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Distrito del Placer, Ciudad Deber, Benjamín
Distrito Militar de Benjamín
Condominio Draconis
15 de enero de 3031
El sonido golpeó a Theodore casi con fuerza física en el momento en que Michi abrió la puerta del bar. El ritmo cardíaco y machacón ahogaba todos los ruidos que hacían los remolineantes habitantes de aquella cámara sombría, mucho más oscura que la noche de neón de la calle. Bailarinas medio desnudas, iluminadas por focos, danzaban de forma provocativa sobre unas plataformas suspendidas por hilos de seda sobre la multitud de la pista. Sólo cuando una de ellas pisó mal y estuvo a punto de caer, se dio cuenta de que no eran proyecciones holográficas, sino mujeres reales. Claro. Los espectáculos en vivo eran mucho más baratos, aparte de poseer otras capacidades que un holo jamás tendría.
Seguido de su compañero, bajó los cinco escalones que conducían a la pista principal. Mientras Michi se detenía en el último en busca de un sendero que los llevara a través de la muchedumbre y de las mesas de juego abarrotadas, él inspeccionó al par de bribones de aspecto tenebroso que se reflejaban en la pared de metal, lustrosa como un espejo, que había justo frente a ellos.
Uno era mucho más alto que el otro, pero sus ropas eran prácticamente idénticas. Podrían haber sido cualquiera de los miles de soldados inquietos que pululaban por el Condominio, reacios o imposibilitados a regresar a sus mundos natales después de que sus regimientos quedaran destrozados en la reciente guerra. Nadie adivinaría que uno de ellos era el heredero designado y el otro un antiguo oficial de los Ryuken.
El descolorido abrigo castaño de Michi le cubría desde el cuello hasta los tobillos. La capa de los hombros aumentaba el tamaño de su pecho. El Dragón kuritano que había tenido en el cuerpo acolchado del hombro derecho era una serpiente pálida, casi invisible. El disco abollado que sujetaba el abrigo estaba situado a una altura un poco mayor que el de Theodore, lo que permitía que un observador viera con mayor claridad la ajada chaqueta de batalla y la pesada pistola que colgaba de ella. Mientras él llevaba las dos espadas, Michi portaba una sola a la espalda, que sobresalía por encima de su hombro izquierdo. Las tres empuñaduras lucían unos accesorios y lazos arañados e indefinidos.
Apartando los ojos de su reflejo, vio a una mujer que avanzaba hacia ellos por entre la multitud. Esquivaba con destreza las manos que salían a su paso con el fin de cogerla y detenerla; resultaba obvio que estaba acostumbrada a recibir semejante atención. Michi se plantó en su camino, ocultándole la visión vestida de rojo. Incapaz de escuchar su conversación, quedó sorprendido al darse cuenta de que Michi sacaba un trozo de papel. En la parte de abajo, iba sujeto un gran billete C. Ella le sonrió y retrocedió un paso. Su ofrenda desapareció en la suave hendidura que había entre sus pechos, que se alzaban visiblemente por encima del escote circular del vestido. Agitó una mano con actitud indiferente hacia la barra y giró en redondo.
Michi le dio un codazo a su compañero y ladeó la cabeza en dirección al bar. Este asintió y lo siguió. Dos taburetes se vaciaron al acercarse ellos.
Michi se acomodó en uno, señaló las copas sucias que tenía delante y alzó una mano con los últimos tres dedos extendidos. El tipo gordo y feo que había detrás de la barra asintió y sirvió dos copas, pero la retuvo con una garra grasienta hasta que le deslizó varios billetes C en la otra mano abierta. Theodore se sentó a su lado y cogió su vaso. Frunció la nariz ante el hedor del brebaje, pero, con el fin de no delatarse, se lo bebió de un trago.
Esperaron.
El barman acababa de recibir el pago para una tercera ronda cuando Theodore experimentó una incomodidad familiar. Escudriñó la estancia para encontrar el origen de la sensación, hasta que sus ojos se posaron en cinco hombres que salían de una puerta que conducía al interior del edificio. Una luz suave emanaba de unas cavidades ocultas más allá del umbral, y al iluminarlos por detrás, impedía distinguir claramente sus facciones.
Estaba claro que los dos primeros eran kobun, soldados de los yakuza. Eran grandes y musculosos, con facciones duras. Los dos llevaban cazadoras de piel de shegila, y las escamas iridiscentes refulgían bajo la luz de la habitación interior. Los otros dos iban vestidos con chaquetas negras de negocios sobre camisas de cuadros de cuello abierto, vestuario de moda entre los tipos corporativos del interior del Condominio. Sin embargo, una ojeada a sus rostros le reveló que no se trataba de hombres de negocios. Las miradas hoscas y los semblantes con cicatrices los delataban también como kobun.
El quinto era diferente, aunque vestía de igual manera. Los restantes kobun mostraban tal deferencia hacia el mayor, que Theodore tuvo la certeza de que se trataba de Yasir Nezumi, el oyabun. Era el jefe de la banda al que habían venido a ver.
Los kobun asintieron y se inclinaron en reconocimiento a sus órdenes. Mientras se adentraban en el bar, su jefe retrocedió un paso y se apoyó contra el marco de la puerta. La luz procedente del cuarto interior iluminó su cara. Theodore distinguió la boca de labios finos, la expresión relajada, y el cabello perfectamente recortado, sin un cabello fuera de lugar. Le sorprendió su aspecto tan distinguido. A pesar de lo que Michi le había contado, había esperado a alguien más parecido al clásico Lobinsonu, cuya tosca cara había visto en muchos bolos de gángsters.
Los cuatro kobun recorrieron el bar, deteniéndose al llegar a ellos. En aquel momento, la música cesó, haciendo que la estancia pareciera súbitamente silenciosa, a pesar de los ruidos del juego y las voces que llenaban toda la cámara.
El más bajo de los dos que lucían chaqueta de negocios encuadró los hombros; después, tiró de las solapas para alisarlas. Su voz áspera rechinó en los oídos de Theodore.
—Nezumi-san no puede veros. Está muy ocupado.
—Es lamentable, amigo —repuso éste, girando despacio en el taburete para mirar al hombre—. La oportunidad os dejará de lado.
—No necesitamos soldados —indicó el hombre, con una sonrisa de plástico que no llegó a paliar la frialdad de acero de sus ojos—. Si de verdad queréis uniros a la familia, hay unos lavabos para limpiar.
Reconoció el insulto. Tradicionalmente, los miembros nuevos de una banda hacían los trabajos más ínfimos y sucios, incluyendo las tareas de mantenimiento de la casa para el jefe. A menudo, pasaban años antes de que a un nuevo yakuza le permitieran participar en el trabajo real de la banda. ¡Pero lavabos! Este kobun les estaba ofreciendo una tarea reservada para mujeres.
—Ni soñaría con quitarte el puesto, jokan.
Las aletas nasales del soldado yakuza se ensancharon por la cólera. Emitió un rugido y alargó las manos para cogerlo de las solapas, pero Theodore las desvió con el antebrazo. Convirtiendo su propio movimiento en un ataque, golpeó con el puño contra el esternón. El tipo trastabilló, tosiendo.
Michi había girado su taburete y se puso de pie tan pronto como los kobun avanzaron hacia Theodore. Clavó los puños en el estómago de los dos hombres musculosos. Se doblaron, con una expresión de asombro en las caras. Michi apartó las manos y la sangre manó de las hojas que sobresalían de sus mangas. Mientras los yakuza se desplomaban en el suelo, Michi giró los antebrazos con un movimiento seco, para limpiar la sangre de las armas. El sonido húmedo de las gotas, que salpicaron el suelo y a los kobun caídos, resonó en el cuarto repentinamente silencioso.
El cuarto yakuza se dio cuenta de que era el centro de atención de los dos hombres a los que su grupo hacía unos momentos había superado en número. Fue hacia atrás con pasos vacilantes, y trastabilló al chocar con un cliente demasiado lento en despejar el camino. Theodore alargó el brazo hacia su espalda y, al ver que el hombre daba media vuelta y salía corriendo en dirección a la puerta, modificó el movimiento y se rascó la oreja izquierda.
Michi le tocó el hombro; luego, señaló con el pulgar la parte de atrás de la estancia.
—Nuestro anfitrión ha desaparecido.
Al girar para confirmar que la puerta estaba vacía, notó que las cuchillas de Michi también habían desaparecido. Habían apagado la luz y sólo las planchas oscuras de madera iluminaban el bar.
—¿Entramos? —preguntó.
—Iie. Carecemos de la fuerza necesaria.
—De acuerdo, pero por lo menos, le dejaremos un mensaje.
Arrojó una lámina de plástico sobre la barra, y depositó junto a ella una llave de crédito de plástico negro y un pequeño fajo de billetes C. Entonces, se volvió hacia el hombre que había golpeado. La cara de éste estaba retorcida por el dolor que le producía la tos mientras trataba de respirar con un esternón roto. Enganchó con la mano la mandíbula del kobun. El tipo se esforzó por permanecer de pie para evitar ahogarse.
—La mayoría de las cosas que hay en la barra son para tu jefe. Confío que lograrás hacérselas llegar. —Clavó los dedos en la carne de su cuello—. Los billetes C son para ti. Toma algunas clases de urbanidad, amigo. Tienes muy malos modales.
Lo soltó y cayó en un amasijo lloroso. Bajó la vista y sacudió la cabeza. Era demasiado frágil. Había esperado que los yakuza tuvieran soldados duros. Tal vez su plan no fuera bueno.
—Un comienzo nada auspicioso.
—Quizá menos de lo que crees —comentó Michi—. Pero creo que nuestra presencia ya no es grata aquí.
Theodore recorrió la estancia con la mirada. Hombres de rostros duros apartaron los ojos, concentrándose de nuevo en sus cosas, pero no antes de que leyera la hostilidad que había en ellos.
—Tú eres el guía.
Michi se abrió camino a través de un mar de mesas. Detrás de ellos, se reanudaron los juegos de dados y cartas, y las voces quebraron el silencio. Cuando llegaron a la puerta, las apuestas volvían a reinar en la atmósfera, y la música sonaba de nuevo, expulsándolos con su ritmo bajo el cruel resplandor de neón de la calle.
—Creí que habías dejado esas cuchillas junto con tu traje blindado de Cazador de Recompensas.
Michi se encogió de hombros, esbozando una sonrisa fugaz de vergüenza.
—Cuesta más dejar algunas cosas que otras.