SIN DEMOCRACIA, APARECE LA AMARGURA

DURANTE toda mi larga trayectoria he visto con claridad que la actividad política, aun proporcionando muchos momentos de exaltación personal, es una «profesión» ingrata. Una vez que has abandonado tu labor profesional, para la que te has preparado, has estudiado, has trabajado, sabes que al cruzar el cauce que te lleva a la política has dejado atrás un sistema de vida estable, tranquilizador, menos exultante pero más seguro. La dedicación política implica para muchos un riesgo, pues su continuidad «profesional» depende de unos imponderables que no controla, salvo que utilice malas artes para aherrojar las decisiones de aquellos a los que corresponde arbitrar las disposiciones que les afectan.

Existe además la especie de profesional estricto de la política, aquel que no tuvo nunca actividad profesional anterior. En estos casos la continuidad en el cargo alcanza un tono dramático, pues su descabalgamiento de los puestos de representación, al no tener andén en el que refugiarse, al no tener dónde volver, se convierte en una tragedia. Estas circunstancias convierten el proceso de selección de dirigentes en los partidos políticos en una lucha encarnizada, en la que he visto casos de desesperación personal y de rencores cainitas irreversibles.

Aunque mis circunstancias fueron siempre muy cómodas —nunca hube de «pelear», ni tampoco quise hacerlo, por puestos o cargos de responsabilidad—, sí tuve claro que la política no debería inocular dosis de amargura en mi vida, que la política no agota la vida. Intenté que las querellas internas o externas no sobrepasaran nunca el ámbito de la actividad política, que no supusieran nunca un obstáculo para establecer buenas relaciones personales, amistad con personas con las que confrontaba posiciones en mi partido o con los dirigentes de otras formaciones políticas. Creo que en gran medida lo he conseguido, pues he forjado algunos lazos de amistad con políticos de diferentes ideologías, de diferentes adscripciones políticas.

Sin embargo, viví un período en el que el equilibrio psicológico necesario para evitar que las acciones políticas afectaran a la personalidad fue muy difícil de mantener. Quiero decir que una cierta amargura se apoderó de mi espíritu, fruto de la constatación de que no basta con mantener una posición honesta y racional, que el poder puede prescindir del ejercicio que lo legitima. La mayoría puede usar su legitimidad de origen para oprimir a la minoría, puede despreciar la argumentación con un recurso permanente a la votación mayoritaria.

Estoy haciendo referencia a la situación creada en la dirección del PSOE en el plazo de 1994 a 1997, el tiempo que va desde el XXXIII Congreso del partido hasta el XXXIV. La dirección que surge del congreso de 1994 está compuesta por una mayoría favorable a las tesis de los llamados renovadores, encabezados ya por Felipe González. Es natural que las resoluciones que adopte la dirección respondan a la mayoría política que la define, pero no pueden ampararse en una mayoría numérica para aprobar medidas irregulares, ilícitas ni ilegales. Durante tres años la dirección del PSOE tomaba acuerdos en contra de toda evidencia con el recurso de ¡a votar!; se votaba y triunfaba la tesis mayoritaria, claro, pero se habían despreciado los argumentos claros, definitivos y determinantes que debían haber impedido la decisión adoptada. Especialmente en materia orgánica, en los asuntos relacionados con la vida interna del partido, se violentaban todas las normas reglamentarias con el objetivo de desanimar el poder orgánico de los que ellos llamaban guerristas y cambiarlos por los llamados renovadores. En provincias como Málaga o Huelva, en organizaciones regionales como Aragón, se protegía a los que saltaban sobre las normas del partido para castigar a los que actuaban correctamente. ¿Cómo? Votando. En Aragón, ejemplo paradigmático, se reunió el partido para designar al candidato a la presidencia de la comunidad autónoma. Y fue elegida una compañera llamada Ángela Abós. La Ejecutiva Federal del PSOE interpretó que no habían actuado con claridad y anuló (¡a votar!) la decisión. Se trataba de conseguir al candidato «renovador» y estaban dispuestos a repetirlo un infinito número de veces hasta lograrlo. De nuevo se reunió el partido en Zaragoza para elegir al candidato. Algunos compañeros me llamaron por teléfono. Angustiados, me pidieron que acudiese para contrarrestar la insólita coacción que estaba haciendo el secretario de Organización Federal sobre las agrupaciones que no cedían al cambio de voto. Enfadado con todos y conmigo tomé el coche. En la carretera me volví a Madrid. Los compañeros me comunicaron que habían cedido y que todo estaba perdido.

La práctica antidemocrática de la dirección socialista me produjo una profunda tristeza, por primera vez en mi vida la amargura nublaba mi corazón.

Fueron muchos los que ante aquel abuso me incitaban a levantar una bandera que denunciara la pérdida de democracia interna. No lo hice. ¿Sentido de la responsabilidad? ¿Cobardía? Mi vida toda había estado marcada por unos acontecimientos en los que yo no participé, pero cuya influencia ha pesado sobre mí continuamente. La guerra civil provocó tanto dolor en tantos españoles que siempre me hizo pensar en ella cuando había de tomar decisiones políticas complicadas. Siempre he sabido quién inauguró la violencia, quién violentó la legalidad republicana, cómo unos generales y algunos poderosos sumieron a los españoles en una tumba de violencia y venganza. Pero siempre he dudado acerca de la influencia de la guerra interna del Partido Socialista en aquella catástrofe, y siempre cuidé de no incurrir en los errores del pasado, no crear una división cainita en el socialismo, no contribuir a aproximar al país ni un milímetro siquiera a divisiones dramáticas. Ésta fue la razón que me hizo paralizar toda tentación de fragmentar oficialmente el partido en dos corrientes enfrentadas. Pasado el tiempo, nunca se puede reposar en la tranquilidad de saber si acerté. La paulatina dilución de las ideas ¿es un efecto de menor quebranto que una guerra interna? Es muy difícil saberlo, y es también un ejercicio estéril jugar con los preteribles.

Mientras la dirección del PSOE dedicaba sus esfuerzos a aminorar los apoyos de los que calificaban «guerristas», la situación política iba deteriorándose de manera alarmante. En las reuniones de la dirección se venían haciendo advertencias sobre los problemas de supervivencia de un Gobierno en minoría que cada día comprobaba el abandono de apoyos en la sociedad por los complejos y duros casos de corrupción, la investigación de la guerra sucia en la lucha contra el terrorismo y la imagen de división que ofrecía la dirección del PSOE.

La constatación «oficial» de la grave situación que atravesábamos no se produjo hasta el mes de julio de 1995. Felipe hizo una exposición solemne de vivir un momento crítico, extremadamente delicado; afirmó que Convergència i Unió decidiría en breve si seguía prestando su colaboración al Gobierno en el Parlamento. A su parecer el límite temporal fijado por CiU para esa colaboración terminaría a finales del año en curso. Propuso tomar la iniciativa en cuanto a establecer el calendario político, dando prioridad a agotar la presidencia europea de España, aprobar los presupuestos y convocar elecciones para marzo de 1996 o para el otoño del mismo año sin descartar finales de 1995 si a partir de septiembre se perdieran todas las votaciones en el Parlamento. Añadió que el partido debía abrir un período de reflexión para decidir quién era la persona idónea para encabezar la candidatura. En su opinión la reflexión debía culminar en diciembre con la elección del candidato a la presidencia del Gobierno.

Expresé mi opinión. El partido vivía una complicada situación con tres incertidumbres:

  • El Tribunal Supremo dudaba si involucrar al presidente del Gobierno (o lo intentaba) basándose en la declaración de un delincuente.
  • No se había decidido cuál sería el candidato que presentaría el partido.
  • Se dudaba sobre la fecha de las elecciones.

Las tres incertidumbres estaban entrelazadas, incardinadas unas en otras. La primera dependía de los magistrados del Supremo, la segunda correspondía al partido, y la tercera al presidente del Gobierno.

No parecía que estuviéramos actuando cumpliendo con nuestra responsabilidad. No habíamos dado nuestra opinión acerca del intento de incriminar al presidente del Gobierno (la declaración de «es una decisión lógica» resultaba absurda conociendo la operación de derribo del Gabinete que estaban intentando algunos). No sabía por qué era preciso anunciar la fecha de elecciones; correspondía al presidente y era su prerrogativa guardar para sí el momento de hacerlo. Debíamos ocuparnos de lo que nos implicaba a nosotros: la elección del candidato.

En este capítulo no hubo sorpresa. Todas las intervenciones apoyaron la candidatura de Felipe González. El primero en manifestarlo fue Ramón Rubial, con su peculiar manera de hacerlo: «Se ha hablado muchas veces, no he oído a nadie decir que no sea Felipe. Así que, Felipe, tienes que ser. Decídete de una vez y di que sí».

Unos meses más tarde, en diciembre de 1995, se coloca entre los temas ordinarios de la reunión de la dirección la propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno.

Se adelanta Ramón Rubial proponiendo a Felipe. Éste argumenta su oposición personal y política. Si todas las baterías de la crítica se han polarizado contra él, cree que muchos votantes socialistas desearían seguir confiando en el PSOE y si hubiese un cambio de candidato él se llevaría la carga negativa de su gestión y dejaría los logros para el nuevo candidato. Añade que no quiere que se minusvaloren sus argumentos, pero que en todo caso está a disposición del partido. Esto significaba una aceptación tácita, pero con seguridad querría oír la posición de cada cual.

Comencé yo, resaltando la importancia de la decisión y la necesidad de tomar en consideración los argumentos del todavía presidente y también la posición del partido y de su dirección en relación con la conveniencia de su continuidad como candidato y presidente. Y afirmé que Felipe debía ser el candidato por tres razones:

  • Por procedimiento. Si está advirtiendo que disolverá el Parlamento, habrá de ser para buscar el refrendo de los ciudadanos a su política. No se disuelve para marcharse, para eso basta con la dimisión.
  • Por oportunidad. La campaña debemos hacerla para ganar. No parece que haya otro candidato mejor situado para ganar. Felipe acaba de clausurar la presidencia de la Unión Europea con brillantez.
  • Por razones políticas. El partido lo desea y el electorado también. Felipe ha argumentado que él es el centro de todos los ataques, pero ¿cree alguien que por el cambio de candidato bajaría el tono de la crispación? La rabia antidemocrática no está motivada por las personas, sino porque la derecha lleva trece años sin tocar poder y eso no lo perdonan.

El conjunto del partido le pide que se presente y los electores también. Es lógico, pues, que sea de nuevo el candidato.

Después, todos hablaron con la misma intención.

Felipe contestó que no tendría la soberbia de pensar en solitario, aceptaba la decisión de la Comisión Ejecutiva y terminó con una frase enigmática: «No tengo fallos en la creencia en este proyecto, mis dudas son por otros motivos».

Así se produjo el nombramiento como candidato por última vez de Felipe González, desmintiendo toda la palabrería vertida sobre el asunto.

Pero para llegar allí había atravesado un verdadero camino del Gólgota. Los escándalos políticos se habían sucedido generando una percepción de estar finalizando un ciclo en la vida política. La actuación de Roldán (exdirector de la Guardia Civil), su apresamiento y posterior fuga, la implicación del gobernador del Banco de España en el turbio tejemaneje de Ibercorp, las irregularidades de la empresa Filesa, la denuncia de conversaciones telefónicas grabadas a algunas personalidades, incluido el Rey, y sobre todo el operativo lanzado y organizado alrededor del grupo terrorista GAL y los intentos de implicación del Gobierno habían creado un clima político irrespirable. El partido de la oposición, algún medio de comunicación, un juez y unos pocos actores económicos no tuvieron escrúpulos a la hora de acelerar el proceso de sustitución del Gobierno socialista recurriendo a operaciones fuera del marco legal con el desesperado objetivo de «sacar» al PSOE del Gobierno, y en particular a su presidente, al que consideraban imbatible en las urnas.

El enardecido aire que se respiraba entre la élite política, económica y periodística vio nacer una suerte de ofrecimiento de tregua a los socialistas. En círculos privados y en las páginas de los periódicos más conservadores venía a anunciarse que el progresivo abandono de las responsabilidades del presidente del Gobierno se vería recompensado con un respeto posterior a la salida del poder que en todo caso podría mantener hasta terminar la presidencia española de la UE. Éstos eran los términos paternalistas, tutelares de las fuerzas conservadoras con promesas intolerables que, de todas formas, no estaban dispuestas a cumplir, como el tiempo confirmó. Es posible que de alguna forma influyese en la actitud psicológica de Felipe González. Me pareció que tal vez inconscientemente estaban avanzando en ese terreno cuando supe que José María Aznar visitaría los cuarteles generales de los tres ejércitos y las capitanías de las regiones militares, organizadas las visitas de forma oficial por el propio Gobierno. Hablé con Felipe sobre el asunto, le expuse lo insólito del episodio, entronizar a un hipotético presidente del Gobierno, sin que se hubiesen celebrado elecciones, en un área, la militar, de competencia reservada al Gobierno de la Nación, y en relación con un colectivo de actividad particularmente ligada a la más estricta línea de mando. Era como entregar una atribución del Gobierno a alguien que ni pertenecía a él ni contaba con título alguno para debatir la política militar con los generales al mando. Le vi preocuparse por las consecuencias, políticas, militares y electorales del asunto, pero, me confesó, ya estaba comprometido y no podía volverse atrás.

Una página difícil de arrancar
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