6

No me lo tomé muy a pecho. Cuando lo dicen en serio, no te mandan un lápiz. Me lo tomé como una advertencia seria de dejar el tema. Igual habían arreglado el darme una paliza. Desde su punto de vista, eso sería una buena lección. «Cuando marcamos un nombre con el lápiz, cualquiera que intente ayudarle se apunta a una tunda». Ese podría ser el mensaje.

Pensé en ir a mi casa de la avenida Yucca. Demasiado solitario. Pensé en ir a casa de Anne en Bay City. Peor. Si se percataban de su existencia, a unos matones serios no les importaría nada violarla y luego darle una paliza.

Así que me tocaba el cuchitril de la calle Poynter. Ahora era el sitio más seguro, fácil. Bajé al taxi que me esperaba e hice que me llevase hasta dejarme a tres manzanas de la llamada casa de apartamentos. Subí al mío, me desvestí y dormí desnudo. Nada me molestó salvo un muelle roto. Eso le molestó a mi espalda.

Estuve allí tumbado hasta las 3:30 evaluando la situación con mi enorme cerebro. Me dormí con una pistola debajo de la almohada, que es un mal sitio para guardar una pistola cuando tu almohada es tan gruesa y blanda como un rodillo de máquina de escribir. Como me molestaba, la pasé a la mano derecha. La práctica me había enseñado a sujetarla incluso dormido.

Me desperté con el sol en todo lo alto. Me sentía como un trozo de carne estropeada. Conseguí llegar al cuarto de baño, me regué con agua fría y me sequé con una toalla tan fina que si la ponías de canto no la veías. Era un apartamento verdaderamente esplendoroso. Solo necesitaba un conjunto de muebles Chippendale para ascender a barrio con clase.

No había nada de comer, y si salía a la calle, el señor Todo lo Sabe Marlowe podía dejar de saber algo. Tenía una botella de whisky. La miré y la olí pero no podía tomármela para desayunar con el estómago vacío, aunque consiguiera llegar al estómago que estaba flotando por ahí cerca del techo. Miré los armarios por si acaso algún inquilino anterior se había dejado un chusco de pan en una partida con prisas. Nanay. En aquel momento no hubiera aceptado cualquier cosa, ni siquiera con whisky dentro. Así que me senté en la ventana. Una hora después y ya estaba dispuesto a arrancarle un bocado al botones.

Me vestí y fui a por el coche a la calle de al lado y busqué un sitio donde comer. La camarera también estaba de mal humor. Pasó un trapo por la barra delante de mí y me obsequió con las migas del último cliente en las rodillas.

—Escucha, guapa —le dije—, no seas tan generosa. Guarda las miguitas para un día de lluvia. Yo lo único que quiero son dos huevos tres minutos, no más, una rebanada de su famoso pan de cemento, un vaso grande de zumo de tomate con un golpe de Lea & Perrins, una gran sonrisa feliz, y que no le des café a nadie más. Igual me lo tomo yo todo.

—Estoy resfriada —dijo ella—. No me agobie. Igual le suelto una en los morros.

—Seamos colegas. Yo también he pasado una mala noche.

Me dirigió una media sonrisa y cruzó de lado la puerta de vaivén. Así me enseñó sus curvas, que eran amplias, incluso excesivas. Pero me trajo los huevos tal y como me gustan. La tostada la habían pintado de mantequilla fundida un tanto marchita.

—No hay Lea & Perrins —dijo poniéndome delante el zumo de tomate—. ¿Qué tal un poquito de tabasco? También nos hemos quedado sin arsénico.

Puse dos gotas de tabasco, me tragué los huevos, me bebí dos cafés, y estaba a punto de dejarle la tostada de propina, pero me ablandé y en vez de eso le dejé un cuarto. Aquello le alegró la cara de veras. Era el típico sitio donde dejas diez centavos o nada. Mayormente nada.

De vuelta en Poynter nada había cambiado. Volví junto a mi ventana y me senté. Sobre las ocho treinta el hombre al que había visto entrar en la casa de apartamentos de enfrente, el tipo del peso y envergadura semejantes a Ikky, salió con un maletín pequeño y torció hacia el este. De un sedán azul oscuro se bajaron dos hombres. Eran de la misma estatura y con ropa muy discreta y llevaban sombrero flexible muy calado sobre la frente. Y cada uno esgrimía un revólver.

—¡Eh, Ikky! —le gritó uno de ellos.

El hombre se volvió.

—Hasta la vista, Ikky —dijo el otro. Los disparos resonaron entre las casas. El hombre se derrumbó y quedó inmóvil en el suelo. Los otros dos hombres se precipitaron hacia el coche y salieron rumbo al oeste. A mitad de manzana vi que arrancaba un Cadillac y salía delante de ellos.

Desaparecieron del todo en un santiamén.

Fue un buen trabajo, rápido y limpio. Lo único malo que tuvo es que no habían dedicado tiempo suficiente a prepararlo.

Habían matado al hombre equivocado.

Todos los cuentos
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