3

De pie, bajo la marquesina de cristal festoneado de la entrada lateral del Chatterton, De Ruse miró arriba y abajo de la calle Irolo, a las luces intermitentes de Wilshire y hacia el final oscuro y tranquilo de la calle lateral.

La lluvia caía suavemente, sesgada. Una mínima gota se descolgó de la marquesina y cayó sobre la punta roja de su cigarrillo provocando un leve siseo. Cogió la maleta y echó a andar por Irolo hacia su coche. Era un sedán, un Packard negro brillante, con un cromado discreto aquí y allá, aparcado casi en la esquina siguiente.

Se detuvo, abrió la puerta y del interior del coche apareció ágil una pistola que se apretó contra su pecho. Una voz bramó, cortante:

—¡Quieto! ¡Las zarpas en alto, monada!

De Ruse vio con dificultad al hombre del interior del coche. Era una cara delgada con ojos de halcón en la que se reflejaba una luz pero sin dejarla bien visible. Notó que la pistola se apoyaba con fuerza contra su pecho y le causaba dolor en el esternón. Detrás de él sonaron unos pasos rápidos y otra pistola se le apoyó en la espalda.

—¿Satisfecho? —inquirió otra voz.

De Ruse soltó la maleta, levantó las manos y las puso sobre el techo del coche.

—Okey —dijo débilmente—. ¿Qué es esto? ¿Queréis limpiarme?

El hombre del coche soltó una carcajada que sonó a gruñido. Una mano palpó las caderas de De Ruse por detrás.

—¡Un paso atrás... despacio!

De Ruse se echó hacia atrás manteniendo las manos muy altas.

—No tan arriba, idiota —dijo el hombre de detrás en tono peligroso—. Hasta los hombros basta.

De Ruse las bajó. El hombre del coche salió y se enderezó. Volvió a apoyar la pistola contra el pecho de De Ruse, adelantó un largo brazo y le desabrochó el abrigo. De Ruse se inclinó para atrás. La mano que pertenecía al brazo largo exploró sus bolsillos y sus sobacos. Un treinta y ocho en una cartuchera de muelle dejó de pesarle en el costado.

—Tengo una, Chuck. ¿Tú?

—Nada en el de atrás.

El hombre de delante dio un paso a un lado y cogió la maleta.

—Andando, monada. Nos vamos en nuestro cacharro.

Continuaron por Irolo. Apareció una gran limusina Lincoln de color azul con una banda más clara. El de la cara de halcón abrió la puerta de atrás.

—Dentro.

De Ruse entró sin oponer resistencia, escupió lo que quedaba del cigarrillo al suelo mojado y oscuro al agacharse para pasar bajo el techo del coche. Un leve y extraño olor le asaltó la nariz, un olor que podría haber sido de melocotones pasados o almendras. Entró en el coche.

—Ponte a su lado, Chuck.

—Escucha. Vamos los dos delante. Puedo...

—Quiá. Entra a su lado, Chuck —le soltó el de la cara de halcón.

Chuck soltó un gruñido, entró en el coche y se sentó atrás, al lado de De Ruse. El otro hombre cerró la puerta con fuerza. Su cara delgada se asomó a la ventanilla cerrada con una sonrisa sardónica. Luego rodeó el coche, se sentó al volante, encendió el motor y arrancó.

De Ruse arrugó la nariz olfateando aquel extraño olor.

Giraron en la esquina y se dirigieron hacia el este por la Ocho hacia Normandie. Allí se dirigieron al norte cruzando Wilshire y otras calles hasta subir por una cuesta empinada y bajarla luego hacia Melrose. El gran Lincoln se deslizaba entre la lluvia fina sin un susurro. Chuck iba sentado en el asiento trasero con la pistola sobre las rodillas, ceñudo. Las farolas de la calle dejaban ver una cara roja cuadrada, arrogante, una cara que no estaba a gusto.

El conductor no se movía. Cruzaron Sunset y Hollywood, torcieron al este por Franklin, avanzaron hacia el norte hasta Los Feliz y bajaron por Los Feliz hacia el lecho del río.

Los coches que subían la cuesta lanzaban breves haces repentinos de luz blanca al interior del Lincoln. De Ruse esperaba, tenso.

Cuando el siguiente par de faros iluminaron directamente el coche se inclinó hacia delante ágilmente y levantó la pernera izquierda de sus pantalones. Antes de que la luz cegadora desapareciera ya había vuelto a apoyarse contra el respaldo.

Chuck no se movió, no había notado el movimiento.

Al llegar abajo de la cuesta, en el cruce con Riverside Drive se lanzó hacia ellos toda una falange de coches al cambiar el semáforo. De Ruse esperó, calculó el impacto de los faros. Inclinó un instante el cuerpo con la mano alargada hacia abajo, agarró el arma pequeña que llevaba en la pistolera de la pierna.

Volvió a echarse para atrás con la pistola apoyada ahora contra el costado del muslo izquierdo para mantenerla fuera de la visión de Chuck.

El Lincoln aceleró hasta Riverside y pasó ante la entrada del Griffith Park.

—¿Adónde vamos, colega? —preguntó De Ruse como sin querer.

—Calladito —le gruñó Chuck—. Ya lo sabrás.

—No eres charlatán, ¿eh?

—Calladito —volvió a gruñirle Chuck.

—¿Sois los muchachos de Mops Parisi? —le preguntó De Ruse con voz fina, premiosa.

El pistolero de cara roja se sobresaltó, levantó la pistola de la rodilla.

—¡Te he dicho que callado!

—Perdona, colega —dijo De Ruse.

Pasó la pistola por encima del muslo, la apuntó en un instante y apretó al gatillo con la izquierda. La pistola hizo un ruidito plano, un ruido casi sin importancia.

Chuck soltó un grito, la mano se le agitó sin control y la pistola cayó al suelo del coche. La mano izquierda se disparó hacia el hombro derecho.

De Ruse se pasó la pequeña Mauser a la derecha y se la clavó a Chuck en el costado.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Pon esas manos donde las vea. Y ahora, échame la pipa a este lado con el pie, ¡deprisa!

Chuck empujó la automática grande de una patada por el suelo del coche. De Ruse se agachó ágilmente y la recogió. El conductor de cara delgada echó una mirada brusca hacia atrás y el coche dio un bandazo y luego se enderezó otra vez.

De Ruse sostenía la pistola. La Mauser era demasiado ligera para usarla de porra. Dio un fuerte golpe a Chuck en la sien. Chuck soltó un gruñido, cayó hacia delante intentando agarrarse.

—¡El gas! —gimió—. ¡El gas! ¡Abrirá el gas!

De Ruse le pegó de nuevo, ahora más fuerte. Chuck se convirtió en un bulto derrumbado sobre el suelo del coche.

El coche se salió de Riverside, tomó un puentecito y un camino de carro, y bajó por una estrecha pista de tierra que dividía en dos un campo de golf. Avanzó entre árboles y oscuridad. Iba deprisa, dando saltos de un lado a otro como si el conductor pretendiera hacer justamente eso.

De Ruse se enderezó, buscó la manilla de la puerta. No había manilla. Frunció los labios y golpeó con fuerza la ventanilla con la pistola. El cristal era tan duro que parecía una pared de piedra. El de la cara de halcón se inclinó hacia un lado y se oyó un ruido silbante. Se produjo un repentino y brusco incremento de la intensidad del olor a almendras.

De Ruse sacó un pañuelo del bolsillo y se lo apretó contra la nariz. El conductor se había vuelto a poner derecho y conducía inclinado hacia delante intentando llevar la cabeza baja.

De Ruse colocó la boca de la pistola grande junto al separador de cristal, justo detrás de la cabeza del conductor, quien la movía hacia los lados. Apretó el gatillo cuatro veces muy seguidas cerrando los ojos y apartando la cabeza como una mujer nerviosa.

No saltó ningún pedazo. Cuando volvió a mirar había un agujero redondo en el cristal y la zona del parabrisas que quedaba justo delante estaba astillada pero no rota.

Machacó con la pistola los bordes del agujero y consiguió hacer caer un trozo de cristal. Ahora ya le llegaba el gas a través del pañuelo. Tenía la cabeza como un globo. La vista se le velaba, se le iba poniendo borrosa.

El conductor de cara de halcón, agachado, abrió la puerta de su lado, giró el volante en la dirección opuesta y saltó fuera.

El coche golpeó contra un muro de contención bajo, dio un par de saltos y se estrelló de costado contra un árbol. La carrocería se deformó lo suficiente para que una de las puertas de atrás quedara abierta.

De Ruse se arrojó adelante para salir por la puerta. Aterrizó sobre tierra blanda, se quedó un tanto sin aliento. Y luego sus pulmones empezaron a respirar aire limpio. Se arrastró sobre los codos y el estómago sin levantar la cabeza, con la pistola empuñada.

El hombre de cara de halcón estaba de rodillas a una docena de metros. De Ruse lo vio sacar una pistola del bolsillo y levantarla.

La pistola de Chuck se levantó y rugió en la mano de De Ruse hasta quedar vacía.

El hombre de la cara de halcón se dobló lentamente y su cuerpo se fundió con las sombras negras y la tierra mojada; a lo lejos, por Riverside Drive pasaban los coches. La lluvia goteaba en los árboles. El faro de Griffith Park giraba en el cielo espeso. El resto era oscuridad y silencio.

De Ruse respiró a fondo y se puso en pie. Dejó caer la pistola descargada, sacó una linterna pequeña que llevaba en el bolsillo del abrigo y se subió el cuello para taparse la nariz y la boca apretando con fuerza el grueso tejido contra la cara. Fue hasta el coche, apagó las luces e iluminó con la linterna el asiento del conductor. Se inclinó un momento y cerró una llave de purga que había en un cilindro de cobre que parecía un extintor de incendios. El silbido del gas paró.

Fue hasta el hombre con cara de halcón. Estaba muerto. Llevaba algún dinero en los bolsillos, cigarrillos, una carpetita de cerillas del Club Egypt, un par de peines de cartuchos de repuesto, el treinta y ocho de De Ruse. No llevaba cartera. De Ruse volvió a poner el treinta y ocho en su sitio y se apartó del cuerpo. Miró hacia las luces de Glendale por encima de la oscuridad del lecho del río Los Ángeles. A media distancia, un letrero verde de neón alejado de cualquier otra luz encendía y apagaba un nombre: Club Egypt.

De Ruse se sonrió tranquilamente para sus adentros y regresó al Lincoln. Arrastró el cuerpo de Chuck y lo dejó en la tierra mojada. La cara roja de Chuck estaba ahora azul bajo el haz de la pequeña linterna. En sus ojos abiertos había una mirada vacía. El pecho no se le movía. De Ruse dejó la linterna y registró unos cuantos bolsillos más.

Encontró las cosas que suele llevar cualquier hombre, incluida una cartera donde había un permiso de conducir a nombre de Charles Le Grand, Hotel Metropole, Los Ángeles. Encontró también más cerillas del Club Egypt y una llave de hotel con el número 809, hotel Metropole.

Se guardó la llave en el bolsillo, cerró de un portazo la puerta reventada del Lincoln y se puso al volante. El motor se encendió. Dio marcha atrás y separó el coche del árbol haciendo crujir la plancha del guardabarros abollado. Fue girando poco a poco y avanzó sobre la tierra blanda hasta conseguir ponerlo de nuevo en la carretera.

Cuando estuvo de nuevo en Riverside encendió las luces y se dirigió de vuelta a Hollywood. Dejó el coche debajo de unos pimenteros, enfrente de un gran edificio de apartamentos de ladrillo de la calle Kenmore, a media manzana al norte de Hollywood Boulevard. Apagó el motor y cogió su maleta.

La luz de la entrada de la casa de apartamentos daba sobre la chapa de matrícula delantera cuando se separó de ella. Se preguntó por qué unos pistoleros utilizarían un coche con una matrícula número 5A6, un número que era casi un privilegio. Entró en un drugstore y llamó a un taxi para que le llevase de regreso al Chatterton.

Todos los cuentos
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