NUEVA YORK, DE LA LUZ A LAS SOMBRAS

LA fecha del 11 septiembre de 2001 cambió la vida de millones de seres en el mundo. El temblor de la capital del poder se transmitió al mundo entero. La ciudad de Nueva York había sabido conquistar una credencial de libre expresión de las ideas, creatividad e informalidad que la convirtió en una isla de libertad en Estados Unidos. Toda su liberalidad se desbarató una mañana de septiembre cuando el fanatismo hizo embestir un avión comercial, cargado de pasajeros, contra una de las torres que lucían el poder de Norteamérica y el espíritu de la ciudad. Fue en ese momento, y minutos después, cuando hicieron chocar una segunda nave con la otra torre gemela. El derrumbe de las torres representaba la destrucción de ese paradigma de civilización, convirtiendo la ciudad en un laberinto de miedos y desconfianza.

Todos y cada uno de los ciudadanos de cualquier parte del mundo recordarán para siempre dónde estaban, qué hacían cuando fueron advertidos de que una terrible tragedia estaba ocurriendo en las pantallas de televisión. Todos contemplamos la devastación y sus horrores, sabíamos que había muchos muertos y heridos, adivinamos la desesperación de los que veíamos caer desde los altos pisos, millones de personas en todo el mundo hechizados delante del televisor, viendo derrumbarse una torre, la otra después. El terror y la incredulidad se apoderaron del mundo.

Toda especulación tenía cabida, la magnitud del horror hacía desvariar a los sensatos. Los Estados Unidos de Norteamérica, forjados en mil guerras, no habían conocido un ataque en su territorio. Muchos evocaban el ataque japonés a Pearl Harbor, pero aquél no lo fue en territorio continental.

En cuanto se conoció el origen de los atentados, la procedencia de los asesinos, el miedo invadió a los habitantes de muchos países y la vigilancia se hizo norma. Las advertencias de la posible repetición de atentados semejantes sumieron a muchos en el desconcierto y el temor. Nadie estaba seguro ante la fuerza del terrorismo, que no necesita ejércitos, ni cuarteles, que se alimenta del fanatismo que convierte a los convencidos en una bomba difícil de detener.

El poder representado por un incrédulo presidente Bush, que no acababa de entender lo que sucedía, se revolvió contra los autores y, también, contra todo el que no siguiera sus pasos. La consigna fue la venganza. La represalia. Bush gritaba: «¡O estáis conmigo, o estáis con Bin Laden!». Éramos muchos los que no apoyábamos la política de Bush, aún menos la de Bin Laden. El poder resolvió pronto: hemos de perseguirlos allí donde estén, hemos de bombardear los países del mal, porque nosotros representamos el bien, y los que no apoyen lo que decimos, lo que hacemos, son traidores a la civilización.

De tal autoritarismo surgió la legislación que hacía legítimo cualquier ataque que pudiera prever el ataque de otro: el ataque preventivo. Si conozco que otro país posee armas que pueden ser utilizadas contra nuestro país, estoy legitimado para atacarle antes de que él pueda pensar en hacerlo. Más tarde, durante la invasión de Irak, se pudo comprobar que no hacía falta que el otro país tuviese armas potencialmente peligrosas para Estados Unidos. Era suficiente declarar que se tenía constancia de que podían tener las armas. El islamismo fanático, con sus terribles atentados, y el autoritarismo de los conservadores, con su legislación represiva, forjan una alianza contra la libertad y la justicia.

La siniestra red transnacional de fanáticos, llenos de odio y creencias religiosas extremistas, atenta contra las personas, víctimas de sus fechorías. La respuesta del poder, declarando la guerra al terrorismo internacional, fue un error de comprensión del problema creado por los asesinatos masivos de Nueva York y Washington, que condujo al mundo hacia una irracional manera de defender los derechos de los ciudadanos.

Los atacantes eran criminales, no enemigos militares. La reacción frente a los criminales es la detención y puesta a disposición de los tribunales, como establece el derecho internacional. Ampararse en una guerra supuesta para salvar la responsabilidad de no haber garantizado la seguridad de los compatriotas sólo provocará más dolor y desesperación.

El execrable acto de muerte que protagonizaron los terroristas lo intentaban justificar por el sufrimiento de los pobres de Oriente Medio y otros países árabes bajo dictaduras, lo que añade al horror un fracaso político absoluto. Lejos de facilitar los derechos de aquellos que decían defender, dieron armas de represión más duras e injustas de las que denunciaban.

El mundo ha sufrido profundos cambios en la segunda mitad del siglo XX. Los Estados más fuertes no se declaran la guerra entre sí. Se valen de otras amenazas, de acciones políticas que afectan a la economía y al bienestar de los ciudadanos. Los ataques financieros, la utilización de empresas transnacionales para doblegar voluntades, es el nuevo mecanismo de poder derivado del proceso de globalización.

La violencia militar no es ejercida hoy sólo por los ejércitos, también por grupos de fanáticos que atacan a civiles en nombre de uno u otro fundamentalismo, sembrando el odio y el terror. Los seres humanos y los gobiernos democráticos han de combatirlos con el derecho y con la cooperación que permita resolver hondos problemas sociales que se convierten en el caladero profundo del fanatismo.

Una página difícil de arrancar
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