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Palacio de la Unidad, Ciudad Imperial, Luthien
Distrito Militar de Pesht
Condominio Draconis
18 de junio de 3040
Piotr Hitsu, el hombre al que Theodore conocía como un kuromaku de los yakuza, entró en la sala de audiencias sólo después de que los guardias hubieran salido. Parecía extenuado, y había envejecido considerablemente desde la última reunión que tuvieron. Avanzó lentamente, su cojera era más pronunciada que cuando se vieron en Nueva Corsica.
Un muchacho joven entró con él. Este, impecablemente vestido con un kataginu blanco y brillante, era de complexión cetrina y delgado, sin ningún parentesco con el fornido y pálido Hitsu. Algo en su cara le recordó a uno de los oyabun que el anciano reclutó en la alianza que serviría al Condominio. El joven, nervioso e incómodo en las ropas de ceremonia, portaba una caja de medio metro cuya superficie barnizada reflejaba el entorno igual que un espejo plateado.
El kuromaku se acercó a la plataforma donde se hallaba arrodillado Theodore. A tres metros de distancia, hizo una reverencia. Avanzó dos pasos más y se inclinó nuevamente antes de arrodillarse.
—Me complace verlo de nuevo, Hitsu-san —saludó con afabilidad Theodore—. Ha pasado mucho tiempo desde que habláramos cara a cara como deben hacer los amigos.
—Su amistad honra a un anciano que no lo merece, Kanrei.
—Tonterías. ¿Trae noticias de los oyabun? En los últimos meses, han guardado silencio y no se han dejado ver.
—Las cosas pronto volverán a su antiguo cauce, Kan rei —Hitsu esbozó una sonrisa fugaz—. Dando por sentada la conclusión satisfactoria que hoy me trae aquí.
—Si no se trata de noticias de los oyabun, entonces, ¿qué es, Hitsu-san? Su petición para esta reunión no lo especificaba.
—El honor —le informó el otro. El kuromaku se acomodó con firmeza, apoyando las palmas de las manos justo encima de las rodillas. Aspiró una profunda bocanada de aire y, suspirando, miró a Theodore a la cara. Sus oscuros ojos de ébano brillaron con intensidad—. Honor y disculpas.
Con un gesto le indicó al muchacho que avanzara. Con movimientos tensos, éste se incorporó, se adelantó despacio y situó la caja sobre el estrado, justo a la derecha de Theodore. Antes de regresar a su lugar detrás del hombro izquierdo del kuromaku, hizo una reverencia.
—Nezumi-san ha expiado su culpa —aseveró Hitsu.
Theodore no necesitó contemplar la caja que zumbaba casi imperceptiblemente para saber que contenía la cabeza refrigerada de Yasir Nezumi. El oyabun pagó con la vida por su ambicioso error. De repente, también se dio cuenta de que el muchacho debía de ser su hijo.
—Nezumi-san fue precipitado —continuó Hitsu—. Sin embargo, era mío como oyabun de los oyabun. —El anciano pasó por alto su sobresalto ante esta revelación—. La vergüenza de Nezumi-san ha quedado cancelada con su acto. La mía sigue en pie. Como su oyabun, sus acciones son las mías, y su honor es el mío.
»Usó su nombre desconociendo que contravenía su voluntad. Por supuesto, su ignorancia no sirvió como excusa. Actuó sin mi permiso o consentimiento, que jamás recibiría aunque yo hubiera conocido sus planes. No obstante, tampoco mi ignorancia es una excusa.
Mientras hablaba, Hitsu sacó dos pañuelos blancos de un bolsillo interior, uno de seda y el otro de algodón. Los depositó en el suelo ante él, el de seda a la izquierda, el de algodón a la derecha.
—Esto no es necesario —protestó Theodore, consciente súbitamente del propósito del anciano. La expiación ritual del corte del dedo de los yakuza. Aunque deseaba prohibir tal acto, sabía que era de mala educación rechazarlo. Y este hombre le era necesario, tanto a él como al Condominio. Si rehusaba su ofrenda, el sentido del honor del otro sería ofendido. Humillado, Hitsu se cortaría el vientre. No podía permitirlo. Incluso antes de enterarse de que era un oyabun de oyabun, percibió que sus recursos, consejos y conocimientos eran inmensamente valiosos para el reino—. Su intención me basta, Hixsu-san.
El anciano cerró los ojos un instante, pero no pronunció palabra. En cambio, extrajo un cuchillo sencillo de la chaqueta. Con lentitud premeditada, liberó el reluciente acero de la madera barnizada. Depositó la funda a su izquierda y apoyó el cuchillo sobre su rodilla derecha, con el filo hacia él. Hitsu colocó las palmas de las manos sobre las esteras del tatami e hizo una profunda reverencia. Luego, se irguió y alargó la mano izquierda, cerrada y con la palma hacia abajo a excepción del dedo meñique, que tenía estirado. Cogió el cuchillo con la derecha y situó el filo sobre la primera articulación.
Theodore bajó los ojos y asintió, sin desear que el anciano se mutilara más allá de lo necesario. Escuchó el crujido del cartílago cuando la hoja se abatió. Al volver a alzar la vista, Hitsu tenía envuelto el dedo cortado con el pañuelo de algodón, cogiendo los extremos con el puño. El anciano adelantó su ofrenda, cubierta con el pañuelo de seda.
—Por favor, acepte mis disculpas. —Theodore alargó el brazo y lo cogió. Lo depositó a su derecha, cerca de la caja barnizada. Inseguro de cuál era la respuesta adecuada, inclinó la cabeza—. Domo, Tono —continuó Hitsu, devolviéndole la reverencia—. El honor ha quedado satisfecho, y tengo asuntos que atender que requieren mi atención. ¿Me da permiso?
Asintió. El oyabun de los oyabun se incorporó con movimientos rígidos y dejó la habitación recubierto con su dignidad, su vergüenza lavada en sangre. El muchacho, con el rostro macilento, lo siguió.
El Kanrei siguió arrodillado, contemplando la caja y el pequeño bulto blanco con un extremo encarnado.
—Llevaste bien la situación.
Distraído de sus pensamientos, giró en redondo. Se puso de pie a medias y empezó a sacar la pistola de la funda antes de darse cuenta de que conocía esa voz. Demasiado bien. Devolvió el Nambu a su lugar y cerró la solapa. Terminó de levantarse e inclinó la cabeza.
La alabanza era algo que no estaba acostumbrado a oír de su padre.
Takashi esbozó una firme sonrisa mientras deslizaba el panel pintado para cerrarlo a su espalda, obviamente disfrutando de la sorpresa que Theodore aún no lograba suprimir de su cara.
—Necesitarás tener un mejor control si quieres ser Coordinador.
—No deseo ser Coordinador.
Takashi soltó una risa breve y ruda.
—¿Y crees que yo sí?
«Claro que sí —repuso Theodore en silencio—. Es tu vida».
—Le has dedicado todo tu entusiasmo al puesto —contestó en voz alta.
—Hai. Es verdad —descendió del estrado y se dirigió a la pared exterior. Abrió los paneles shoji, dejando que la luz del sol penetrara en el cuarto al continuar—. Me sentí muy desdichado cuando mi padre Hohiro me llamó de regreso a Luthien. Lo único que anhelaba era una vida de servicio al Dragón. Yo era un guerrero, el brazo fuerte del Dragón que azotaba a nuestros enemigos. Sin embargo, mi padre sabía que el Condominio necesitaba un heredero fuerte. Uno que fuera algo más que un simple samurái.
»Es curioso, ¿verdad?, que nuestro mayor enemigo tenga una historia similar. Hanse Davion también deseaba ser sólo un soldado. Se dice que el Zorro fue educado para esperar otras cosas de su vida que el peso del gobierno. Pero él disponía de un hermano mayor que lo aislaba de las preocupaciones de Estado, mientras que yo únicamente tenía mi devoción ciega al Dragón. Cuando Yorinaga Kurita mató al hermano mayor de Davion, Ian, en el mundo de Mallory, y Hanse se convirtió en Príncipe, al asumir el cargo carecía del beneficio del entrenamiento en la corte. No obstante, prosperó.
»No deseaba esa carga. Y yo tampoco.
«Ni yo», afirmó mentalmente Theodore.
—El deseo personal es una debilidad —aseveró Takashi—. Lo aprendí a medida que me instruía en lo que el Dragón necesitaba de mí. Valor. Audacia. Tenacidad. Con el tiempo, adquirí la sabiduría de un gobernante. El dogma principal de esa cruel sabiduría es que uno debe y ha de hacer lo que sea necesario por la salud del reino. Fue toda una educación.
«Yo también la he recibido —pensó Theodore—. Qué extraño que te escuche expresar mis propios pensamientos. Y pavoroso. Jamás pensé en ti de esa manera».
—No te quitaré el cargo. Con ser Kanrei me basta.
—El cargo —siseó Takashi—. No puedes ser tan ingenuo como para creer que quedaré satisfecho con un título vacío. Has hecho todo lo que ha estado a tu alcance para usurparme el poder, y finges que me perdonas dejándome el título. Muchacho, ¡lo que importa es el poder! No los títulos. Por qué te has retraído de quitarme la vida es algo que aún desconozco. A menos que la razón radique en tu debilidad.
Theodore quiso pasar por alto el anzuelo, pero se encontró intentando defender su posición, sabiendo todo el tiempo que dicha defensa era la debilidad a la que su padre se refería.
—Ser Kanrei es suficiente para mí.
—Es un subterfugio transparente —lo acusó Takashi.
—Iie. Se trata de una cuestión de honor.
—¿Qué honor hay en un ser débil?
—No radica en la fuerza, sino en la integridad. Los maestros que tú mismo me pusiste hicieron que eso ahondara en mi interior. El antiguo código del bushido es la ética de un guerrero; sin embargo, saca toda su fuerza de la fuente de la sabiduría de Confucio. Aquel sabio estableció leyes que yo he intentado seguir. Y una de ellas, repetida en el propio libro de honor de mi familia, asevera que un hombre no podrá morar bajo el mismo cielo como el asesino de su padre. Para mí, esa ley significa más que una simple justificación para buscar venganza por una muerte.
»No seré…, no puedo ser… un parricida.
—Eres débil. —Theodore guardó silencio—. No obstante, tal vez no tanto como pensaba antes —concedió Takashi—. Aunque hayas tenido éxito en arrinconarme hasta ahora, aún careces de la fuerza para ser el Dragón.
—Entonces, estás ciego ante ella. La tengo aquí. Has moldeado a tu sucesor mejor de lo que crees.
Takashi lo observó pensativo.
—Reconoceré que has tenido triunfos. Algunos incluso me han impresionado. Pero se trata de victorias de soldados. No te proporcionan la experiencia en las más elevadas estrategias de gobernar un reino. Ha retornado la época de la sabiduría de un gobernante. Ya empieza a desvanecerse la lucha y volvemos a los viejos días de los ataques sorpresivos y de acoso. Ha pasado el momento de tu importancia. Encontraré las grietas en el muro que has erigido a mi alrededor y escaparé. Volveré a recuperar el poder que por derecho me pertenece.
La cara del Coordinador estaba encendida por el fervor mientras hablaba. Theodore meditó en lo que veía. En el pasado, habría temido esa amenaza, el destello de locura que contenía. Ahora sólo temía los resultados. Su padre se preocupaba profundamente por el reino, pero había dejado que sus propias preocupaciones le cegaran por encima de las necesidades que tenía. Perdió el derecho a gobernar. No era el momento para debilidades.
—Harás lo que se requiere de ti como Coordinador —afirmó. Su voz sonó suave, pero con una convicción férrea en sus palabras—. Servirás al reino como su caudillo mientras yo me ocupo de su salud y bienestar. Mía es la visión que nos llevará al futuro. Mía es la mano que lo guiará. No debemos luchar y destruirlo entre nosotros. Si te opones a mí, te haré secuestrar.
Takashi lo observó con ojos entrecerrados.
—Entonces, no me opondré —musitó con rencor—. Abiertamente. Pero lucharemos, muchacho, no lo dudes. No obstante, tienes razón en una cosa. Hemos de mantener las apariencias. Debemos mostrarle a la gente, y a nuestros enemigos (en especial a éstos), que estamos juntos como cabeza y brazo del Dragón.
Incluso cuando alargó las manos en gesto de reconciliación, Theodore reconoció que Takashi estaba comenzando a ejecutar el plan que había jurado llevar a cabo para recuperar el poder. Le ofrecía la imagen de adaptación, la apariencia de paz. No existiría ninguna señal visible de debilidad o desavenencia que sus enemigos pudieran interpretar como una invitación a un nuevo intento de ataque. Ante el exterior, y mientras se mantenían en lados opuestos, darían la impresión de fuerza y armonía.
Abrazó a su padre.
—El Condominio Draconis es más importante que nosotros dos.
—Hai, hijo mío. En eso estamos de acuerdo. Ya has dado el primer paso en entender lo que se requiere de ti, en comprenderme a mí.
«No es mi primer paso —pensó Theodore con pesar—. Te comprendo mejor de lo que crees, Takashi, padre. Para mi pesar, me he convertido en una persona muy parecida a ti. En actos. En aspecto. Desearía que no fuera así, pero lo es. Todo lo que creí que me diferenciaba de ti, que me hacía mejor que tú, ha sido barrido por el aliento del Dragón».
«¿Estás tan seguro?», preguntó una voz suave en su cabeza.
«¿¡Tetsuhara-sensei!?»
«Tus sentimientos son fuertes. Eso es bueno. El ninjo y el giri deben estar equilibrados. Son un círculo, el yin y el yang. Si uno es demasiado poderoso, se rompe el equilibrio. Debes afanarte por mantenerlo».
«Lo he hecho, sensei. Y he fracasado».
«No puede decirse que un hombre haya fracasado hasta que ha muerto. Mientras existe vida, hay esperanza. ¿Eres tan cobarde que has abandonado toda esperanza?»
«No soy cobarde, sensei».
«Exacto. No eres tu padre. Si no lo olvidas, prosperarás».
«Lo recordaré».
«Cuando te encuentres en el mundo, has de ser tú. No puedes vivir los sueños de otro hombre, ni ser aquellos que no eres. Todo lo que hagas será tuyo, y serás todo aquello que hagas. Eres tu propio karma».
Theodore se sobresaltó. Esas eran las palabras precisas empleadas por Tetsuhara-sensei cuando se separaron el día de su marcha de la Academia Sun Zhang. Al meditarlo, se dio cuenta de que todas eran frases dichas en ocasiones y lugares diferentes. La conversación fue construida por su mente. Pero, fuera o no artificial, reconoció los oportunos consejos del sensei.
«El Dragón posee cinco virtudes —se recordó a sí mismo—. Valor, audacia y tenacidad sólo son tres de ellas. Incluso mi padre me las concede. La cuarta es la integridad, ésa que estuve tan cerca de abandonar. No debo permitirme ser tan débil.
»Quizás ésta sea el comienzo de la quinta, la sabiduría. Si es así, entonces, soy el verdadero heredero del Dragón».