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LA DAMA DEL LAGO

En la gran cartulina blanca pegada en el cristal de la ventana se leía en mayúsculas de cuerpo grueso: «¡REELECCIÓN ALGUACIL TINCHFIELD!». Tras la ventana había un mostrador estrecho sobre el que se alzaban pilas de carpetas polvorientas. La puerta era de cristal y tenía rotulado con pintura negra: «Jefe de Policía. Jefe de Bomberos. Alguacil. Cámara de Comercio. Entre».

Entré y me vi en lo que no era más que una pequeña caseta de una única habitación de madera de pino con una estufa panzuda en el rincón, un escritorio de persiana desordenado, dos sillas de madera rígidas y el mostrador. De la pared colgaban un mapa grande del distrito, un calendario y un termómetro. Junto al teléfono de la mesa había unos números de teléfono grabados trabajosamente con cierta profundidad sobre la madera.

Ante la mesa, echado para atrás en una silla giratoria antigua, estaba sentado un hombre con un sombrero Stetson de ala plana echado sobre la nuca y una escupidera enorme al lado del pie derecho. Tenía las manos grandes y sin vello confortablemente cruzadas sobre el estómago. Llevaba unos pantalones marrones con tirantes, una camisa gastada y muy lavada de color canela, abrochada muy apretada hasta el último botón sobre el grueso cuello, sin corbata. Lo que se podía ver de su pelo era de un castaño raído salvo en las sienes, donde ya estaba blanco como la nieve. Llevaba una estrella en el lado izquierdo del pecho. Estaba más sentado sobre la nalga izquierda que sobre la derecha, porque llevaba al cinto una pistolera cuyo bolsillo albergaba un revólver grande y negro.

Me apoyé en el mostrador y lo miré. Tenía las orejas grandes y unos ojos grises y cordiales, y parecía que hasta un niño podría robarle la cartera.

—¿Es usted el señor Tinchfield?

—Ajá. La ley que podamos tener aquí... soy yo... Al menos, hasta las elecciones. Hay un par de buenos chicos que se presentan contra mí y es posible que me den una buena paliza —suspiró.

—¿Su jurisdicción se extiende hasta el lago Little Fawn?

—¿Cómo ha dicho, hijo?

—El lago Little Fawn, allá atrás, en el monte. ¿Es cosa suya?

—Ajá. Supongo que sí. Soy sheriff delegado. No cabía nada más en la puerta —miró hacia allí con cierto placer—. Soy todo lo que se menciona ahí. El terreno de Melton, ¿eh? ¿Hay algún problema por allí, hijo?

—Hay una mujer muerta en el lago.

—Vaya, y ahora esto. —Descruzó las manos y se rascó la oreja, tras lo cual se levantó con dificultad. De pie era un hombre grande y fuerte. La gordura no era más que jovialidad—. ¿Muerta, dice? ¿Quién es?

—Beryl, la esposa de Bill Haines. Parece un suicidio. Lleva mucho tiempo en el agua, sheriff. No es agradable verla. Lo había dejado hace diez días, me dijo. Y supongo que fue entonces cuando lo hizo.

Tinchfield se inclinó sobre la escupidera y descargó una masa de fibras marrones enredadas dentro de ella. Cayeron haciendo un «plop» suave. Se masajeó los labios y los limpió con el dorso de la mano.

—¿Y usted quién es, hijo?

—Me llamo John Dalmas. Vine de Los Ángeles con una nota del señor Melton para Haines, con el fin de echar un vistazo a la propiedad. Haines y yo paseábamos alrededor del lago y nos metimos en el pequeño embarcadero que construyeron los del cine hace tiempo. Vimos algo debajo del agua. Haines tiró una piedra muy grande y el cuerpo salió flotando. No es agradable de ver, sheriff.

—¿Haines está allá arriba?

—Sí. He bajado yo porque él está terriblemente afectado.

—Eso no me sorprende, hijo. —Tinchfield abrió un cajón del escritorio y sacó una botella grande de whisky llena. La deslizó dentro de la camisa y se la abrochó de nuevo—. Recogeremos al doctor Menzies —dijo—. Y a Paul Loomis.

Dio la vuelta con toda tranquilidad por el extremo del mostrador. Parecía que la situación le incomodaba todavía un poco menos que una mosca.

Salimos. Antes de cruzar la puerta ajustó una tarjeta con un reloj que tenía colgando por dentro del cristal para que dijera: «Vuelvo a las seis pm». Cerró la puerta y nos subimos a un coche que tenía una sirena, dos focos intermitentes rojos, dos luces de niebla ámbar, una placa de bomberos blanca y roja y varios letreros en el lateral que no me molesté en leer.

—Usted espere aquí, hijo. Volveré en un momento.

Tomó el coche y realizó un cambio de dirección a toda velocidad en medio de la calle; luego se largó carretera abajo en dirección al lago y se detuvo delante de un edificio de madera que estaba frente al viejo depósito de diligencias. Entró en él y salió acompañado de un hombre alto y delgado. Volvió a girar, esta vez más despacio, y vino a buscarme; me puse detrás del asiento del conductor. Cruzamos todo el pueblo, esquivando chicas en pantalón corto y hombres en bañador, pantalones cortos y deportivos, la mayoría desnudos y bronceados de cintura para arriba. Tinchfield no dejaba de tocar el claxon, pero no hizo uso de la sirena, lo que hubiera dado lugar a un desfile de coches detrás de él. Subimos por una cuesta polvorienta y nos paramos delante de una cabaña. Tinchfield hizo sonar el claxon y gritó. Un hombre de mono azul abrió la puerta.

—Entra, Paul.

El hombre del mono asintió, volvió a adentrarse en la cabaña y regresó con un sombrero de cazador de leones sucio en la cabeza. Volvimos a la carretera principal, tomamos la secundaria al cabo de un rato y seguimos por ella hasta la barrera del camino particular. El hombre del mono azul se bajó para abrirla y la cerró después de que ambos coches hubieran pasado.

Cuando llegamos al lago ya no salía humo de la cabaña pequeña. Nos bajamos.

El doctor Menzies era un tipo de rostro amarillo y anguloso con ojos saltones y dedos manchados de nicotina. El del mono azul y el sombrero de cazador de leones era un hombre de unos treinta años, moreno, bronceado, flexible y que parecía mal alimentado.

Nos acercamos al borde del lago y miramos hacia el muelle. Bill Haines estaba sentado en el suelo, completamente desnudo, con la cabeza entre las manos. Y sobre el muelle, a su lado, había algo.

—Podemos seguir en coche un trecho más —dijo Tinchfield. Volvimos a los coches y seguimos adelante, nos paramos de nuevo y salimos todos desfilando hacia el muelle.

El cuerpo informe que había sido una mujer yacía con la cara sobre el muelle con una soga por debajo de los brazos. La ropa de Haines estaba a un lado. La pierna artificial, que lanzaba destellos de cuero y metal, junto a la ropa. Sin decir una sola palabra, Tinchfield sacó la botella de whisky de la camisa, la destapó y se la pasó a Haines.

—Bebe con ganas, Bill —dijo como quien no quiere la cosa. En el aire había un olor espantoso, nauseabundo. Haines no parecía notarlo, ni tampoco Tinchfield ni Menzies. Loomis fue a buscar una manta al coche y la echó sobre el cuerpo y luego él y yo nos apartamos a cierta distancia.

Haines bebió a morro de la botella y levantó la vista con mirada ausente. Sostuvo la botella entre la pierna desnuda y el muñón de la otra y empezó a hablar, y lo hizo con una voz carente de vida, sin mirar nada ni a nadie. Habló despacio y repitió todo lo que me había contado a mí. Añadió que después de que yo me marchase había cogido la soga, se había desnudado y se había metido en el agua para sacar el cuerpo. En cuanto terminó de hablar, se quedó mirando las planchas de madera y tan inmóvil como una estatua.

Tinchfield se metió un mordisco de tabaco en la boca y estuvo un ratito mascándolo. Luego apretó bien los dientes, se inclinó y dio la vuelta al cuerpo con sumo cuidado como si tuviera miedo de que se le hiciera pedazos entre las manos. El sol tardío refulgía sobre el collar suelto de piedras verdes que yo ya había visto en el agua. Eran piedras talladas de un modo basto y sin brillo, como esteatita. Estaban unidas por una cadena dorada. Tinchfield enderezó las anchas espaldas y se sonó la nariz con fuerza en un pañuelo de color canela.

—¿Qué me dices, doctor?

Menzies tenía una voz tensa, aguda, irritable.

—¿Qué demonios quieres que te diga?

—Causa y hora de la muerte —especificó Tinchfield con voz suave.

—No te hagas el tonto más de lo que eres, Jim —dijo el doctor en un tono desagradable.

—No puedes decirme nada, ¿eh?

—¿Mirando esto? ¡Por el amor de Dios!

Tinchfield suspiró y se volvió hacia mí.

—¿Dónde estaba el cuerpo cuando lo vio por primera vez? —preguntó.

Se lo dije. Me escuchó sin un movimiento de la boca y con los ojos inexpresivos. Luego volvió a mascar de nuevo.

—Un sitio curioso para que estuviera. Aquí no hay corrientes. Y si hubiera habido alguna, habría arrastrado el cuerpo en dirección a la presa.

Bill Haines se puso de pie, se dirigió adonde estaba su ropa dando saltitos y se colocó la pierna postiza. Se vistió despacio, con torpeza, arrastrando con dificultad la camisa contra la piel mojada. Habló de nuevo sin mirar a nadie.

—Lo hizo ella misma. Tuvo que ser así. Se metió nadando debajo de los tablones y tragó agua. Igual se quedó atrapada. Tuvo que ser así. No hay otra forma.

—Hay otra forma, Bill —dijo Tinchfield con su voz suave y mirando al cielo.

Haines revolvió en el bolsillo de la camisa y sacó aquella nota tan sobada. Se la dio a Tinchfield. De mutuo consenso todos nos alejamos a una cierta distancia del cadáver. Luego Tinchfield volvió hasta allí para recuperar la botella de whisky y se la metió dentro de la camisa. Se unió a nosotros y leyó la nota una y otra vez.

—No trae fecha. ¿Dices que fue hace un par de semanas?

—El viernes hará dos semanas.

—¿Ya te había abandonado otra vez antes, verdad?

—Sí. —Haines no lo miró—. Hace dos años. Me emborraché y me quedé con una pelandusca —se rió descontrolado.

El sheriff leyó una vez más la nota con mucha calma.

—¿Esa otra vez te dejó una nota? —inquirió.

—Ya lo pillo —gruñó Haines—. Ya lo pillo. No hace falta que me hagas dibujitos.

—La nota parece más que vieja —dijo Tinchfield en tono amable.

—Hace diez días que la llevo en la camisa —gritó Haines, y volvió a reírse de un modo salvaje.

—¿Qué te divierte tanto, Bill?

—¿Alguna vez ha intentado sacar a una persona sumergida dos metros debajo del agua?

—No, nunca, Bill.

—Yo nado bastante bien... para ser alguien con una sola pierna. Pero no tan bien como eso.

—Pero, en fin, eso no significa nada, Bill —dijo Tinchfield con un suspiro—. Podría haberse usado una cuerda. Podrían haberle puesto una piedra de lastre, hasta puede que dos piedras, cabeza y pies. Luego en cuanto estuvo debajo de los maderos se corta la cuerda. Podría haberse hecho así, hijo.

—Claro. Y lo hice yo —dijo Haines con una gran carcajada—. Yo... no le hice eso a Beryl. Venga, llévame a comisaría, hijo de...

—Eso pretendo —dijo Tinchfield en su tono suave—. Para las investigaciones. Todavía no hay cargos, Bill. Pero podrías haberlo hecho. No me digas que no. No estoy diciendo que lo hayas hecho, solo digo que habrías podido hacerlo.

Haines se despejó del alcohol tan rápido como se había derrumbado.

—¿Algún seguro? —preguntó Tinchfield mirando al cielo.

Haines se sobresaltó.

—Cinco mil —dijo—. Eso es todo. Son para mí. Okey. Vamos.

Tinchfield se giró lentamente hacia Loomis.

—Vuelve a la cabaña, Paul, y coge un par de mantas. Luego será mejor que todos nos echemos un poco de whisky en la nariz.

Loomis dio media vuelta y volvió a recorrer el sendero que bordeaba el lago hasta la cabaña de Haines. Los demás nos quedamos esperando. Haines se miró las manos morenas y rudas y apretó los puños. Sin decir palabra, lanzó hacia arriba el derecho y se dio un golpe tremendo en la cara.

—¡Maldito...! —dijo en un susurro ronco.

Empezó a sangrarle la nariz. Siguió tan tranquilo. La sangre le corrió sobre el labio, fue bajando por un lado de la boca hasta la punta del mentón. Y de allí empezó a gotear.

Aquello me recordó algo que ya tenía casi olvidado.

Todos los cuentos
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