EL CINE DE KIOSCO
EL director de la revista Nickel Odeon, Juan Cobos, gran conocedor del cine y persona inteligente, con una lúcida visión del significado verdadero de la vida, me invitó a participar en un curso de cine en la ciudad de Ronda, bajo el auspicio del Instituto Ramón Carande.
El curso pretendía el estudio y proyección de los principales filmes del neorrealismo italiano. Conocedor de mi especial inclinación por aquel cine de posguerra que aunaba estética, emoción y mensaje social, mi buen amigo Cobos quiso contar con mi punto de vista. Acepté, pero aparecieron dificultades de carácter comercial, algo relacionado con derechos y subtitulación, creo recordar, y se vieron obligados a cambiar el tema objeto de estudio, que terminó siendo el de la conmemoración de los setenta y cinco años de la Warner Bros, constituida como empresa en 1923. El título del curso era «Warner Bros 75 años. Un cine de kiosco».
Juan Cobos insistió, y a causa de mi compromiso inicial y a pesar del giro total del cine del que se iba a tratar, di mi conformidad a pronunciar la conferencia «Un cine realista en la antesala del New Deal».
He repasado ahora, cuando escribo estas palabras, en 2012, el texto que preparé para la conferencia, y he comprobado con sorpresa que muchas de las cuestiones que traté para intentar explicar la crisis económica de los años treinta en Estados Unidos y su influencia en el cine se revelan totalmente actuales cuando vivimos en el vórtice de una crisis grave en Europa y en particular en España.
Recordemos algunos breves pasajes que describían la situación creada en el país más rico del mundo a causa de la crisis económica.
El novelista Robert Graves escribió un libro muy poco conocido en España, aún no traducido, cuyo título es The Long Week-End. Se refiere Graves a los años que van desde el fin de la Gran Guerra (1918) al comienzo de la segunda guerra mundial (1939). Un largo fin de semana, los felices veinte o los violentos veinte si hacemos caso a Raoul Walsh y al cine realista norteamericano.
En octubre de 1929 se produjo el derrumbe de la Bolsa en Estados Unidos, derrumbe que fue seguido por la depresión más profunda sufrida en la era capitalista moderna.
Derrumbe en la Bolsa, quiebras bancarias, bancarrotas en la agricultura y las empresas, más un desempleo en gran escala, no eran fenómenos desconocidos. Pero la amenaza de parálisis nunca había sido tan grande y la Gran Depresión afectó de manera crítica a los países industriales más avanzados. En el momento de mayor gravedad, aproximadamente entre 1931 y 1933, un tercio de la población en edad de trabajar estaba desempleada en Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Los Gobiernos capitalistas de los países más industrializados trataron en primer lugar de remediar la crisis con la deflación: disminuyeron los gastos estatales, redujeron los salarios laborales y los de los empleados de cuello blanco, mantuvieron altas tasas de interés para defender a toda costa los valores internacionales de cambio de sus monedas. La idea era que la inversión y la capacidad de consumo no podrían ser restablecidas, a menos que los pueblos recuperaran la confianza en el valor de su dinero. Eso era, y es, bastante cierto para aquellos que tienen dinero. Pero el problema de 1930 era que el flujo circular de los ingresos salariales y el consumo se había reducido de manera drástica. La mayoría de la gente tenía muy poco dinero y temía gastar el poco que tenía.
Banqueros, empresarios, jugadores, amas de casas o jubilados empujaban el mercado bursátil al alza, mientras la economía bajaba cada vez más aceleradamente; las empresas tenían problemas mucho antes del crash, con caídas en la construcción, en la fabricación de automóviles o en el índice de producción industrial. Había una escapada hacia el mundo de lo irreal, componente fundamental de las coyunturas especulativas. Los ciudadanos compraban acciones a plazo con fianza, lo que suponía adquirir un derecho sobre los incrementos de precio sin los costes de la propiedad. 1928 fue el último año completo en que Estados Unidos se mostró esplendoroso.
Unos días antes de abandonar su despacho en la Casa Blanca, el presidente Calvin Coolidge, ya en 1929, reiteraba que las cosas iban «perfectamente bien». Estados Unidos estaba al borde de la catástrofe.
El 24 de octubre de 1929, el pánico se apoderó de Nueva York. Casi trece millones de acciones buscaron comprador con desesperación, la mayor parte de ellas a precios ruinosos para sus propietarios. En su libro El crac del 29, Kenneth Galbraith sigue el ritmo de los acontecimientos de esa semana, minuto a minuto, como si fuera un thriller:
Fuera de la Bolsa, en Broad Street, se podía oír un inquietante rumor. Una multitud se había congregado allí. El superintendente de policía, Grover Whalen, se apercibió de que algo estaba sucediendo y despachó un destacamento especial de policía a Wall Street a fin de asegurar el orden. Luego llegó más gente y todos se pusieron a esperar, aunque nadie sabía el qué.
Rumores a cual peor barrían Wall Street y sus próximos y lejanos velatorios. Los títulos se vendían ya por nada. Las Bolsas de Chicago y Buffalo habían cerrado. Comenzaba a desarrollarse una ola de suicidios; once especuladores de reconocida fama se habían dado muerte hasta entonces.
Al martes 29 de octubre se le denomina con razón el martes negro. Los analistas estiman que durante el martes negro se perdió tanto dinero en la Bolsa neoyorquina como el gastado por Estados Unidos en toda la Gran Guerra. Ese día, los banqueros se volvieron a reunir en dos ocasiones, pero no hicieron o no quisieron hacer nada para que los valores reaccionasen. En la década de los treinta, los banqueros fueron el juguete preferido de las chanzas y de la irritación en las conversaciones de la opinión pública, en las comisiones del Congreso, los tribunales, la prensa o en el cine, que no les perdonaron su impotencia ante la crisis bursátil.
El crash fue el precedente de la Gran Depresión, que duró diez años.
A Herbert Hoover, presidente de Estados Unidos de 1929 a 1933, republicano, se le consideró un hombre humanitario hasta que con el crash muchos le vieron como un déspota con una población empobrecida. Hoover creó en 1932 la Reconstruction Finance Corporation (RFC), dotada con 3.500 millones para préstamos industriales. Muchos tacharon a la RFC de sopa boba para las empresas mientras los norteamericanos morían de hambre. Roosevelt le arrolló en las elecciones de 1932.
Mientras tanto, en Nueva York se elevaba un monumento de 381 metros de altura y 102 pisos de brillo y exuberancia. El Empire State se elevaba flamante el día de su inauguración, la mañana del 30 de abril de 1931, en la Quinta Avenida. El proyecto se inició durante el boom de los años veinte y, como le sucedió al rascacielos Chrysler (1930) y al Rockefeller Center (1930-1939), se terminó después del crash de 1929, como el canto del cisne a una opulencia ya extinta.
Es en este panorama —hambre y ejércitos de desempleados en el país más poderoso de la Tierra, junto al lujo art déco de los rascacielos neoyorquinos— cuando aparece el cine sonoro.
Este desastre nacional generó en los ciudadanos una necesidad casi patológica de evasión y de diversión, lo que tuvo como consecuencia que la industria cinematográfica fuese una de las poquísimas del país que no sólo no perdió terreno, sino que ascendió verticalmente en estos años de crisis. Resulta difícil deslindar lo que debe atribuirse a la innovación del sonoro y lo que corresponde a los efectos morales del colapso económico.
La tremenda sacudida de la crisis tuvo, además de sus efectos específicamente económicos, la virtud de quebrar el ciego y difuso optimismo en el sistema capitalista, creado como reflejo durante una década de arrolladora y engañosa prosperity. Los escritores norteamericanos de los treinta darán un buen testimonio de esta pérdida de valores, de este súbito despertar a una amarga realidad. El trauma espiritual de toda una generación de intelectuales, recién sensibilizada por la ejecución de Sacco y Vanzetti, sirvió para reanimar la tradición de la novela social de los grandes cronistas de la vida norteamericana, como Theodore Dreiser y Sinclair Lewis, que han escrito su An American Tragedy y su Babbitt en la primera mitad de la década que acaba, en una Norteamérica que baila el charlestón y que no quiere prestar sus oídos a los agoreros. Toda una generación de escritores, que comprende a John Dos Passos, John Steinbeck, Richard Wright, Erskine Caldwell y Upton Sinclair, tomará el camino de la narrativa social, poniendo el dedo en las llagas que más escuecen a esta sociedad que ha cometido el error de creer en la prosperidad sin límites.
Era lógico que en el cine se produjese un movimiento paralelo, sobre todo desde el momento en que Franklin D. Roosevelt gana las elecciones de 1932 e inaugura la etapa del New Deal, que promueve el reformismo en el campo económico y social, y estimula la autocrítica en el político e intelectual. Este clima colectivo explica la súbita radicalización de una buena parte de la producción de Hollywood en estos años, que parece alcanzar por fin una edad adulta con el examen crítico de los grandes problemas que ensombrecen el rostro del país, desde los grandes monopolios hasta el paro obrero, desde la administración de justicia hasta la corrupción política, pasando por las instituciones penitenciarias y los problemas agrarios.
Saltando la época, y los caracteres específicos de aquella geografía, es sorprendente que hoy, entrado el siglo XXI, se repitan históricamente las manipulaciones financieras que llevan a la ruina a grandes cantidades de familias empobrecidas sin que haya una exigencia social y penal a los responsables de los abusos.