47
47
Palacio de la Unidad, Ciudad Imperial, Luthien
Distrito Militar de Pesht
Condominio Draconis
18 de agosto de 3033
Theodore alzó los ojos al techo de la gran sala. Aunque iluminadas con cientos de linternas de papel, las oscuras vigas de madera guardaban sus sombras y secretos.
«Como el mismo Condominio —pensó—. Como yo».
Bajo ellas, remolineaba la multitud. Siguiendo el estilo tradicional, a un lado de la sala se agrupaban los hombres, algunos vestidos de manera formal y otros según las pautas del Japón antiguo. Las ropas eran de cortes distintos, pero los colores resultaban iguales: negros, grises y grises con rayas negras, un patrón sombrío y de etiqueta que compensaba los variados colores de la piel de los nobles, oficiales y cortesanos reunidos para la ocasión. Al otro lado, las mujeres hablaban en grupos que constantemente se modificaban. La mayoría iban ataviadas con los kimonos ceremoniales; parecían un centro de flores estivales, y brillaban más que los girasoles que decoraban la estancia.
El ambiente era alegre, de celebración. Resultaba comprensible, ya que el cumpleaños del Coordinador era la fiesta más exuberante en el calendario del Condominio. Incluso en los peores momentos de su discrepancia con Takashi, siempre había recibido una invitación rutinaria. Jamás un mensaje personal, aunque ni siquiera su padre podía pasar por alto la importancia de que el príncipe y heredero designado asistiera al acto. Las festividades de tres días eran una de las pocas ocasiones en las que se lo invitaba a acudir a la capital. Hasta su propio cumpleaños a menudo se celebraba sin él, cosa que no le importaba demasiado; de hecho, había preferido evitar Luthien desde aquel acontecimiento doloroso en que lo desterraron a la Legión de Vega.
Había pocas cosas que lamentara de su ausencia de la corte. Lo peor era que veía muy poco a su madre. Aun en los contados casos en que visitaba la capital, la sombra de Takashi siempre parecía interponerse entre ellos. También echaba de menos a su prima favorita, Constance, pero, por lo menos, se mantenían en contacto a través de las cartas, los holomensajes y los mensajeros. También su madre le escribía, pero sospechaba que su padre censuraba todas las misivas.
Desde que lo nombraron Kanrei hacía tres años, no había asistido a la celebración del cumpleaños del Coordinador. Sabía que su ausencia incrementaba los rumores de división en el clan y que encolerizaba aún más a su progenitor, pero tenía cosas más importantes que hacer que satisfacer su vanidad. Por supuesto, siempre enviaba regalos adecuados, junto con el poema formal en el que le deseaba buena salud y larga vida, pero nunca habían sido bien recibidos. Constance le describió en una ocasión cómo Takashi le ordenaba al chambelán que quemara los poemas y guardara los regalos en los almacenes más remotos. No comprendía una reacción tan exagerada, excesiva, aunque sabía que su padre era propenso a los excesos desde que comenzara la guerra.
Este año sería distinto. En ocasiones anteriores procuraba estar ocupado en otra parte, pero en ésta, por propia voluntad y fuerza, había acudido. Gracias al progreso de sus planes, había llegado al momento crucial que hacía que su presencia en Luthien fuera la mejor forma de presentar su situación. Era hora de salir de las sombras.
Volvió la mirada hacia el Trono del Dragón, que se erguía con esplendor sobre el tatami del estrado. Detrás del sillón de madera de teca tallada, una pared de ébano lucía un disco de cuatro metros con una cornalina de rebordes dorados. Motas de rubí cartografiaban los soles del Condominio Draconis entre los ripios pálidos del mosaico del fondo. Sobre ese campo se enroscaba el dragón de la Casa Kurita, su forma elaborada captada en escamas de metal lacado, cada una bien decorada y con los bordes de oro. Los dientes de las fauces abiertas eran de un marfil impoluto y su ojo, una amatista; los continentes de la vieja Terra sobresalían en un bajorrelieve tallado sobre la suave superficie de sus lustrosos océanos.
Takashi estaba sentado en su trono como el monarca que era, autoritario y dominador. Su kimono de seda daigumo, teñido de negro, lanzaba haces de luz cada vez que se movía. El kataginu y hakama negros con rayas grises de su kamishimo tenían una tonalidad opaca, exaltando magníficamente el brillo de la túnica que llevaba debajo. Su cabello, en una época negro como el plumaje de un cuervo, aparecía ahora veteado de blanco. Había más canas en sus sienes. La guerra lo había agotado. La guerra y su apoplejía. En el pasado desdeñaba el trono y se arrodillaba como un señor de samuráis de tiempos antiguos. Ahora, con la pierna debilitada, era incapaz de permanecer en esa postura durante todo un día de ceremonias. Cualquier intento por realizarlo fracasaría, y esto sería una humillación, una muestra de flaqueza que el Dragón jamás se permitiría contestar, pues siempre buscaba dar la imagen de fuerza.
«Apariencias. Es lo que he aprendido de ti, padre. Son importantes, pero tú debes aprender que no lo son todo».
Subhash Indrahar se hallaba de pie sobre el estrado, al lado del trono.
«Tú también juegas con las apariencias, viejo mentor. Me has ayudado a mantener secretos ante mi padre. ¿Cuáles me guardas a mí? ¿Hay algo que deberías contarnos acerca de Ninyu Kerai, que está a tu lado? Constance me ha dicho que acabas de adoptarlo, nombrándolo tu heredero. Lo había considerado como uno de mi shitenno, un compañero de confianza, aunque terco. ¿Buscas apartarlo de mí? ¿O siempre ha sido tu agente entre aquellos que me rodean? ¿Qué es real y qué ilusión, maestro de las sombras?»
Desde el otro extremo de la sala, Subhash se volvió Su mirada se posó en la de Theodore y le sonrió. Sorprendido, éste rompió el contacto visual, mostrando un interés repentino en el movimiento de cortesanos que había en los cinco escalones que conducían al estrado. Los nobles ya habían entregado sus regalos a los funcionarios que, meticulosamente, apuntaban los detalles de cada uno y su valor. Ahora, cada vez que el chambelán los nombraba, iban a presentarle al Coordinador los poemas de alabanzas y buenos deseos. La mayoría los leía de unos papeles que llevaban consigo; sin embargo, algunos los recitaban de memoria, y uno o dos los compusieron allí mismo. Era bien conocida la afición que sentía su padre por la poesía, y él sabía que apreciaba mucho la habilidad de un hombre para improvisar unos versos. Era otro aspecto en el que le había fallado. Carecía de talento alguno para la versificación.
Por fin, la fila terminó y el poeta de la corte acabó de leer los saludos de los señores ausentes. El chambelán le hizo un gesto. Se adelantó, consciente de la multitud de ojos que seguía su avance por la sala. Con absoluta corrección, se inclinó al llegar a los escalones e hizo lo mismo al subir al estrado. Realizó una tercera reverencia a medio camino del trono.
—O-medeto, Coordinador —dijo en un tono de voz que no se escuchó más allá de la proximidad inmediata—. Mi talento para la poesía es tan pobre que os he preparado otro tipo de presentación. —Takashi se puso rígido, pero ignoró su reacción—. Hace tiempo que anheláis tener un heredero que continúe con el clan una vez que vos y yo hayamos recorrido nuestro camino en la rueda. Hoy complazco ese deseo. Tengo un hijo al que quiero que conozcáis, un heredero para el Trono del Dragón.
—Hace mucho que sé de la existencia de tus bastardos. No son bien venidos aquí —rugió Takashi—. Es una broma de mal gusto.
—No se trata de ninguna broma —repuso con calma Theodore—. Ciertamente, cualquier bastardo mío carece de importancia. Sin embargo, tengo un heredero legal, nacido de mi esposa legal.
—¡Imposible! No estás casado —estalló su padre—. Indrahar me lo habría contado.
—Es verdad. Tono.
Subhash inclinó la cabeza para no ver la furia que centelleó en los ojos de Takashi, pero Theodore no tenía ninguna duda de que el director de las FIS sabía qué reacción provocarían sus palabras. Volvió a erguirse, el rostro y el porte impasibles. El chambelán y el poeta descendieron del estrado, dejando con precaución lo que pronto se convertiría en un campo de batalla. El Coordinador se volvió hacia su hijo con una mirada dura.
—¿Quién es esa mujer?
—Tomoe Sakade —contestó con la cabeza alta.
—Eres tan estúpido como siempre —le espetó—. Haré que anulen el matrimonio.