9
Era un hombre de cara larga y angulosa que llevaba un traje marrón y un sombrero de fieltro negro. El puño de la manga izquierda estaba doblado por abajo y sujeto al lateral del abrigo con un gran imperdible negro.
Se quitó el sombrero, cerró la puerta empujándola con el hombro y miró a Carmen con una sonrisa amable. Llevaba el pelo negro rapado y se le notaban los huesos del cráneo. La ropa le quedaba bien. No parecía muy duro.
—Soy Guy Slade —dijo—. Disculpen que haya entrado por las buenas. El timbre no sonaba. ¿Está Steiner por aquí?
No había probado con el timbre. Carmen lo miró inexpresiva, luego me miró a mí, luego otra vez a Slade. Se pasó la lengua por los labios pero no dijo nada. Yo sí:
—Steiner no está aquí, señor Slade. No sabemos dónde está exactamente.
Asintió y se tocó la larga mandíbula con el ala del sombrero.
—¿Amigos suyos?
—Veníamos para buscar un libro —contesté, y le devolví la sonrisa—. La puerta estaba medio abierta. Llamamos y luego entramos. Igual que usted.
—Ya veo —dijo Slade pensativo—. Muy sencillo.
No dije nada. Carmen no dijo nada. Miraba fijamente la manga vacía.
—Un libro, ¿eh? —continuó Slade. Por la manera de decirlo me pareció que tal vez supiera lo del negocio de Steiner.
Me volví en dirección a la puerta.
—Solo que usted no llamó —dije.
Sonrió con una ligera incomodidad.
—Es cierto —admitió—. Tendría que haber llamado. Perdonen.
—Ahora nosotros nos largamos —dije, despreocupado. Cogí a Carmen por el brazo.
—¿Algún recado si vuelve Steiner? —preguntó Slade en tono suave.
—No queremos molestarle.
—Lástima —dijo, sin demasiado sentido.
Solté el brazo de Carmen y di un paso para apartarme despacio de ella. Slade seguía teniendo el sombrero en la mano. No se movió. Sus ojos profundos centelleaban de un modo agradable.
Abrí otra vez la puerta.
—La chica puede irse —dijo Slade—. Pero me gustaría hablar con usted.
Me quedé mirándolo, intentando no poner ninguna expresión.
—Bromista, ¿eh? —dijo Slade afablemente.
Carmen hizo un ruido repentino a mi lado y salió corriendo por la puerta. Al cabo de un instante oí sus pasos colina abajo. No había visto su coche pero supuse que lo tendría por allí. Empecé a decir:
—¿Qué demonios...?
—Ahórreselo —me interrumpió Slade con frialdad—. Aquí hay algo que no está bien. Solo quiero averiguar qué es.
Se puso a andar despreocupadamente por la habitación, demasiado despreocupadamente. Llevaba el ceño fruncido y no me dedicaba mucha atención. Eso me hizo pensar. Eché una rápida mirada por la ventana pero no pude ver más que el techo de su coche sobresaliendo por encima del seto. Slade encontró el frasco panzudo y los dos vasos finos morados sobre la mesa. Olió uno de los dos. Una sonrisa de asco arrugó sus labios delgados.
—Ese chulo asqueroso —dijo en tono despectivo.
Miró los libros de la mesa, tocó uno o dos, dio la vuelta al otro lado del escritorio y se quedó delante del supuesto tótem. Lo miró. Luego sus ojos se dirigieron al suelo, a la alfombra fina que estaba sobre el sitio que había ocupado el cuerpo de Steiner. Movió la alfombra con el pie y se puso tenso de repente con la mirada fija en el suelo.
Fue una buena representación... porque, si no, Slade poseía un olfato que me vendría muy bien en mi futuro negocio; aún no estaba seguro de cuál sería, pero estaba pensándomelo mucho.
Se agachó despacio y puso una rodilla en el suelo. La mesa me lo ocultaba parcialmente.
Saqué la pistola de la sobaquera y coloqué las dos manos detrás del cuerpo y me apoyé contra la pared.
Hubo una exclamación cortante, rápida, y luego Slade se levantó de un salto. Alzó su brazo como un rayo y una Luger larga y negra apareció con gran arte. Yo no me moví. Slade sostenía la Luger con unos dedos largos y pálidos, sin apuntarme, sin apuntar a nada en particular.
—Sangre —dijo con voz calma, triste, sus profundos ojos negros y duros—. Sangre en el suelo ahí, debajo de la alfombra. Un montón de sangre.
Le sonreí. Dije:
—Ya la había visto. Es sangre antigua. Sangre seca.
Se deslizó a un lado y se instaló en la silla de detrás de la mesa de Steiner y se acercó el teléfono tirando de él con la Luger. Frunció el ceño ante el teléfono y luego me lo frunció a mí.
—Llamaremos a la poli —dijo.
—Por mí, muy bien.
Los ojos de Slade estaban ahora entrecerrados y duros como el azabache. No le gustó que yo estuviera de acuerdo con él. El barniz amable de antes se había diluido y bajo él aparecía un chico duro, bien vestido, con una Luger. Y con pinta de saber usarla.
—¿Y quién demonios es usted, por cierto? —gruñó.
—Un sabueso. El nombre da igual. La chica es mi cliente. Steiner la andaba chantajeando. Vinimos para hablar con él. No estaba.
—¿Y entraron sin más, eh?
—Exacto, ¿qué pasa? ¿Cree que le pegamos un tiro a Steiner, señor Slade?
Sonrió ligeramente, débilmente, pero no dijo nada.
—¿O cree que Steiner le pegó un tiro a alguien y salió corriendo? —sugerí.
—Steiner no le pegó un tiro a nadie —dijo Slade—. Steiner no tenía ni los redaños de un gato enfermo.
—¿Ve usted a alguien por aquí? —pregunté—. Tal vez Steiner quisiera cenar pollo y le gustara matar a los pollos en el salón.
—No le entiendo. No entiendo a qué juega.
Sonreí de nuevo.
—Adelante. Llame a sus amigos de la ciudad. Creo que no va a gustarle la reacción que se encontrará.
Se quedó pensándolo sin mover un músculo. Los labios volvieron a apoyarse en los dientes.
—¿Por qué no? —preguntó por fin, con voz despreocupada.
—Le conozco a usted, señor Slade. Lleva el Aladdin Club, allá en Palisades. Juego rápido. Luces suaves, trajes de etiqueta y un bufé para cenar de complemento. Conoce a Steiner lo bastante bien como para entrar en su casa sin llamar. El negocio de Steiner necesitaba un poco de protección de vez en cuando y usted podía dársela.
El dedo de Slade se tensó sobre el gatillo de la Luger y luego se relajó. Colocó la Luger sobre la mesa, dejó los dedos prevenidos. En su boca pálida apareció un gesto duro.
—Alguien fue a por Steiner —dijo suavemente. Su voz y la expresión de su cara parecían pertenecer a dos personas diferentes—. Hoy no apareció por la tienda. No contestaba al teléfono. Vine a ver qué pasaba.
—Me alegra oír que no fue usted quien disparó a Steiner —dije.
La Luger volvió a alzarse y a tomar blanco en mi pecho.
—Bájela, Slade. Todavía no sabe lo suficiente para apretar. Eso de no ser a prueba de bala es una idea a la que tendría que acostumbrarme. Bájela. Le diré una cosa, si no la sabe. Alguien se llevó los libros de la tienda de Steiner hoy mismo, los libros con los que hacía negocio real.
Slade dejó la pistola sobre la mesa por segunda vez. Se inclinó para atrás y luchó por colocar una expresión amistosa en la cara.
—Le escucho —dijo.
—A mí también me parece que alguien fue a por Steiner. Creo que esa sangre es suya. Los libros que se llevaban de la tienda de Steiner nos dan una razón para llevarse el cuerpo de aquí. Alguien se está haciendo con el negocio y no quiere que Steiner lo descubra hasta que esté todo arreglado. Quienquiera que fuese debería haber limpiado la sangre, y no lo hizo.
Slade escuchaba en silencio. Los picos de sus cejas formaban ángulo agudo sobre la piel blanca de una frente que no veía el sol.
—Matar a Steiner para apoderarse de su negocio ha sido un truco de tontos —continué—, y no estoy seguro de que haya sucedido de ese modo. Pero sí que estoy seguro de que quienquiera que se haya llevado los libros sabe eso y que la rubia de la tienda está muerta de miedo por algo.
—¿Algo más? —preguntó Slade sin inmutarse.
—Por ahora no. Hay un tema de drogas que quiero localizar. Si lo consigo, puede que le diga dónde es.
—Ahora sería mejor —dijo Slade. Luego echó los labios atrás contra los dientes y soltó un silbido agudo, dos veces.
Di un salto. Fuera se abrió la puerta de un coche. Hubo pasos.
Quité la pistola de detrás de mi cuerpo. A Slade se le convulsionó la cara y alargó la mano en busca de la Luger que tenía delante de él y llegó a tocar la culata.
—¡No la toque! —dije.
Se puso de pie, rígido, inclinado hacia delante, con la mano en la pistola pero sin la pistola en la mano. Hice un regate para pasar detrás de él, salí al pasillo y me volví en el momento en que dos hombres entraban en la sala.
Uno tenía el pelo corto, pelirrojo, una cara blanca y arrugada, ojos inquietos; el otro era de lo más chato. Sería un chico guapo si no fuera por aquella nariz aplastada y una oreja tan gruesa como un chuletón.
Ninguno de los recién llegados llevaba pistola a la vista. Se pararon, miraron.
Yo me quedé de pie en el marco de la puerta, detrás de Slade. Este seguía inclinado sobre la mesa frente a mí, sin agitarse.
El chato abrió la boca en una amplia mueca, dejando ver unos dientes blancos y puntiagudos. El pelirrojo parecía tembloroso y con miedo.
Slade los tenía bien puestos. Con una voz suave, grave pero muy clara, dijo:
—El pies planos este le ha pegado un tiro a Steiner, muchachos. ¡Cogedlo!
El pelirrojo se sujetó el labio de abajo con los dientes y acudió rápidamente a buscar algo bajo el brazo izquierdo; no lo consiguió. Yo estaba bien preparado y alerta. Le atravesé el hombro izquierdo de un disparo, aunque lamentando hacerlo. La pistola hacía tanto ruido en aquella habitación cerrada que parecía oírse en toda la ciudad. El pelirrojo cayó al suelo y se retorció y se arrastró como si le hubieran disparado en la barriga.
El chato no se movió. Probablemente sabía que su brazo no era lo bastante rápido. Slade agarró la Luger y empezó a girarse. Di un paso hacia él y le aticé detrás de la oreja. Se derrumbó sobre la mesa y la Luger golpeó contra una fila de libros. No me oyó que le decía:
—Odio tener que pegarle a un manco por detrás, Slade. Y no me entusiasma hacer demostraciones. Usted me obligó.
El chato me sonrió y dijo:
—Vale, compadre. ¿Y ahora qué?
—Me gustaría salir de aquí, si puede ser sin que haya más tiros. O puedo quedarme a esperar a la bofia. A mí me da igual.
Se lo pensó con calma. El pelirrojo soltaba gemidos desde el suelo y Slade yacía completamente inmóvil.
El chato levantó las manos despacio y se las cruzó detrás de la nuca. Dijo, con frialdad:
—No sé de qué va todo esto, pero me importa un bledo adónde vaya usted o lo que haga cuando llegue. Y este sitio no me parece el mejor lugar para un concurso de tiro. ¡Aire!
—Chico listo. Tiene más sentido común que su jefe.
Di la vuelta a la mesa y me escurrí hacia la puerta abierta. El chato se giró lentamente con las manos detrás de la nuca, dándome la cara. Tenía una sonrisa irónica pero casi bondadosa en la cara.
Me deslicé por la puerta, salí a toda prisa por el hueco del seto y subí la cuesta medio esperando verlos aparecer detrás de mí. No vino nadie.
Me metí de un salto en el Chrysler y salí zumbando. Crucé la cima de la colina y me alejé de aquel vecindario.