CUBA EN EL CORAZÓN
CUBA ejerce una atracción sentimental misteriosa para los españoles. Cuando la isla logró la independencia de la metrópolis alguien podría pensar que los españoles, despechados o irritados, dieron la espalda a la antigua colonia. Nada de eso. En los años que siguieron a la pérdida de la colonia emigraron a Cuba más españoles de los que lo habían hecho en los cuatrocientos años anteriores.
La relación con Cuba, la de la élite social y sobre todo la de las clases populares, está dominada por una suerte de enamoramiento que seduce. El carácter del cubano ayuda mucho, es simpático, oferente de lo poco que tiene, solidario, optimista, alegre y algo guasón; todos ellos valores que el español sabe apreciar. Hago esta breve introducción para contarles una pequeña aventura política hasta este momento desconocida para todos.
Una mañana recibí una llamada telefónica de alguien que solicitaba una entrevista conmigo. Se trataba de un excandidato presidencial norteamericano y exsenador. Su nombre, Gary Hart. Acepté la visita pensando que sería alguien interesado en conocer las relaciones de los socialistas con Estados Unidos. Había tenido ya ocasión de mantener varias conversaciones con altos cargos norteamericanos y con algunos otros que los habían ocupado anteriormente. Siempre se habían comportado con exquisita educación y de vuelta en su país acostumbraban a escribir para agradecer que los hubiera recibido.
En esta ocasión al visitante le guiaba otro interés. Le recibí en mi despacho de Ferraz, sede del partido, el 30 de septiembre de 1996. Comenzó por explicar la inconveniencia, a su juicio, de mantener unas relaciones tan inamistosas por parte de la Administración norteamericana y el Gobierno de Cuba. Creía necesario establecer algunas vías de comunicación que facilitaran un progresivo entendimiento entre los dos países y afirmaba que según sus informes yo podía desempeñar un papel de mediador entre el jefe del Estado cubano (Fidel Castro) y los intereses de Estados Unidos. Le mostré mi sorpresa, pues siempre había yo proclamado mi oposición al embargo de la isla y mi rechazo frontal a la ley Helms-Burton. Justamente mi posición les había hecho pensar que podía conferirme una autoridad en las dos partes.
Quise saber si aquélla era una iniciativa de la Administración Clinton. Me aseguró que no, que obedecía a unos grupos muy cercanos al entorno de Clinton, pero sin que la presidencia estuviera involucrada.
Le di una respuesta afirmativa en cuanto a mi disposición para cualquier actividad que pudiera ser beneficiosa para las relaciones de Cuba con Estados Unidos, aunque debía previamente asegurarme de que los cubanos aceptaban esa mediación. Nos despedimos con la promesa de mantenerle informado de cuanto se avanzara en el proyecto.
Acudí a informar al secretario general del partido, le expliqué con la máxima precisión la propuesta del norteamericano Hart. La respuesta de Felipe me pareció acertada en primera instancia y finalmente me sorprendió. Manifestó su conformidad con que pudiéramos mediar para alcanzar algún acuerdo Cuba-EE. UU., pero me anunció que él tenía un mediador mejor. Le entendí, posiblemente creía que alguien que hubiese estado ligado al Ministerio de Asuntos Exteriores podría ser más representativo. Le expuse que no habría problema en ser sustituido, sólo que era preciso que tanto los norteamericanos que habían acudido a mí como los cubanos a los que yo pensaba consultar, si el partido veía bien la gestión, aceptaran ese nuevo mediador. Le pregunté cuál era su propuesta. Me dijo: «El Papa». No hice ningún comentario. Creo que supo interpretar mi silencio. Me animó a hacer la consulta de mi mediación a los cubanos.
Hablé con las autoridades cubanas telefónicamente, expliqué que deseaba conversar con Fidel Castro para exponerle un asunto que podría ser de su interés. Concertamos una entrevista en La Habana.
Durante el viaje le di mil vueltas a cuál podría haber sido la razón de que se dirigieran precisamente a mí. Recordé que en un discurso que pronuncié en Santo Domingo, en el Comité de América Latina y el Caribe de la Internacional Socialista, había yo propiciado alguna intervención para aproximar posiciones entre Cuba y Estados Unidos. Hice referencia a un agravamiento —uno más— que se había producido en la ya larga crisis de las relaciones de Cuba y Estados Unidos y consideré que éste era un conflicto que la Internacional Socialista no podía eludir.
Éstas fueron mis palabras:
Su voz, la de la IS, se ha alzado en numerosas ocasiones contra un injusto embargo cuya víctima es el pueblo cubano y debe condenar ahora también su ampliación y reforzamiento a través de la denominada «ley Helms-Burton».
La Internacional Socialista dispone de capacidad de interlocución, tanto con el Gobierno de Cuba como en sectores influyentes de la Administración demócrata norteamericana, como para emprender un intento para aproximar posiciones y hallar vías de solución a un contencioso que tan sólo traerá mayores sufrimientos y desgracias para el pueblo cubano. Debemos, por tanto, adoptar las iniciativas que se estimen precisas para lograr abrir un espacio de entendimiento entre Cuba y Estados Unidos, y hacer llegar al Gobierno norteamericano nuestra protesta por una decisión que creemos tan innecesaria como injusta.
Pero no sólo debemos detenernos en las protestas porque eso sería tanto como resignarnos a una posición meramente testimonial. Debemos desplegar alguna iniciativa concreta, alguna propuesta real que nos permita contribuir a solucionar un contencioso que se prolonga durante décadas, sobre la base del diálogo en pie de igualdad.
Sobre todo, estamos obligados a comprometernos con la situación de Cuba y aportar iniciativas que faciliten un diálogo entre sectores que hoy viven de espaldas. El objetivo de la progresiva apertura política de la Isla debe ser compatible con la exigencia del respeto a su plena soberanía; cualquier injerencia, cualquier actuación exterior ilícita, no sólo representa una quiebra de las normas del derecho internacional sino que no contribuirá más que a agravar la difícil situación que ahora se vive. Hagamos, por tanto, posible que la Internacional Socialista contribuya activamente a la reconciliación de todos los cubanos comprometidos con el futuro de su país; de todos aquellos capaces de superar los rencores y el desencuentro para abrir el horizonte de convivencia tolerante que merece el pueblo cubano.
Un entendimiento, por leve que fuera, entre las autoridades norteamericanas y las cubanas ayudaría a la democratización de la isla y a una convivencia en paz y tolerancia mutua.
Llegué a La Habana, el 9 de enero de 1997, una ciudad que siempre seduce, a la que el deterioro del paso del tiempo no ha logrado hacerle perder su encanto misterioso. Muchos personajes que la han visitado han expresado frases de elogio que vienen a ser como definiciones estrictas que reúnen en pocas palabras ese enigmático hechizo que genera un afecto indecible. De los numerosos ejemplos citaré sólo dos. Los ojos de Picasso escrutaron lo que veían hasta hacerle decir: «Ciudad donde los colores hablan». El cómico mexicano Mario Moreno Cantinflas hizo su propio retrato: «Una ciudad de calles que ríen». Impresiones que me parecen acertadas, los colores de las casas, aun contando con que la falta de cuidado las aja sin remisión, transmiten una alegría contagiosa, y las gentes que «habitan» las calles parecen de buen humor, quizás sea sensación pleonásmica, un efecto en demasía que nos hace sentirnos relajados y gustosos.
Me alojé en una casa de «respeto», en el Vedado, adonde me acompañó el vicepresidente José Ramón Fernández, asturiano él, aunque conocido, como todos los españoles, como el gallego Fernández. Allí tenía una invitación para cenar en el Palacio del Consejo de Estado. Nada permitía pensar si la cena sustituiría a la entrevista prevista con Fidel o sería una cena de tipo protocolario. La incógnita se resolvió pronto. Al llegar a la sede del Consejo de Estado me recibió Fidel Castro y me condujo al salón, donde esperaban los vicepresidentes Carlos Lage, José Ramón Fernández, el responsable del Partido Comunista, José Ramón Balaguer, y el secretario de Fidel, Felipe Pérez Roque.
La cena comenzó enseguida, eran las nueve de la noche; hablamos de España, de Cuba, de la política internacional, del período «especial» que atravesaba la isla, de literatura; Fidel manifestó su preferencia por el Quijote, y lamentó la inexistencia de una edición de la novela cervantina que incluyera sólo los diálogos de don Quijote y Sancho, despojándola de todas las narraciones de los amores que cuentan los personajes. Me pareció una solicitud extraña, aunque poco después de mi vuelta a España pude comprobar cómo la editorial Castalia publicaba una versión según los deseos de Fidel Castro.
La conversación discurría por una senda tranquila, amena, aunque las palabras de Fidel no eran puestas en causa por ninguno de sus colaboradores, a excepción de Felipe Pérez Roque, el más joven, que le hablaba con bastante claridad y le rebatía algunas ideas. Nada especial en las costumbres de los dirigentes españoles, pero algo impactante en Cuba. Pérez Roque sería más tarde ministro de Asuntos Exteriores.
No encontraba la situación propicia para plantearle el asunto que me había llevado a La Habana, la petición de mediación con Estados Unidos. No me parecía prudente exponer la cuestión ante otras cuatro personas, cuyo grado de decisión o simple participación en un tema de política general que afectaba a las relaciones de cubanos y norteamericanos yo desconocía.
A las once y treinta, tras dos horas de cena y conversación, pregunté dónde estaban los aseos. Inmediatamente se levantó Fidel diciendo: «Yo te acompaño». Cuando comenzamos a caminar le dije que quería plantearle un asunto de cierta importancia y no sabía si introducirlo delante de los demás. Me llevó a un salón decorado con un enorme mural de Portocarrero donde le trasmití la petición del enviado de Estados Unidos. Su interés en el asunto quedó patente en sus palabras. Expresó que la discreción estaba asegurada. Lo comentaría con algunos compañeros, él citó sólo a Carlos Lage y Balaguer, pero tomó una decisión al instante: «Que digan fecha para iniciar los contactos».
Fidel me explicó su sorpresa e incomodidad por los incidentes del 24 de febrero de 1996 (el derribo por la fuerza aérea cubana de una avioneta de la organización Hermanos al Rescate, de Miami). Dijo que se había pactado con Clinton (a través de Carlos Salinas, según me precisó Gabriel García Márquez) que no habría más avionetas, y que habían olvidado (sic) anular las viejas instrucciones contra las avionetas. Los duros de dentro y de fuera habían acabado con la precaria entente.
En todo caso, Fidel tenía puesta toda la esperanza en la reelección de Bill Clinton.
Seguimos hablando hasta la una y media, cuando volvimos al salón donde habíamos cenado. Allí seguían todos esperando al comandante.
Al día siguiente fuimos a pasear por Varadero, pero antes acordé con Gabo (García Márquez) que a mi vuelta le llamaría para ver si podríamos cenar juntos. Ya en La Habana le llamé. Me dijo: tengo una visita que lleva toda la tarde preocupado con tu vuelta. Se marcha pero vuelve para que nos veamos. Fidel volvió a las 22.30 y se quedó hasta la amanecida.
Gabo, siempre guasón, me dijo que Fidel sentía horror ante la perspectiva de publicar una entrevista hecha por mí, según él, porque yo he leído todos los libros, aunque nadie había hablado de hacer tal entrevista. Según Gabo, Fidel le habló muy bien de mí; «Es enciclopédico», le dijo.
Gabriel me contó que andaba escribiendo un cuento acerca de un hombre religioso, católico, que cada día hace una oración recitando un poema, quizás de las Coplas de Jorge Manrique. Y es que Gabriel estaba fascinado con el poeta y manifestaba una necesidad imperiosa de saber de la vida de Manrique y me pedía datos a mí. Le ofrecí dos: visitar Sigüenza, en Guadalajara, y contemplar al Doncel, es su fenotipo. Y leer la biografía de Antonio Serrano de Haro publicada por Gredos. Lamentablemente estaba agotada, pero le prometí regalarle el ejemplar que yo tenía. Así lo hice en una visita posterior de Gabo a Madrid, cuando fuimos a disfrutar juntos de la conversación durante un almuerzo en Casa Lucio, restaurante preferente de García Márquez, al que hay que añadir la personalidad generosa de Lucio.
Dedicamos una parte de la noche a valorar al poeta sevillano Rodrigo Caro y su celebérrimo poema «Canción a las ruinas de Itálica». Me gustó que el novelista más capacitado para fantasear con la realidad hasta rayar en lo absurdo o irreal se entregara a dos poetas clásicos de España, Jorge Manrique y Rodrigo Caro, signo inequívoco de que su creatividad ninguna relación tenía con la escritura automática ni era flor de azar. En una conversación años después, en presencia de Carlos Fuentes, los dos novelistas mostraron su admiración infinita por la obra capital de Miguel de Cervantes. Escritores, pues, muy modernos, innovadores, pero anclados en la literatura universal, en las obras clásicas de donde surgirá toda la novela de los siglos posteriores.
En aquella larga noche de La Habana tuvimos tiempo para conversar sobre temas muy variados, pero la máxima atención estuvo centrada en los asuntos literarios. Gabriel García Márquez contó una anécdota política que más parecía de una novela de Macondo. Un político italiano, Fausto Bertinotti, líder del Partido de la Izquierda Europea, comunista, viajó a México para visitar al subcomandante Marcos, el dirigente zapatista que siempre aparecía ocultando el rostro con un pasamontañas. El comunista italiano le presionó durante dos días para que Marcos confesara cuál era su ideología; el subcomandante se evadía, no acababa de pronunciarse con claridad.
Al despedirse para volver a Italia, Bertinotti recibió un libro envuelto a la par que el subcomandante le decía: «Ésta es mi filosofía». Al desenvolverlo descubrió que se trataba del Quijote. Una historia que confirma la travesía por el tiempo y el espacio de una obra cuya magnificencia en la comprensión del ser humano y sus pasiones nunca dejará de engrandecerse.
En La Habana recibí la visita del comandante Piñeiro Barbarroja, que había sido responsable de las guerrillas fuera de Cuba y que yo había conocido al principio de los años sesenta, cuando Castro y el Che Guevara representaban la más limpia forma de lucha contra la opresión para todos los jóvenes del mundo. La época en la que en España todo joven deseoso de libertad y democracia exhibía en su habitación una lámina reproducción del Guernica de Picasso y un póster del Che.
A Piñeiro le noté preocupado, tuve la sensación de que pudiera estar vigilado y que tenía conciencia de ello. Después de conversar un momento salimos de la casa para continuar hablando mientras caminamos, mínima precaución para estar seguros. Me invitó a un almuerzo al día siguiente porque tenía un gran deseo de que conociese a su esposa.
El responsable de la embajada española, siempre muy atento, se sumó a la comida. Cuando nos encontramos, Piñeiro me dijo: «Te presento a mi esposa, Marta Harnecker». Mi corazón dio un vuelco, sólo acerté a decirle: «Creía que Marta Harnecker era un libro». Y es que durante la dictadura, cuando imperaba el marxismo entre los universitarios (se leía a Marx, Engels, Lenin y Mao, en un batiburrillo compatible con el estructuralismo), el Marta Harnecker —esto es, el libro de esta marxista-leninista chilena titulado Los conceptos elementales del materialismo histórico— era un manual especialmente deseado por los jóvenes lectores, entre ellos los del PSOE, que mostraron durante una temporada auténtico furor por el libro.
Sin embargo, allí estaba la autora, una guapa mujer, animosa y nada dogmática en sus expresiones, lo que contravenía abiertamente a su libro.
Años después murió Piñeiro y me dijeron que Marta andaba por los campos de Venezuela ejerciendo una labor de culturización según el modelo de las Misiones Pedagógicas de Manuel Bartolomé Cossío durante la Segunda República española.
En la comida participó también —nunca supe cómo llegó a ello— el obispo Céspedes, hombre afable y simpático. Miraba a mi alrededor y veía en animada charla al jefe de la guerrilla, a la marxista oficial y al obispo católico, y acudía a mi socorro ante aquella extravagancia una buena explicación: estamos en Cuba.
De nuevo en España, me ocupé de hacer llegar a la parte norteamericana el interés mostrado por las autoridades cubanas y su disposición a iniciar los contactos. Cuando Gary Hart volvió a Madrid, le expresé la necesidad del contacto personal, él debería entrevistarse con Castro e iniciar las posibles relaciones o negociaciones. Yo había hecho el contacto y facilitado la relación Estados Unidos-Cuba, ahora correspondía a ellos continuar la operación.
Sostuvimos una correspondencia para preparar el contacto directo, intentando soslayar o superar los obstáculos que se ofrecían para su viaje a Cuba. La legislación norteamericana estaba llena de trabas que hacían difícil la operación. Finalmente llegamos a una fórmula bastante teatral que garantizaba discreción y seguridad. Él debía viajar con su «esposa» española a Cancún, en México, y desde allí el «matrimonio» volaría a Cuba como turistas. Sólo faltaba encontrar a la «esposa» española. Debería hablar inglés para comunicarse con el mediador norteamericano, ser relativamente joven, que mantuviese la discreción absoluta y que aceptara el papel de actriz. Pensé en la asesora de la secretaría internacional del PSOE. Hablé con Raimon Obiols, el secretario, le pareció bien y se lo propusimos a ella. Lo aceptó. Quién podría haber pensado entonces que aquel curioso viaje, y un segundo que llegó más tarde, sería realizado por quien habría de ser años después ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez.
Las visitas del «enviado» norteamericano que yo había facilitado tuvieron la importancia de haber establecido un canal de comunicación, desde luego informal, entre Cuba y Estados Unidos, especialmente cuando las relaciones entre ambos países atravesaban uno de sus peores momentos, que tenían como punto de fricción especial los atentados con explosivos que se habían repetido en La Habana, y que los dirigentes cubanos atribuían, no sin razón, a la oposición de Miami.
Fidel Castro entregó al visitante un documento, en el primer viaje, abril de 1997, para que se lo hiciese llegar a Bill Clinton. Éste no mostró gran interés en recibirlo personalmente y fue con un grupo de asesores de la Casa Blanca con quien tuvo oportunidad de estudiar el documento entregado por el «comandante en jefe».
En el documento —se me informó en una visita a Madrid del mediador— se exponían las investigaciones realizadas acerca de los atentados terroristas de los últimos seis años en Cuba. Se acusaba a Estados Unidos por acción u omisión, a través del FBI, la CIA, o simplemente por permitir que los atentados fuesen preparados sobre territorio norteamericano, y en ocasiones por ciudadanos de este país. En Cuba dominaba una honda preocupación por los atentados debido a varias razones, todas ellas importantes: los efectos intrínsecos a los atentados, la evidencia de la vulnerabilidad del sistema de seguridad cubana, y por las repercusiones negativas sobre el turismo, única industria en crecimiento, pilar básico para la superación del «período especial» inaugurado con la desaparición de la Unión Soviética y la merma hasta la anulación de la ayuda «solidaria» comunista.
El segundo encuentro, en noviembre, se produjo a instancia de las dos partes. Los cubanos deseaban una respuesta a sus preocupaciones y denuncias, y los norteamericanos no deseaban aparecer como «promotores» de actos terroristas, ni aunque se dirigieran contra Castro. Nuevamente los socialistas españoles asumían el papel de intermediario para la elaboración del programa del «enviado» en La Habana y para las gestiones de operatividad que estaban vedadas para el norteamericano: obtención de visado, compra de billete para el viaje, etc. El enviado norteamericano solicitó nuestra presencia en todas las reuniones, aunque no fue posible estar en todas por decisión de los cubanos.
El exsenador transmitió a Fidel Castro el compromiso de la Administración norteamericana de combatir cualquier tipo de actividad terrorista que pudiera desarrollarse desde su territorio, así como su decisión de investigar los casos que se habían producido.
Fidel le expresó su satisfacción por que los «incidentes» hubiesen remitido en los últimos meses, lo que él relacionaba con la mediación en curso. Esta convicción recibió un gran espaldarazo al «coincidir» la estancia en La Habana de Gary Hart con la detención en Estados Unidos de cuatro cubano-norteamericanos acusados de intentar un atentado contra Castro en la Cumbre Iberoamericana de Isla Margarita. Fidel, exultante, calificó la mediación en curso como una misión de «gran éxito».
El norteamericano no mostró una interpretación tan triunfalista, creía que se debía a una coincidencia, aunque sin descartar que la Casa Blanca hubiera iniciado los primeros pasos para detener a los que defendían una actuación violenta contra Castro y la Cuba comunista.
El estadounidense concluyó que las autoridades cubanas estaban interesadas en la participación norteamericana en el combate contra el terrorismo en Cuba, pero no dispuestas a un intercambio con Estados Unidos que signifique concesiones mutuas en el conflicto que dura ya más de treinta años. Tenía también deseos de entrevistarse con otros dirigentes cubanos además de Castro, para intentar descubrir las posibles diferencias que hubiere entre ellos. Se reunió en el segundo viaje con el vicepresidente Carlos Lage y con Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea parlamentaria. Pudo comprobar una posición absolutamente coincidente con la línea oficial, lo que le produjo una gran decepción, pues esperaba que se sincerasen con él en una posición reformista que le permitiera hablar de ellos a la Administración norteamericana como colaboradores en una posible transición democrática.
Otro asunto, además del concerniente al terrorismo, que se planteó en las reuniones fue la posibilidad de inversiones, realizadas desde terceros países. Se interesó por la rehabilitación de edificios antiguos —La Habana cuenta con un extraordinario patrimonio histórico— que pudieran ser explotados con fines comerciales. Las autoridades cubanas no mostraron interés, dada la política de rehabilitación que lleva a cabo, dirigida por el maestro de la retórica e historiador de la ciudad Eusebio Leal, orientada siempre al realojo de los inquilinos y nunca a la comercialización de los edificios. Sí estuvieron muy interesados en la inversión extranjera dirigida a la industria turística. El exsenador les presentó una propuesta de un grupo empresarial de Corea del Sur con el que quedaron en mantener una reunión.
El norteamericano creía terminada la mediación por la escasa predisposición de los cubanos para comenzar un deshielo con concesiones mutuas. Éstos estaban muy interesados en mantener los contactos, pues no querían perder el único puente de relación que querían tener «a mano» cuando creyesen conveniente iniciar los pasos de aproximación.
En cuanto a nuestra intervención en la mediación, creíamos haber llegado al final, por lo que propiciamos un contacto directo entre ellos, sin perjuicio de que, como había venido ocurriendo, las dos partes nos mantuviesen informados de los progresos, si éstos se producían.
Fue una experiencia de un interés político, cultural y humano de gran fuerza. No intervinimos creyendo que los problemas entre Estados Unidos y Cuba iban a ser resueltos, pero teníamos la esperanza de contribuir a una cierta distensión entre los dos países. Algo se logró; se realizaron reuniones, se intercambiaron documentos, se abandonó la política de atentados y todo ello con educación, con gentileza, sin las descalificaciones burdas tan frecuentes.
A mí me permitió observar muy de cerca, en el centro del círculo del poder, las actitudes de las autoridades cubanas. En los regímenes en los que la autoridad es absoluta y concentrada en un número muy reducido de personas, el mantenimiento rígido de las posiciones se debe, a un mismo tiempo, a la fuerza y a la debilidad. Se saben capaces de «ordenar» sin que exista una respuesta suficiente, eficaz, que pueda hacerles modificar sus consignas, y sienten el «pánico escénico» ante el menor cambio. Lo había visto ya con claridad en los cambios en los países del Este europeo, en el proceso de descomposición del comunismo de la Unión Soviética y de los países satélites. Especialmente fue revelador el miedo del poderoso general Jaruzelski en Polonia. Sabía que controlaba todo el poder, pero era consciente a la vez de que los primeros cambios que propiciaba podrían acabar, como así ocurrió, con la estructura fundacional del régimen autoritario. Aceptó el desafío y fue pieza fundamental en la transición a la democracia en Polonia.
En Cuba atravesaban una etapa semejante. Mi conversación con ellos era franca y relajada, les hablaba con claridad, muy directamente, y ellos aceptaban el nivel de sinceridad. Les veía conscientes, aunque cautelosos, de los cambios que se estaban produciendo sin su aquiescencia, pero sí con su permisividad. ¿Quién no conocía que las familias alquilaban parte de sus viviendas a los turistas que iban llegando ya en un número considerable? ¿Quién ignoraba que los paladares, restaurantes privados, no respetaban la limitación —idiota e inútil— a sólo doce comensales? Todos eran conocedores de que el mercado de productos agrícolas estaba poco a poco liberándose de las servidumbres del aparato estatal; incluso algunos altos dirigentes me confesaron que les gustaría mayor celeridad en el proceso de liberalización de los productos agrarios, pero nadie podía expresarlo públicamente. Se temía que cualquier medida, por pequeña que fuera, pusiera en marcha unos cambios incontrolables que cuestionaran la totalidad del sistema.
En una de mis conversaciones con Fidel le exhortaba yo a tomar las decisiones de apertura desde el poder, lo que sería garantía de gradualidad y evitaría la confrontación violenta. En un momento dado le expuse cómo en España la oposición democrática había acordado con el poder heredero de la dictadura los pasos fundamentales que condujeron a un cambio político, a una transición a la democracia, sin rupturas violentas. ¿Por qué Cuba no podía hacer su propia transición, con sus ritmos y sus peculiaridades, pero cambio profundo a la postre? Fidel me miró fijamente y tocándome en el pecho con su dedo corazón me dijo: «Sí, pero esperasteis a que estuviera muerto el monstruo». Le hice comprender que, aunque el dato era real, la respuesta implicaba una identificación personal que no le beneficiaba nada.
Así era Fidel, siempre dialéctico en la conversación, nunca satisfecho, en búsqueda continua de un argumento que pueda desarmar o al menos debilitar el del oponente en el diálogo. Gran conversador, domina la técnica de la seducción del contrario, busca envolverle en sus argumentos para, si no puede convencerle, reducir o eliminar su posible hostilidad a lo que él representa y en particular al propio personaje. Todavía en aquel momento Fidel Castro tenía la posibilidad de conducir el cambio democrático en Cuba. Muchos esperaban —y esperan— un cambio de régimen en Cuba, unos porque desean el fin de todo lo que ha significado el castrismo, otros porque consideran que es el único camino para salvar los aspectos positivos de la Revolución. Castro tenía aún la posibilidad de conducir una transición pacífica que evitara un enfrentamiento civil. Tenía Fidel una gran oportunidad para hacer realidad aquella frase de los primeros momentos revolucionarios: «La historia me absolverá».