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A Ted Carmady le gustaba la lluvia; le gustaba sentirla; el ruido, el olor. Se bajó de su cupé LaSalle y se quedó de pie un momento junto a la entrada lateral del Carondelet. El cuello alto de su suéter le hacía cosquillas en las orejas. Llevaba las manos en los bolsillos y un cigarrillo flojo colgado de los labios. Entró y pasó junto a la barbería, la farmacia y la tienda de perfumes con sus hileras de botellitas alineadas con sumo cuidado, formando filas como las un cuerpo de baile en la apoteosis final de un musical de Broadway.

Rodeó un pilar con vetas doradas y se metió en un ascensor de suelo mullido.

—Hola, Albert. Una lluvia estupenda. Noveno.

El jovencito delgado con cara de cansado, vestido de azul claro y plata, sujetó con su mano enguantada de blanco las puertas que se cerraban y dijo:

—Jesús, ¿se piensa que no me sé su piso, señor Carmady?

Pulsó el botón del noveno sin mirar la señal luminosa, abrió las puertas con rapidez y acto seguido se apoyó de repente contra la caja y cerró los ojos.

Carmady se detuvo en su salida, le lanzó una mirada rápida con sus ojos castaños brillantes.

—¿Qué te pasa, Albert? ¿Enfermo?

El muchacho consiguió poner una pálida sonrisa en su rostro.

—Estoy haciendo turnos dobles. Korty está enfermo, tiene forúnculos. Supongo que quizá no he comido suficiente.

El hombre alto de ojos castaños pescó uno de cinco todo arrugado en el bolsillo y se lo plantó debajo de la nariz al muchacho. Al chico se le desorbitaron los ojos. Se enderezó al momento.

—Jesús, señor Carmady. No lo decía por eso, era...

—Déjalo, Albert. ¿Qué son cinco entre compadres? Tómate una comida extra a mi salud.

Salió del ascensor y echó a andar por el corredor. En voz baja, para sus adentros, murmuró:

—Bobo...

El hombre que venía corriendo casi le hizo caer al suelo. Giró la esquina a toda prisa, pasó zumbando detrás de Carmady y siguió corriendo hacia el ascensor.

—¡Abajo! —gritó colándose entre las puertas que se cerraban.

Carmady llegó a ver una cara blanca mojada por la lluvia colocada bajo un sombrero con el ala bajada; dos ojos negros vacíos quedaban junto a ella. Ojos en los que había una mirada peculiar que ya había visto antes. Cargados de droga.

El ascensor cayó como un plomo. Carmady miró el lugar donde había permanecido un largo rato y luego siguió avanzando por el corredor y dobló la esquina.

Vio a la chica tumbada mitad dentro y mitad fuera de la puerta abierta del 914. Estaba estirada sobre un costado, con un pijama de satén gris acero, la mejilla aplastada contra el borde de la alfombra del pasillo y la cabeza hecha una masa espesa de pelo rubio pajizo, ondulado con precisión cristalina. Ni un solo cabello estaba fuera de su sitio. Era joven, muy bonita, y no parecía muerta.

Carmady se agachó a su lado, le tocó la mejilla. Estaba caliente. Le levantó suavemente el pelo de la cabeza y vio el morado.

—Una porra —echó atrás los labios y los apretó contra los dientes.

La cogió en brazos, la transportó a través de un pequeño vestíbulo hasta la sala de estar de la suite y la recostó sobre un sofá grande de terciopelo.

Se quedó allí inmóvil, con los ojos cerrados y la cara azulada detrás del maquillaje. Cerró la puerta de fuera y husmeó por el apartamento, luego volvió al pasillo y recogió algo que relucía contra el rodapié: era una veintidós automática de siete tiros con cachas de hueso. La olió, se la metió en el bolsillo y volvió junto a la chica.

Se sacó una petaca grande de plata martelé del bolsillo interior de la chaqueta y desenroscó el tapón, abrió la boca de la chica con los dedos y dejó caer el whisky sobre sus dientes pequeños y blancos. Se atragantó un poco y la cabeza se le escapó de la mano. Abrió los ojos. Eran azul oscuro, con un toque de morado. La luz volvió a ellos, aunque seguían vidriosos.

Encendió un cigarrillo y se la quedó mirando. La chica se movió un poco más. Al cabo de un momento susurró:

—Me gusta su whisky. ¿Puedo tomar un poco más?

Fue a buscar un vaso al cuarto de baño, lo llenó de whisky.

Ella se sentó lentamente, se tocó la cabeza, gimió. Luego le arrebató el vaso que él llevaba en la mano y engulló la bebida con un movimiento ensayado de muñeca.

—Sigue gustándome —dijo—. ¿Quién es usted?

Tenía una voz suave y profunda. A él le gustó cómo sonaba.

—Ted Carmady. Vivo un poco más allá del pasillo, en el 937.

—He sufrido un desmayo, imagino.

—Nanay. Le dieron con una porra, angelito. —La miró inquisitivamente con sus ojos brillantes. En la comisura de sus labios se escondía una sonrisa.

Ella abrió más los ojos. Un barniz se posó sobre ellos, un barniz de esmalte protector.

—Vi al tipo —dijo él—. Iba de nieve hasta las cejas. Y aquí tiene su pistola.

La sacó del bolsillo y se la tendió sobre la palma de la mano.

—Supongo que eso me hace pensar en un cuento para dormir —dijo lentamente la chica.

—A mí no. Si está en algún lío, igual puedo ayudarla. Todo depende.

—¿Depende, de qué? —preguntó con voz más fría, más cortante.

—De qué vaya el negocio —le respondió con suavidad. Sacó el cargador de la pistolita y miró el cartucho de arriba—. Cuproníquel, ¿eh? Una entendida en municiones, angelito.

—¿Tiene que llamarme angelito?

—No sé cómo se llama.

La chica le sonrió, fue hasta un escritorio que estaba delante de las ventanas y dejó la pistola sobre él. Había un marco de cuero sobre el escritorio con dos fotos, una junto a la otra. Carmady las observó distraídamente al principio pero luego la mirada se le tensó. Una mujer morena guapa y un hombre delgado, arrubiado, de ojos fríos, con un cuello alto tieso, una corbata ancha de punto y solapas estrechas, fechaban la foto muchos años atrás. Se quedó mirando al hombre.

La chica le habló desde detrás.

—Soy Jean Adrian. Hago una actuación en el Cyrano’s, en el espectáculo de pista.

Carmady seguía mirando la foto.

—Conozco muy bien a Benny Cyrano —dijo, ausente—. ¿Estos son sus padres?

Se volvió y la miró. Ella levantó lentamente la cabeza. Algo que podría ser miedo apareció en sus profundos ojos azules.

—Sí. Hace años que murieron —dijo sin mucha expresión—. ¿Siguiente pregunta?

Carmady volvió rápidamente junto al sofá y se quedó de pie ante ella.

—De acuerdo —dijo con voz poco audible—. Soy un cotilla. ¿Y qué? Estamos en mi ciudad. Mi padre la dirigió en sus tiempos. El viejo Marcus Carmady, el Amigo del Pueblo; este es mi hotel. Soy dueño de una parte. A mí, aquel hampón drogado me pareció un criminal. ¿Por qué no iba a querer ayudarla?

La chica rubia se lo quedó mirando con aire perezoso.

—Sigue gustándome su whisky —dijo—. ¿Podría...?

—Bébetelo a morro, ángel. Así te entrará más deprisa —le gruñó.

La chica se levantó de golpe y la cara se le puso un poco blanca.

—Me habla como si fuera una estafadora —le espetó—. Pues aquí está, si tiene que saberlo. Están amenazando a mi novio. Es boxeador, y lo que quieren es que tire una pelea. Y ahora están intentando llegar a él a través de mí. ¿Esto le deja un poco más contento?

Carmady recogió su sombrero de una silla, se quitó la colilla del cigarrillo de la boca y la aplastó en un cenicero. Asintió en silencio y luego dijo con voz distinta:

—Perdóneme usted. —Y arrancó hacia la puerta.

La risita empezó a sonar cuando estaba a medio camino. La chica dijo con voz suave a sus espaldas:

—Tiene un genio muy vivo. Y se ha olvidado la petaca.

Dio media vuelta y recogió la petaca. Luego se inclinó de repente, puso una mano bajo la barbilla de la chica y la besó en los labios.

—Vete al diablo, ángel. Me gustas —dijo en voz baja.

Volvió hacia el pasillo y salió. La chica se tocó los labios con un dedo, se los frotó lentamente de un lado a otro. Había una sonrisa tímida en su rostro.

Todos los cuentos
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