano. Ésa fue la grandeza que transmitía Fernando. Es la grandeza que yo conservo en mi recuerdo.
Contaré una pequeña historia de la que tuve conocimiento más tarde, después de la muerte del amigo. Sentía Fernando un aprecio infinito por un libro que releyó en muchas ocasiones. Su título: Legado. La civilización y los judíos, de Abba Eban.
En una ocasión en que con generoso impulso creyó que me debía algún tipo de homenaje o agradecimiento decidió hacerme el presente de tan preciado libro. Le estampó una dedicatoria: «A Alfonso Guerra, con cariño, en la fiesta de Hanuká 1987 y como expresión sincera de fidelidad amical en la solidaridad de partido. Fernando Múgica. Diciembre, 1987».
Después reflexionó y comprendió que aquel libro le ayudaba a comprender a su pueblo de origen y decidió continuar con su posesión. Yo estaba ignorante del impulso y del arrepentimiento, pero la semilla de Fernando, en cuanto de entendimiento de vida, fructificó; y tras su muerte, José María, su hijo, me dio cuenta del hecho y me entregó el libro, que conservo con emoción.
Mi relación con Paco Tomás y Valiente estaba marcada por el gran respeto intelectual que sentía por un amigo que se comportaba con una sencillez magnífica. Nos unían muchas coincidencias y amistades compartidas, como la de Ramón Carande, Elías Díaz, Gregorio Peces-Barba y Virgilio Zapatero.
Paco Tomás era un hombre de lenguaje muy preciso, no ahorraba palabras que fuesen necesarias para una exposición correcta ni despachaba palabras inútiles. Concreto, serio en sus afirmaciones, socialista verdadero, tierno en su amistad. Para la universidad su asesinato fue una acometida insoportable que provocó una auténtica rebelión de los estudiantes, que ocuparon los campus universitarios con las manos tintadas de blanco, expresando la repulsa, aún bajo el golpe de la sorpresa, de la violencia y el crimen.