3

En el aeropuerto internacional de Los Ángeles no puedes llegar cerca de los aviones salvo que vayas a despegar en uno. Los ves aterrizar, si te encuentras en el lugar adecuado, pero para poder ver a los pasajeros tienes que esperar en una barrera. Se van estirando de aquí a la hora del desayuno y pueden salirte callos de tanto ir de la TWA a American.

Copié un cuadro de llegadas de los tableros de anuncios y me dediqué a ir arriba y abajo como un perro que se ha olvidado de dónde dejó el hueso. Llegaban aviones, despegaban aviones, los maleteros llevaban equipajes, los pasajeros sudaban y trotaban, los niños gimoteaban, el altavoz se imponía a todos los demás ruidos.

Pasé junto a Anne una serie de veces. Ni se enteró. A las cinco cuarenta y cinco tenían que haber llegado. Anne desapareció. Le di media hora más por si acaso había tenido otra razón para esfumarse. No. Se había ido del todo. Fui en busca de mi coche y recorrí las largas millas embotelladas hasta llegar a Hollywood y a mi despacho. Me tomé una copa y me senté. A las seis cuarenta y cinco sonó el teléfono.

—He acertado —dijo—. Hotel Beverly-Western, habitación 410. No he averiguado ningún nombre. En estos tiempos los recepcionistas ya no dejan las fichas de registro por ahí tiradas, sabes. Y no tuve ganas de hacer preguntas. Pero cogí el ascensor con ellos y localicé su habitación. Seguí andando y los adelanté cuando el botones metió la llave en su puerta, y luego bajé andando a la entreplanta y después a la planta baja con un grupo de mujeres del salón de té. No me molesté en tomar una habitación.

—¿Cómo eran?

—Subieron la rampa juntos pero no los oí hablar entre ellos. Los dos llevaban maletines y trajes discretos, nada llamativo. Camisas blancas almidonadas, uno corbata azul, el otro negra con rayas grises. Zapatos negros. Un par de hombres de negocios de la costa Este. Podrían ser editores, abogados, médicos, ejecutivos de cuentas... No, lo último táchalo, no llevaban suficientes colorines. Nadie los miraría dos veces.

—Pues míralos dos veces. Las caras.

—Los dos pelo castaño mediano, uno un poquito más oscuro que el otro. Caras lisas, bastante inexpresivas. Uno, ojos grises; el del pelo más claro, ojos azules. Los ojos de los dos son interesantes. Los mueven muy deprisa, se fijan mucho, vigilan todo lo que tienen cerca. Eso puede que sea un error. Tendrían que haber estado un poquito más preocupados con lo que se traían entre manos o les interesaba en California. Parecían estar más ocupados con las caras. Es buena cosa que los haya localizado a ellos y a ti no. Tú no tienes pinta de pasma, pero tampoco de uno que no es de la pasma. Tienes tus marcas.

—Puaf. Soy un guapo rompecorazones del demonio.

—Sus rasgos eran estrictamente de cadena de montaje. Ninguno de los dos tiene pinta de italiano. Cada uno recogió una maleta de avión. La de uno era gris con dos rayas blancas arriba y abajo, como a quince o veinte centímetros de los extremos, la otra con dibujo escocés azul y blanco. No sabía que existiera escocés en esos colores.

—Pues lo hay, pero he olvidado cómo se llama.

—Creí que tú lo sabías todo.

—Solo casi todo. Ahora vete corriendo a casa.

—¿No me darás de cenar y tal vez un beso?

—Más tarde, y si no andas con cuidado te llevarás más de los que quieres.

—Vamos de violadores, ¿eh? Llevaré pistola. ¿Me relevas y los sigues tú?

—Si son las personas que buscamos, me seguirán ellos a mí. Ya he cogido un apartamento en la acera de enfrente de Ikky. Esa manzana de Poynter y las dos otras de cada lado tienen como seis casas de apartamentos baratos por manzana. Apostaría a que la incidencia de pelanduscas es muy alta.

—Estos días es alta en todas partes.

—Hasta luego, Anne. Ya te veré.

—Cuando necesites ayuda.

Colgó. Colgué. Esa chica me desconcertaba. Demasiado lista para ser tan bonita. Supongo que todas las mujeres bonitas son también listas. Llamé a Ikky. Había salido. Me tomé un trago de la botella del despacho, estuve media hora fumando y volví a llamar. Esta vez lo encontré.

Le expliqué el guión hasta el momento y dijo que confiaba en que Anne hubiera localizado a las personas que eran. Le dije lo del apartamento que había alquilado.

—¿Me paga gastos? —pregunté.

—Cinco de los grandes deberían cubrir el total.

—Si me los gano y los cobro. He oído decir que tiene usted un cuarto de millón —dije por tirarme un farol.

—Pudiera ser, compadre. Pero ¿cómo llego hasta él? Los tipos de arriba saben dónde está. Tendrá que quedarse enfriando una buena temporada.

Le dije que no importaba. También yo había estado enfriando una buena temporada. Por supuesto que no esperaba conseguir los otros cuatro mil, incluso aunque sacara adelante el trabajo. Los tipos como Ikky Rosenstein le robarían los dientes de oro a su madre. Daba la impresión de que guardaba en algún sitio un poco de bondad... pero ahí la palabra fundamental era «poco».

Me pasé la media hora siguiente intentando elaborar un plan. No se me ocurrió ninguno que me pareciera prometedor. Eran casi las ocho y tenía que comer. No creía que los muchachos se moviesen esa noche. A la mañana siguiente pasarían en coche por delante de la casa de Ikky y explorarían el barrio.

Estaba a punto de marcharme de la oficina cuando sonó el timbre de la puerta de la sala de espera. Abrí la puerta de comunicación. Un hombre pequeño y estirado estaba en medio de la habitación columpiándose sobre los talones con las manos a la espalda. Me sonrió, pero en sonrisas no era bueno. Avanzó hacia mí.

—¿Es usted Marlowe?

—¿Quién si no? ¿Qué puedo hacer por usted?

Ahora estaba más cerca. Hizo girar rápidamente la mano derecha empuñando un revólver. Me lo clavó en el estómago.

—Más vale que se olvide de Ikky Rosenstein —dijo con una voz a juego con su cara—, porque, si no, acabará con la barriga llena de plomo.

Todos los cuentos
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