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Palacio Ducal, Kanashimi, Dromini VI

Distrito Militar de Dieron

Condominio Draconis

15 de septiembre de 3029

—¡Bastardo! ¿Cómo puede estar sentado aquí, escuchándome hablar sobre el honor, y mostrarse totalmente de acuerdo conmigo cuando planeaba semejante traición?

Encolerizado por las noticias que acababa de recibir, Theodore lanzó el visifono a través de la mesa. El aparato de comunicación chocó contra los frascos de fino cristal, rompiéndolos y arrastrándolos en dirección al duro suelo de mármol. Antes de que los trozos de cristal y las antiguas tazas de cerámica para beber sake aterrizaran, ya había desenfundado la pistola. Y apuntaba al hombre arrodillado en el centro de la habitación, dominado por la furia y la frustración.

El duque Frederick Steiner se puso rígido, con los tobillos sujetos con grilletes y el brazo izquierdo todavía unido a éstos por una cadena corta, pero se irguió todo lo que las circunstancias le permitían, y alzó la barbilla para clavar su mirada desafiante en la de Theodore.

—No tengo ni idea de lo que está hablando —repuso con calma. Los ojos del duque no se desviaron en ningún momento hacia la pistola, cuyo cañón negro estaba dirigido al centro de su frente. Theodore no pudo evitar admirar esa fría aceptación de la muerte.

Su serenidad lo conmovió a pesar de la cólera que sentía. Quizá Frederick Steiner fuera de verdad un guerrero. Tal vez no estaba al corriente. Desde el instante que aterrizara al mando de la fuerza de ataque Steiner para frustrar sus planes de invasión, destruyendo de forma sistemática los suministros acumulados, se había comportado con dignidad. Había luchado de forma justa y con gran valor, logrando casi la victoria para su único regimiento de BattleMechs contra las tres unidades de Mechs kuritanos que había en la superficie del planeta. El fervor que había inspirado en sus hombres era una prueba de su capacidad de mando.

Incapaz de captar un rastro de traición en el hombre que tenía delante, Theodore controló su ira. El duque tenía que haber sufrido el engaño de su prima y gobernanta, Katrina Steiner, arcontesa de la Mancomunidad de Lira.

—No. Usted no puede haber recurrido a semejante argucia —comentó Theodore, expresando en voz alta la conclusión a la que había llegado—. Su prima envió a agentes Loki a destruir las Naves de Salto de mi flota. A cuatro le han explotado sus tanques de helio, a dos les destruyeron las baterías de recarga solar, y la última ha perdido el motor de mantenimiento, y está ahora cayendo en dirección al sexto planeta, aunque las otras naves serán capaces de estabilizar su órbita. —Su voz subió de tono, enfadado por el daño que habían causado los saboteadores de Steiner—. Lo que usted fracasa en lograr con un combate honorable, ella lo consigue con engaños.

—Acostúmbrese a ello, Theodore. Así son las cosas. Los políticos siempre traicionarán a los guerreros, porque lo que nosotros respetamos como convenciones de guerra, ellos lo explotan como si se tratara de una debilidad nuestra —indicó el otro con una sonrisa.

La cólera de Theodore estalló de nuevo, renovada por la sonrisa del duque. La aceptación de semejante condición intolerable era asquerosa, improcedente. ¿Cómo se atrevía a ser tan arrogante en el momento en que los sueños de Theodore por salvar al Condominio se desvanecían en humo? El dedo se tensó en el gatillo.

A través de la densa niebla de su ira, sintió que de Frederick emanaba satisfacción y una sensación de cumplimiento. A pesar de todo lo sucedido, este hombre se hallaba dispuesto a morir con el fin de que su estado continuara.

A pesar de que él deseaba desahogarse por la destrucción de sus propias ambiciones, de los sueños para su propio Estado, sabía que no era justo. Este hombre no era responsable de las trampas deshonrosas de su gobernante. Era un guerrero honorable, y él no podía disparar a un samurái que estaba arrodillado y encadenado.

Su dedo había ido incrementando la presión en el gatillo del Nambu mientras se debatía con sus pensamientos. El honor controló la cólera, pero sólo a tiempo para cambiar el punto de mira del blanco. El Nambu atronó, obscenamente sonoro en el interior de la habitación.

La bala golpeó en el costado de la cabeza de Frederick. El duque voló hacia atrás, y cayó al suelo. La mano libre buscó débilmente la herida y se manchó de sangre. Entonces, con un temblor súbito, quedó inmóvil.

Theodore avanzó medio paso, temiendo que su decisión de perdonarlo hubiera llegado demasiado tarde. La sangre manaba por entre los dedos del lirano, y manchaba el intrincado diseño de la alfombra en la que yacía. Theodore dejó escapar un suspiro cuando vio que aún respiraba.

Los guardias entraron en el cuarto, con los ojos abiertos y las armas preparadas, alertas al peligro que podía amenazar al Príncipe. Al ver que empuñaba el arma y estaba ileso, se tranquilizaron pero continuaron en atenta vigilancia. Tres enfundaron las armas para levantar al lirano. Los gestos indicaban que lo daban por muerto. Theodore los detuvo alzando una mano.

—Traed al médico de la Hermandad. —También él enfundó la pistola. Al ver que los confusos guardias se mostraban lentos en responder, restalló—: ¡Rápido!

Dos chocaron en la puerta, ansiosos por cumplir su orden.

Cuando llegó el médico encontró a Theodore tratando de contener la pérdida de sangre. Tras dejar al paciente en manos del especialista, Theodore retrocedió y se quedó observando. Pasados unos minutos, el médico se puso de pie.

—No hay nada más que pueda hacer aquí —anunció—. Debe ser llevado a la enfermería.

—Ocupaos de ello —ordenó Theodore, señalando a un par de guardias. Se volvió hacia el médico, que dio un paso atrás. Al notar la tensión de los músculos de su cara, se dio cuenta de que su semblante debía de ser muy sombrío para hacer que el hombre reaccionara de esa forma—. ¿Cuál es su diagnóstico, doctor-san?

—Vivirá —comenzó nervioso el médico—, aunque quizá no lo desee. No sé con certeza el daño que puede haber ocasionado en el cerebro. Eso es todo lo que puedo decir ahora.

—Lo comprendo. Domo arigato, doctor-san.

Este inclinó la cabeza y abandonó rápidamente la habitación. Los guardias, que captaron el estado de ánimo de Theodore, lo siguieron.

—Un ojo —musitó Theodore en voz alta a la habitación vacía. Recordó parte de una leyenda germana donde la deidad Wotan había cambiado un ojo por la sabiduría. Un intercambio extraño, visión por discernimiento—. Me ocuparé de que sea tratado bien mientras se encuentre en manos kuritanas, Frederick Steiner —juró—. Aunque le he cerrado un ojo, usted me ha abierto los míos y le estoy agradecido por ello.

»Me ha revelado lo que yo preferí apartar de mis pensamientos durante demasiado tiempo. Ser un simple guerrero, incluso un Buso-senshi, no basta. Y es insuficiente ser un buen comandante de campo. Yo soy el heredero de mi clan y del Condominio Draconis. He de ser más que un samurái corriente.

»Por el honor de mi clan y por el mío propio, juro que me convertiré en lo que debo ser. Haré lo que sea necesario. ¡El Dragón ha de triunfar!