10

Zapparty apoyó la cabeza contra la tapicería, cerró los ojos y apartó un poco la cabeza. Tenía los ojos cerrados muy apretados e intentó girar la cabeza lo suficiente para que la luz de la linterna no le atravesara los párpados.

Nicky sostuvo la linterna pegada a su cara y la encendió, la apagó, la encendió, la apagó, monótonamente, con ritmo.

De Ruse estaba junto a la puerta abierta con un pie en el estribo y miraba a lo lejos a través de la lluvia. En el horizonte borroso parpadeaban débilmente las luces de un aeroplano. Nicky comentó, sin darle importancia:

—Nunca sabes qué puede hacer derrumbarse a un tío. Una vez vi venirse abajo a uno porque un poli le apoyó la punta del dedo en el hoyito de la barbilla.

De Ruse se rió en voz baja.

—Pero este es duro —dijo—. Tendrás que pensar en algo mejor que una linterna.

Nicky seguía encendiendo y apagando la linterna, encendiéndola y apagándola.

—Podría, pero no quiero ensuciarme las manos.

Al cabo de un rato, Zapparty levantó las manos, se las puso delante y luego las fue bajando poco a poco, antes de soltar la lengua. Hablaba con voz grave y monótona, seguía con los ojos cerrados ante la linterna.

—Parisi organizó lo de llevárselo. Yo no supe nada hasta que estuvo hecho. Parisi me lo impuso a la fuerza hace cosa de un mes, con un par de matones para apoyarlo. No sé cómo, pero descubrió que Candless me había sacado veinticinco de los grandes para defender a mi hermanastro en un asunto de asesinato, y luego vendió al chico. Eso no se lo dije a Parisi. Y no supe que lo sabía hasta esta misma noche.

»Vino al club hacia las siete o un poco después —continuó—, y me dijo: “Tenemos a un amigo tuyo, Hugo Candless. El asunto vale cien de los grandes, ganancias rápidas. Todo lo que tienes que hacer es ayudarnos a colocar la tela en las mesas de juego y mezclarla con el otro dinero. Tendrás que hacerlo porque te damos una parte de lo nuestro... y porque si cualquier cosa se tuerce, el marrón lo tendrás que arreglar tú en tu casa”. Y eso es todo. Parisi se sentó ahí y se mordió los dedos y se puso a esperar a sus muchachos. Se puso muy inquieto al ver que no aparecían, incluso salió una vez a llamar por teléfono desde la cervecería.

De Ruse dio una calada al cigarrillo que tenía resguardado en el interior de la mano. Preguntó:

—¿Quién cantó el trabajo, y cómo supieron que Candless estaba aquí dentro?

—Me lo dijo Mops —respondió Zapparty—. Pero yo no sabía que estaba muerto.

Nicky soltó una carcajada y volvió a encender y apagar la linterna rápidamente.

—Mantenla quieta un minuto —le dijo De Ruse.

Nicky mantuvo el rayo de luz fijo en la cara blanca de Zapparty. Este movió los labios hacia dentro y hacia fuera. Abrió una vez los ojos, unos ojos ciegos, como los de un pez muerto.

—Aquí arriba hace un frío del demonio —dijo Nicky—. ¿Qué hacemos con su alteza?

—Le meteremos en la casa y le ataremos a Candless —dijo De Ruse—. Así se calentarán el uno al otro. Volveremos mañana por la mañana para ver si tiene alguna idea fresca.

Zapparty se estremeció. El brillo de algo como una lágrima asomó en la punta de su ojo. Al cabo de un momento de silencio, dijo:

—Okey. Yo lo planeé todo. Lo del coche con gas fue idea mía. No quería dinero. Quería a Candless, y lo quería muerto. A mi hermano pequeño lo colgaron en Quintín el viernes, hace una semana.

Hubo un breve silencio. Nicky farfulló algo entre dientes. De Ruse no se movió ni emitió ningún sonido. Zapparty continuó:

—Mattick, el chófer de Candless, estaba en el ajo. Odiaba a Candless. Se suponía que él tenía que conducir el coche trucado para no levantar sospechas, pero chupó demasiada agua de fuego para animarse a hacer el trabajo y Parisi se hartó de él e hizo que le despacharan. Fue otro muchacho el que llevó el coche. Llovía y eso lo hacía más fácil.

—Mejor —dijo De Ruse—, pero todavía no está todo, Zapparty.

Zapparty se encogió de hombros rápidamente, abrió ligeramente los ojos a la linterna, casi sonrió.

—¿Qué demonios quiere usted? ¿Trincar de las dos partes?

—Quiero que me señale con el dedo al pájaro que me trincó a mí... —dijo De Ruse—. Déjelo. Lo haré yo mismo.

Quitó el pie del estribo y lanzó la colilla a la oscuridad. Cerró de un portazo la puerta trasera y se metió delante. Nicky apartó la linterna, se instaló tras el volante y encendió el motor.

—A algún sitio donde pueda llamar a un taxi, Nicky —dijo De Ruse—. Luego te llevas a este a pasear otra horita y llamas a Francy. Te dejaré un recado allí.

El rubio meneó la cabeza lentamente de lado a lado.

—Eres un buen colega, Johnny, y me caes bien. Pero la cosa ya ha ido demasiado lejos por este camino. Me lo llevo a Jefatura. No te olvides de que en casa guardo una licencia de detective privado bajo las camisas viejas.

—Dame una hora, Nicky. Solo una hora.

El coche se deslizó colina abajo, cruzó la autopista Sunland y empezó a bajar otra cuesta en dirección a Montrose. Al cabo de un rato, Nicky dijo:

—Vale.

Todos los cuentos
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