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Hotel Grandica, Mizutoshi, Nueva Corsica
Distrito Militar de Benjamín
Condominio Draconis
14 de febrero de 3033
Theodore observó la pantalla que enviaba la señal del visor principal desde el puente de la Nave de Descenso. Las estrellas desaparecieron cuando la proa entró en el túnel de acoplamiento. El canal que monitorizaba su avance pasó a la compuerta de desembarco en el momento en que se detuvo con una sacudida, atrapada en la rotación del asteroide.
El largo sendero recorrido a través del hampa kuritana llegaba a su fin. Los casi dos años de trucos, trampas y faroles habían terminado. Michi y él habían arribado al cinturón de asteroides del sistema de Nueva Corsica, después de arreglar una reunión con el kuromaku, el arbitro que podría aceptar sus propuestas y actuar como su contacto con la federación de bandas, la Seimeiyoshi-rengo.
Se quitó las correas y se preparó. Su tosca vestimenta de soldado ya no era apropiada. Hoy lucía un traje de negocios de oscura lana de cachemira. La corbata de seda estaba sujeta por un alfiler de ónice y oro con la forma del Dragón Kurita. Comprobó su aspecto en el espejo de lámina plateada del diminuto lavabo; luego, abrió la puerta del compartimiento. Michi Noketsuna lo esperaba en el pasillo. También él iba inmaculadamente vestido, aunque el ojo de iris completamente blanco le daba un aire siniestro. Sin pronunciar palabra, se dirigieron a la escotilla. Tres hombres con trajes oscuros salieron a su encuentro en la compuerta de acoplamiento Le alegró comprobar que cada uno llevaba un alfiler distinto en la solapa. Los años de adquirir fundamentos daban sus frutos; se estaba formando una coalición de bandas.
Aunque no se mencionaron nombres ni rangos, los tres se mostraron muy educados al conducirlos a través del complejo de llegadas. Theodore rompió la suave marcha cuando se detuvo para echar el primer vistazo al casi legendario Mizutoshi.
En el centro del asteroide hueco se hallaba la gran esfera solar, un artefacto antiguo de la Liga Estelar que iluminaba el ciclo del día de la ciudad oculta. En su pálido resplandor, Mizutoshi se extendía bajo un destello de atracciones. Los yakuza que dirigían el asteroide proporcionaban todo tipo de vicios. Vio que los primeros emisarios del comercio de carne de la ciudad notaban su vacilación. Unos hombres vestidos de manera extravagante guiaban a unas mujeres con poca ropa en dirección a los recién llegados, cada grupo escrutando al otro con ojo competitivo. El más próximo comenzó a exponer las virtudes de su mercancía, pero el individuo guardó silencio cuando el líder de su escolta le hizo un gesto con la cabeza. Los otros siguieron su ejemplo. Los chulos se movían inquietos, pues su codicia luchaba con el temor de acercarse al grupo que rodeaba a Theodore. Permitió que le instaran a continuar la marcha. Tres más, con distintos alfileres en la solapa, los aguardaban al lado de un enorme coche de turbohélice de color negro. La marca del fabricante indicaba su origen en la Mancomunidad de Lira. El modelo sólo tenía un año, una flagrante evidencia del poder y la influencia de los yakuza. El comercio con la Mancomunidad casi se había cerrado desde el 28, especialmente en artículos de lujo.
La aeronave atravesó el aire limpio y reciclado de Mizutoshi; el conductor compensó con destreza los efectos la cerrada rotación del asteroide. A medida que disminuían la velocidad para aterrizar en una plataforma privada de lo que obviamente era un hotel de lujo, los agudos ojos de Theodore percibieron las protuberancias y las líneas de los tableros que marcaban unas troneras con sensores y armas ocultas, distribuidas alrededor de la zona de aterrizaje.
El coche se posó con suavidad y el equipo de mantenimiento que los esperaba abrió las puertas antes de que las hélices se detuvieran. Salió del interior, y, de repente, recordó dónde se encontraba al sentir la perceptible gravedad más ligera que había en el tejado del edificio. Dispuso de poco tiempo para admirar el paisaje, porque Michi y él fueron llevados hacia la suite ejecutiva, una estancia elegante en cuyas paredes había láminas de madera noble y espejos. Uno de éstos disponía de un tablero de control que indicaba que se transformaba en el visor de una pantalla. Al lado había una mesa en el que un antiguo samovar borboteaba con agua caliente. La pared exterior constituía una sola ventana que ofrecía una vista magnífica de Mizutoshi.
Los esperaban otros tres hombres vestidos de negro. Los reconoció de haberlos tratado anteriormente. Todos eran oyabun, jefes de banda, de considerable importancia en el hampa. Le sorprendió que uno de ellos fuera Yasir Nezumi, el hombre que se negara a verlos al comienzo de su odisea. Los jefes yakuza y sus invitados se saludaron formalmente con una inclinación de cabeza.
—Han sido muy amables en permitirnos visitarlos hoy —dijo Theodore, mientras les ofrecía un pequeño paquete envuelto en papel de arroz.
Contenía nueve mil billetes K, pero el yakuza que lo aceptó no se molestó en inspeccionar su contenido antes de dejarlo en el cajón de una mesa, al lado de la puerta.
—Por favor, siéntense —ofreció otro oyabun, señalando un par de sillones tapizados en terciopelo, separados de nueve sillas de respaldo recto, dispuestas en forma de arco, por una mesita de centro con superficie de cristal. Un décimo sillón, de grandes proporciones y aspecto mullido, con una tapicería chillona y estructura de madera toscamente tallada, se interponía entre el arco y la mesa. Cuando él y Michi ocuparon sus asientos, notó que ninguno de los oyabun ocupaba el sillón.
—¿Tienen alguna queja de la recepción que se les ha ofrecido? —preguntó uno, dando comienzo a una entrevista que había sido el objetivo de Theodore desde que iniciara su relación con los yakuza.
La atmósfera alternaba entre una tensa hostilidad y una relajada amabilidad. Agradeció los consejos de Michi acerca de la actitud adecuada que debía mostrar. No dejó de observar cuál de ellos hablaba con más frecuencia y cuál apenas lo hacía. Su amigo le había advertido que la escasez de intervenciones indicaría a los jefes de mayor rango, aunque de ellos, al ser unos invitados, no se esperaba que mostraran la misma contención. Yasir Nezumi sólo formuló una pregunta. Finalmente, sus respuestas parecieron satisfacer al grupo.
A pesar de que no había visto ninguna señal, los nueve yakuza se pusieron de pie al mismo tiempo. Ellos también se incorporaron cuando el kuromaku entró en la habitación. Era un hombre bajo y fornido, con cuello de toro; al caminar cojeaba levemente.
—Té verde para nuestros invitados —dijo, al tiempo que se sentaba en el mullido sillón frente a ellos.
Con un gesto les indicó que volvieran a ocupar sus asientos. Detrás de él, los nueve oyabun yakuza permanecieron de pie. Charlaron sobre las incomodidades del vuelo interestelar y la vida en una gran ciudad hasta que se bebió la primera taza de té y se trajo una bandeja de dulces.
El kuromaku se reclinó contra el respaldo, y Theodore apoyó la taza sobre la mesita, preparando para escuchar.
—Crecí en la pobreza —comenzó su anfitrión—. Mi familia apenas tenía recursos, y a menudo comíamos únicamente verduras en escabeche y arroz. Mi padre era un hombre instruido, profesor en la Universidad de Luthien, pero todo lo perdía en el juego. Yo carezco de la educación que tenía él, pero he invertido la situación.
»Empecé como mano de obra. Por aquel entonces, la vida era sencilla. Muy sencilla. Y yo también lo era. Un conocido me presentó a los yakuza. Cuando acordé unirme a ellos, no tenía ni idea de lo que iba a ser. Al principio empecé limpiando suelos, pero pronto progresé. Todos los días a las cinco de la mañana debía lavar las ventanas. Agua fría, clima frío. Fue un entrenamiento muy severo. Hoy en día ya no es tan duro.
»Mi banda es antigua. Su estirpe se remonta hasta Terra. Es una herencia orgullosa. El orgullo es algo que usted comprende, amigo mío. —El kuromaku sorbió su te—. No necesito que me cuente su historia.
La reacción inmediata de Theodore fue de alivio. Se sentía incómodo con la que Michi y él habían inventado. Entonces, captó un matiz en el tono de voz de su anfitrión, y el recelo centelleó en su mente.
—¿Sabe quién soy?
—Por supuesto —repuso el kuromaku, mordisqueando un rollito dulce—. Cortesía de los Kereikiri-gumi de Marfik. Están encantados con usted. Otros piensan que hay que ignorarlo, que no tiene derecho a pedirnos nada. Si pensara que es quien finge ser en vez de quien es en realidad, jamás nos hubiéramos reunido. Sin embargo, quedé satisfecho, e impresionado, por su persistencia. Así que aquí estamos juntos para hablar de lo que podemos hacer para nuestro mutuo beneficio.
Se limpió la mano con una servilleta. Alzando un dedo, envió a uno de los oyabun hasta el antiguo samovar para que trajera té para sus invitados y él.
—Como bien sabe, corren tiempos turbulentos. Estos días, los jóvenes son menos leales, más difíciles de controlar. Intento educar a muchos, enseñarles el sendero correcto, con la esperanza de que harán lo mismo con la próxima generación. Más allá de eso, un hombre no puede esperar modificar el futuro.
»Soy un tradicionalista, un firme creyente en el camino del giri y de la caballerosidad. Ah, sabía que se mostraría de acuerdo. Pero estamos en tiempos duros, y debemos acoplarnos a ellos. A veces hacemos cosas que dejan una mala impresión; sin embargo, lo que intentamos es cumplir con nuestro papel, y nos gustaría que se nos apreciara por la parte vital que jugamos en nuestra comunidad.
—Kuromaku-sama es un caballero —interrumpió Nezumi. El yakuza mayor sonrió con indulgencia.
—Ciertamente que lo es —acordó Theodore. Por 10 menos, en la superficie, pensó para sus adentros. Se recubre muy bien con modales educados y una excelente muestra de hospitalidad.
—Domo —aceptó el kuromaku—. Debe entender que el Seimeiyoshi-rengo es leal al Dragón. Nuestros contactos nos permiten ver muchas cosas, y somos muy conscientes de las aguas peligrosas en las que ahora nada. El poder en Luthien desprecia nuestra ayuda. Por lo tanto, nos sentimos muy satisfechos de que usted sea receptivo. Brindaremos por ello.
Le hizo un gesto a Nezumi, quien abandonó momentáneamente la habitación y regresó con una bandeja lacada en la que había una jarra de sake y una sola taza. Cuando depositó la bandeja sobre la mesa, Michi extrajo una pequeña caja de madera del bolsillo. Sacó la taza que contenía y se la pasó a Theodore, quien la dejó sobre la bandeja. El kuromaku sonrió con expresión benévola mientras servía el sake. Se mostraba muy cuidadoso de que cada uno contuviera la misma cantidad, el signo de la igualdad entre jefes de banda cuando bebían para sellar pactos.
—Beberemos —indicó el kuromaku, alzando la taza que Michi había traído—. Yo de la suya y usted de la mía, afirmando nuestra lealtad a la familia espiritual que es nuestro hogar.
Se la llevó a la boca. Theodore lo imitó.
El kuromaku sirvió una segunda ronda. En esta ocasión, vertió un poco más en la de su invitado que en la suya.
—Ahora lo haremos para mostrar nuestra lealtad y devoción al Dragón. —Y así lo hicieron.
El kuromaku aceptó la servilleta que le ofreció Nezumi y con cuidado envolvió la taza en ella. La guardó en su kimono. Theodore siguió el ejemplo de su anfitrión, metiéndosela en el bolsillo.
El kuromaku se reclinó contra el respaldo del sillón.
—Ahora hablemos de negocios.