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Calles de Kuroda, Kagoshima
Distrito Militar de Pesht
Condominio Draconis
17 de mayo de 3018
Cuando Theodore reconoció, gracias a los ecos, que había entrado en un callejón sin salida, los otros habían doblado la esquina y penetrado en él. No quedaba tiempo para escalar la pared y huir de ellos a menos que, de algún modo, consiguiera retrasarlos. Alargó la mano hacia la bolsa donde llevaba las granadas cegadoras y descubrió que ya no la tenía: debía de habérsele caído durante el combate de espadas. Giró, preparándose para luchar por su vida, cuando una agitación en la penumbra le indicó que la situación acababa de complicarse.
Desde la oscuridad del final del callejón surgió otra figura vestida de negro. La capucha del traje de camuflaje de ésta estaba echada hacia atrás, enroscada alrededor del cuello, y el visor del casco colgaba de una anilla del cinturón. Al parecer, desdeñaba la ventaja de la visión nocturna para enfrentarse a su presa arrinconada. El rostro era de facciones duras, y la carne brillaba como si estuviera cubierta por una lámina de sudor. El pelirrojo empuñaba una katana en la mano derecha. Metió la izquierda en un bolsillo de la manga del brazo que sostenía la espada y se rio confiado.
Theodore detuvo la carrera al tiempo que llevaba su propia mano a la espalda. «La arrogancia no tiene cabida en el corazón de un guerrero», le recordó la voz de Tetsuhara-sensei. «Cierto —acordó Theodore—. Y este hombre pagará por la suya».
Extrajo un paquete del bolsillo y lo apretó con fuerza antes de arrojárselo a su oponente. Simultáneamente, se lanzó a su derecha y empleó el impulso del movimiento para rodar por el suelo.
Su rápida reacción lo salvó del proyectil del pelirrojo, que pasó zumbando a su lado y estalló a sus espaldas. A juzgar por el estruendo de escombros y el gemido de dolor, uno de los tres perseguidores que tenía detrás había quedado fuera de combate.
El proyectil que había lanzado Theodore detonó en vuelo, y los productos químicos contenidos en él atravesaron las delgadas paredes de la bolsa y se esparcieron en el aire. Una ligera niebla flotó alrededor de la cabeza del hombre de la cara descubierta, quien se derrumbó con un ataque de tos, momentáneamente incapacitado.
Al incorporarse del suelo, Theodore se vio acorralado por los otros dos, que actuaban como un equipo. Cada vez que él trataba de desenvainar su espada, uno de los dos lo acosaba con un ataque, obligándolo a abandonar su intención y concentrarse en detener o esquivar los golpes.
Después de ver lo bien que se había desenvuelto con sus camaradas, sus enemigos se mostraban cautelosos. Se tomaron su tiempo, demorando el ataque decisivo para no exponerse al peligro de un contraataque.
«Observa el patrón», le aconsejó la voz espectral de Comerford-sensei.
«Controla el ma-ai —le exigió el tono fantasmal de Tetsuhara-sensei—. Un guerrero de verdad siempre controla la distancia en el combate».
—¡Hai! —gritó Theodore cuando captó el patrón, listo para actuar.
Giró sobre los talones y lanzó una patada al más bajo de los dos atacantes. Creyéndose a salvo y a una distancia segura, el hombre fue incapaz de parar el golpe y trastabilló hacia atrás, en dirección a los sucios ladrillos de la pared del callejón.
El impulso del golpe lanzó a Theodore al suelo, donde yació con los miembros extendidos. El otro hombre se arrojó sobre él, intentando aprovecharse de la ventaja de su mala caída, y descubrió que tal desvalidez era un truco. Theodore rodó hacia un costado, y su atacante se desplomó en el suelo lleno de desperdicios. La patada que le propinó en la cabeza no tuvo la fuerza deseada pero sirvió para atontar aún más a su oponente.
Sin preocuparse de la poca ortodoxia de su método, trepó sobre el hombre. Este se debatió para evitar la presa que iba dirigida a su nuez de Adán. Desconfiando de su fuerza, Theodore intentó ahogarlo en vez de esforzarse por romperle el cuello. Los forcejeos de su contrincante empezaban a decrecer cuando una mano se posó en el hombro de Theodore.
—Basta.
Este giró con torpeza, ya que se hallaba a horcajadas sobre un cuerpo, al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero el recién llegado le cogió el puño sin esfuerzo en un apretón de acero. Theodore intentó golpearlo con la rodilla en la entrepierna mientras se ponía de pie, pero el hombre lo esquivó sin problemas y aprovechó el impulso de Theodore para arrojarlo de espaldas al suelo e inmovilizarlo.
—He dicho basta.
Sin aliento, Theodore permaneció débil y vulnerable. Cerró los ojos hasta dejarlos en unas rendijas con el fin de estabilizar las imágenes dobles que percibía. Incluso con la visión borrosa, reconoció la cara sonriente de Subhash Indrahar, el hombre al que su padre había ascendido a director de las FIS.
«Un traidor en un puesto tan elevado —se lamentó—. Mi mentor, un hombre al que yo había considerado un amigo. Siempre me apoyaste en contra de mi padre. Ahora se ven cuáles son tus verdaderos colores. Parece que en este momento mi vida depende de una confianza mal entregada».
—No me consideres un traidor, mi joven amigo. Como siempre, mi lugar está detrás de ti como heredero al trono del Condominio Draconis. Y no pienses demasiado mal de la pobre Kathleen. Sólo cumplió mis órdenes. En cierto sentido, estos hombres con los que te has enfrentado son una especie de examen final, una prueba para tu temple —explicó Subhash, moviendo el brazo para abarcar a los seis hombres que estaban reunidos en torno a ellos, incluyendo al pelirrojo de los ojos llorosos y al que llevaba la ropa de etiqueta abandonada por Theodore—. Lo has pasado bastante bien.
—Hiciste que temiera por mi vida.
—Por supuesto. Sólo al borde de la muerte un hombre vive de verdad, y muestra si realmente es un hombre. —Subhash alargó una mano para ayudarlo a incorporarse—. Has mostrado que eres un hombre. Tal vez falte pulir algunos detalles, pero el refinamiento vendrá con el tiempo.
»Te he conocido desde la infancia, y creo que sé la clase de persona que eres. Ves el Condominio igual que yo, como la esperanza más fuerte para la unificación de la Esfera Interior. Crees, como yo, que el Condominio debe anteponerse por encima de todo, que debe ser preservado para cumplir con su destino de reunificación.
»Ahora te pido que te unas con estos hombres a una sociedad dedicada a tal fin. Te pido que te unas a los Hijos del Dragón.
Subhash aguardó su respuesta. Aunque su mentor sonreía con expresión benévola, Theodore percibió la expectativa tensa. A su alrededor, los otros comenzaron a mover los pies con nerviosismo.
De inmediato se sintió conmovido y alarmado por la oferta de Subhash. El director de las FIS era un hombre al que había considerado un ídolo durante muchos años. Después de su larga y difícil adolescencia, el joven heredero le agradecía la fe en su potencial que le demostraba. Sin embargo, esta sociedad secreta de Indrahar se movía entre intrigas y callejones oscuros, todas cosas extrañas al samurái que Theodore se consideraba.
La oferta estaba ante él. Si la rechazaba ahora, jamás se la volverían a hacer. Algo en la voz de Subhash y en la postura tensa de los hombres que lo rodeaban hablaba con elocuencia de la única oportunidad que se le planteaba. Si no se unía a ellos, se marcharían por su propio camino y él jamás volvería a oír hablar del asunto. Hasta que, en algún momento, sus objetivos se cruzaran. Subhash se había convertido en uno de los directores de las FIS más respetados y temidos en siglos. Resultaba un buen hombre como aliado y malo como enemigo.
Theodore sonrió y realizó una rápida inclinación de cabeza.
—Me siento honrado.
Subhash le palmeó el hombro.
—Me siento complacido.
La tensión que flotaba en el callejón se evaporó. Durante los jocosos comentarios sobre los combates que siguieron, Theodore se aventuró a preguntar:
—Subhash —sama, ¿no dirías que siete oponentes eran demasiados para alguien no muy versado en este tipo de actividad nocturna?
—Manejaste a los seis agentes a la perfección, Theodore-sama —replicó Subhash con sonrisa satisfecha—. Y yo no fui ningún oponente.
Theodore quedó sorprendido por la respuesta del director de las FIS, pero no dijo nada. Observó con cautela a los seis hombres, comprobando su altura y complexión física, la forma en la que se movían. Al pensar en la aventura, estuvo seguro de que se había enfrentado a cada uno de ellos una sola vez. Además, ninguno encajaba en el tipo físico del espadachín que lo había herido. Había más cosas de las que él comprendía. Recordó las palabras del viejo Zeshin, su compañero de la infancia: «Un hombre sabio escucha cuando no tiene palabras que pronunciar».
Después de lo sucedido esa noche, llegó a la conclusión de que era un buen consejo.