6
La habitación estaba al fondo de la casa a la izquierda. La muchacha sacó una llave del bolsillo y abrió una puerta. Había una luz baja en una mesa y las persianas estaban cerradas. Steve pasó junto a ella en silencio con paso felino.
Leopardi yacía directamente en medio de la cama, un cuerpo grande, relajado y silencioso, cerúleo y artificial como la muerte. Hasta el bigote parecía falso. Los ojos a medio abrir, ciegos como canicas, parecía talmente que nunca hubieran visto. Estaba boca arriba, encima de la sábana, y la ropa de cama amontonada a los pies del lecho.
El Rey vestía un pijama de seda amarilla, sin cordones y con cuello vuelto. Amplio y de tela fina. En el pecho estaba oscuro por la sangre que había empapado la seda como si fuera papel secante. En el cuello moreno desnudo había también un poco de sangre. Steve se lo quedó mirando y dijo inexpresivo:
—El Rey de Amarillo. Una vez leí un libro con ese título. Supongo que le gustaba el amarillo. Anoche metí en una maleta unas cuantas cosas suyas. Y él no estaba amarillo de miedo, aunque los tipos como él suelan estarlo... ¿O no?
La joven fue hasta un rincón y se sentó en una banqueta y miró al suelo. Era una habitación agradable, tan moderna como informal la sala de estar. Tenía una alfombra de felpilla, color café con leche, muebles de ángulos muy rectos de madera taraceada, y una falsa cómoda con superficie de espejo, hueco para las rodillas y cajones como una mesa de despacho. Encima tenía un espejo enmarcado y un aplique cilíndrico de cristal glaseado colocado sobre el espejo. En el rincón había otra mesa de vidrio con un galgo de cristal encima y una lámpara con la pantalla de pergamino más alta que Steve había visto en su vida.
Se paró a mirar todo aquello y luego volvió a mirar a Leopardi. Le levantó el pijama con cuidado y examinó la herida. Estaba exactamente encima del corazón y tenía la piel chamuscada y moteada. No había demasiada sangre. Había muerto en cosa de una fracción de segundo.
En la mano derecha, encima de la segunda almohada de la cama, albergaba una pequeña Mauser automática.
—Muy artístico —dijo Steve señalando con el dedo—. Sí, es un toque de buen gusto. La típica herida de contacto, supongo. Incluso se levantó la chaqueta del pijama. Ya había oído que lo hacen. Una Mauser del siete sesenta y tres más o menos. ¿Seguro que es la suya?
—Sí —dijo ella sin dejar de mirar al suelo—. La tenía en el escritorio de la sala de estar. Sin cargar. Pero había cartuchos. No sé por qué. Alguien me la dio una vez. Ni siquiera sé cómo se carga.
Steve sonrió. Ella levantó súbitamente los ojos y vio la sonrisa de él y se estremeció.
—No espero que nadie se lo crea —dijo—. Supongo que igual deberíamos llamar a la policía.
Steve asintió con aire ausente, se llevó un cigarrillo a la boca y lo agitó arriba y abajo entre los labios que todavía tenía magullados del puñetazo de Leopardi. Encendió una cerilla con el pulgar, lanzó una nubecilla de humo y dijo con calma:
—Nada de polis. Todavía no. Cuéntemelo, nada más.
—Canto en la radio KFQC, ¿sabe? —dijo la pelirroja—. Tres noches por semana, un cuarto de hora en un programa de automóviles. Y esta era una de las noches. Agatha y yo llegamos a casa..., no sé, cerca de las diez y media. Ya en la puerta me acordé de que no tenía sifón en casa así que la mandé a la tienda de licores que está a tres manzanas de aquí y entré sola en casa. Había un olor extraño. No sé lo que era. Como si varios hombres hubieran estado aquí, algo así. Y cuando entré en el dormitorio, me lo encontré exactamente como ahora. Vi la pistola y me acerqué y miré y entonces supe que estaba perdida. No sabía lo que hacer. Incluso aunque la policía me dejara limpia, a donde quiera que vaya a partir de ahora...
—¿Y cómo entró aquí? —la interrumpió Steve.
—No lo sé.
—Siga.
—Cerré la puerta con llave. Luego me desvestí... con eso encima de la cama. Fui al cuarto de baño a ducharme y aclararme la cabeza si podía. Cerré la puerta con llave al salir de la habitación y me llevé la llave. Agatha ya estaba de vuelta pero no creo que me viera. Bueno, pues me duché y eso me reconfortó un poco. Luego me tomé una copa y entonces vine aquí y lo llamé a usted.
Se detuvo y se humedeció la punta de un dedo y se alisó la punta de la ceja izquierda con él.
—Eso es todo, Steve, absolutamente todo —dijo.
—El servicio doméstico puede ser de lo más entrometido. Y esa Agatha más entrometida que la mayoría, y no creo que me equivoque. —Fue hasta la puerta y miró la cerradura—. Apuesto a que hay tres o cuatro llaves en la casa que cierran esta puerta. —Se acercó a las ventanas y comprobó los cierres, miró bien las persianas a través del cristal. Hablando hacia atrás, como sin darle importancia, dijo—: ¿El Rey estaba enamorado de usted?
—Nunca estuvo enamorado de ninguna mujer —respondió con voz cortante, casi enfadada—. Hace un par de años, en San Francisco, cuando estuve con su orquesta una temporadita, hubo un poco de la típica publicidad tonta sobre nosotros. Sin ninguna base. Ahora lo han revivido aquí en las notas de prensa, para reforzar el debut. Esta tarde ya les dije que no estaba dispuesta a eso, que no quería verme relacionada con él en la mente de nadie. Su vida privada era basura. Una peste. Y en el negocio eso lo sabe todo el mundo. Y no es un negocio en el que las margaritas florezcan muy a menudo.
—¿El suyo era el único dormitorio al que podía acceder? —preguntó Steve.
La chica enrojeció hasta las raíces del pelo rojo oscuro.
—Eso suena fatal —dijo él—. Pero tengo que ver todos los ángulos. Así son las cosas, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí. Yo no diría que el único.
—Váyase a la otra habitación y tómese una copa.
La chica se puso de pie y lo miró directamente por encima de la cama.
—Yo no lo maté, Steve. Ni lo dejé entrar en esta casa esta noche. Tampoco sabía que iba a venir aquí, ni que tenía ninguna razón para venir. Lo crea o no lo crea. Pero algo en este asunto suena mal. Leopardi era la última persona en el mundo que fuera a quitarse su amada vida.
—Es que no lo hizo, ángel —dijo Steve—. Vaya a tomarse esa copa. Lo asesinaron. Todo esto es un montaje, un montaje para fabricarle una tapadera a Jumbo Walters. Salga.
Se quedó en silencio, inmóvil, hasta que los sonidos que le llegaban de la sala de estar le dijeron que ella estaba allí. Luego sacó el pañuelo y soltó la pistola de la mano derecha de Leopardi y la limpió con sumo cuidado por fuera, sacó el cargador y lo limpió bien, descargó todas las balas y las frotó una tras otra, hizo saltar la de la recámara y la limpió también. Cargó de nuevo el arma y volvió a ponerla en la mano muerta de Leopardi y le cerró los dedos en torno a ella y le empujó el índice para colocarlo en el gatillo. Luego dejó que la mano cayera sobre la cama con naturalidad.
Fue palpando la ropa de cama hasta encontrar un casquillo vacío y lo limpió también y lo volvió a dejar donde lo había encontrado. Se llevó el pañuelo a la nariz, lo olió, sarcástico, dio la vuelta a la cama para llegar al armario ropero y abrió la puerta.
—Descuidado con la ropa, muchacho —dijo en voz baja.
La chaqueta de color crema estaba colgada allí de una percha, sobre unos pantalones gris oscuro con un cinturón de piel de lagarto. Una camisa de satén amarillo y una corbata de color vino colgaban al lado. También un pañuelo a juego con la corbata asomaba medio palmo cayendo del bolsillo de delante de la chaqueta. En el suelo, un par de zapatos de deporte de gamuza marrón nuez moscada y calcetines sin ligas. Y muy cerca de ellos, unos pantalones cortos de satén amarillo con grandes iniciales negras.
Steve palpó con cuidado los pantalones grises y sacó un llavero de cuero. Salió entonces de la habitación, recorrió el pasillo y entró en la cocina. Tenía una puerta sólida con una buena cerradura de muelles y la llave puesta. La sacó y probó las llaves del puñado del llavero, no encontró ninguna que encajara, volvió a poner la llave en su sitio y se fue a la sala de estar. Allí abrió la puerta de la calle, salió y la cerró de nuevo sin mirar siquiera a la chica que estaba acurrucada en una esquina del diván. Probó las llaves en la cerradura, acabó encontrando la correcta. Entró otra vez en la casa, regresó al dormitorio y guardó el llavero en el bolsillo de los pantalones grises. Luego se fue al cuarto de estar.
La chica seguía acurrucada sin moverse, mirándolo. Él apoyó la espalda en la repisa de la chimenea y dio una calada al cigarrillo.
—¿Agatha estuvo todo el tiempo con usted en el estudio?
—Supongo que sí. —Asintió con la cabeza—. Así que él tenía llave. Era eso lo que hacía usted, ¿verdad?
—Sí. ¿Hace mucho que tiene a Agatha?
—Como un año.
—¿Sabe si le roba? Me refiero a cosas pequeñas.
Dolores Chiozza se encogió de hombros con aire cansino.
—¿Y eso qué importa? —dijo—. La mayoría lo hace. Unos polvos, o un poco de crema facial, un pañuelito, un par de medias de vez en cuando. Sí, creo que algo me robaba. A ellas esa clase de cosas les parecen más o menos permitidas.
—A las buenas, no, ángel.
—En fin, el horario era un tanto exigente. Trabajo de noche, y muchas veces llego a casa muy tarde. Me hace de ayudante de camerino, además de criada.
—¿Algo más sobre ella? ¿Consume cocaína o hierba? ¿Le da a la botella? ¿Tiene ataques de risa a veces?
—No creo. ¿Qué tiene que ver con este asunto, Steve?
—Pues que le vendió una llave de su apartamento a alguien, señora mía. Eso es evidente. Usted no se la dio, y el conserje no se la daría, pero Agatha tenía una. ¿Entiende?
En los ojos de la joven apareció una mirada afligida. La boca le tembló un poco, no mucho. Al lado tenía una copa sin probar. Steve se inclinó hacia delante y bebió un poco.
—Estamos perdiendo el tiempo, Steve —dijo ella, lentamente—. Tenemos que llamar a la policía. Ya nadie puede hacer nada. Me tienen por una persona agradable, aunque digamos que no por una señora en toda su extensión. Pensarán que fue una pelea de enamorados y que yo lo maté y eso es todo. Si pudiera convencerlos de que no lo hice, entonces será que se pegó un tiro en mi cama, y estaré perdida de todas formas. Así que más vale que me haga a la idea de enfrentarme a esa música.
—Mira esto —dijo Steve en voz baja—. Mi madre me lo hacía siempre.
Se llevó un dedo a la boca, se inclinó hacia delante y le tocó los labios a ella en el mismo sitio y con el mismo dedo. Sonrió, dijo:
—Iremos a ver a Walters... O irás tú. Escogerá a sus polis y los que elijan no irán por ahí gritando en medio de la noche rodeados de reporteros todo el rato. Harán las cosas calladitos, como un agente judicial. Walters sabrá ocuparse. Con eso ya contaban. Yo me iré a recoger a Agatha. Porque quiero tener una descripción del hombre al que le vendió la llave... Y la quiero rápido. Y por cierto, me debes veinte dólares por venir hasta aquí. Que no se te vaya de la memoria.
La chica alta se puso de pie sonriente.
—Eres divertido, desde luego. ¿Qué te hace estar tan seguro de que lo asesinaron?
—Que el pijama que lleva no es suyo. Los suyos tienen las iniciales bordadas. Le hice las maletas anoche antes de echarlo del Carlton. Vístete, ángel..., y dame la dirección de Agatha.
Steve fue al dormitorio y le puso una sábana por encima al cadáver de Leopardi, la sostuvo un momento antes de dejarla caer sobre la cara cerúlea e inmóvil.
—Hasta la vista, muchacho —dijo, amable—. Eras un canalla, pero desde luego llevabas música dentro.
Era una casa de madera pequeña en la avenida Brighton cerca de Jefferson, en una manzana de casas de madera pequeñas, todas antiguas, con porches delante. Esta tenía un camino de cemento estrecho para entrar, que la luna hacía más blanco de lo que era.
Steve subió los escalones y observó la persiana bordeada de luz de la amplia ventana de delante. Llamó con los nudillos. Se oyeron pasos arrastrados y una mujer abrió la puerta y lo miró a través de la mosquitera enganchada. Era una mujer de edad, avejentada, de pelo gris acaracolado. El cuerpo metido en una bata sin forma y los pies en unas zapatillas cedidas. Un hombre de cabeza calva muy brillante y ojos lechosos estaba sentado en una silla de mimbre al lado de una mesa. Tenía las manos sobre el regazo y se retorcía los nudillos de un modo compulsivo. No miró hacia la puerta.
—Vengo de parte de la señorita Chiozza —dijo Steve—. ¿Es usted la madre de Agatha?
—Así es —dijo la mujer con voz opaca—. Pero no está en casa, señor.
El hombre de la silla se sacó un pañuelo de algún sitio y se sonó la nariz. Se rió por lo bajo sombríamente.
—La señorita Chiozza no se encuentra demasiado bien esta noche —dijo Steve—. Tenía la esperanza de que Agatha volviera allí y pasara la noche con ella.
El hombre de los ojos lechosos volvió a reírse por lo bajo, ahora cortante. La mujer dijo:
—No sabemos dónde está. No viene a casa. Papi y yo esperamos que vuelva a casa. Pero se queda por ahí hasta que nos tiene enfermos.
—Se quedará por ahí hasta que cualquier día de estos le pille la poli —soltó el viejo en tono atiplado.
—Papi está medio ciego —dijo la mujer—. Así que se ha vuelto medio malo. ¿No quiere entrar?
Steve negó con la cabeza mientras daba vueltas al sombrero en las manos como un vaquero tímido en un espectáculo de caballos.
—Necesito encontrarla —dijo—. ¿Dónde puede haber ido?
—Por ahí a emborracharse con cabritos baratos —ironizó Papi—. Lechuguinos con pañuelos de seda en vez de corbata. Si tuviera ojos, le daría de azotes hasta que se comportara.
Se agarró a los brazos de la butaca y los músculos se le abultaron en el dorso de las manos. Luego empezó a llorar. Un raudal de lágrimas le brotaba de sus ojos lechosos y caía entre la barba blanca de los carrillos. La mujer se acercó a él y cogió el pañuelo que llevaba en el puño y le enjugó la cara con él. Luego se sonó la nariz y volvió junto a la puerta.
—Puede estar en cualquier sitio —dijo a Steve—. Esta ciudad es muy grande, señor. No sabría decirle dónde.
Steve dijo en tono aburrido:
—Volveré a pasar. Si acaso viniera, a ver si hacen que se quede. ¿Qué número de teléfono tienen?
—¿Qué número de teléfono tenemos, Papi? —preguntó la mujer mirando para atrás.
—No se lo diré —soltó Papi con el ceño fruncido.
—Ya me acuerdo —dijo la mujer—. Sur dos cuatro cinco cuatro. Llame cuando quiera. Papi y yo no tenemos nada mejor que hacer.
Steve le dio las gracias y volvió a bajar el caminito blanco hasta la calle y recorrió luego por la acera media manzana hasta donde había dejado el coche. Lanzó una mirada distraída hacia el otro lado de la calzada y cuando empezaba a entrar en el coche se detuvo de repente y se aferró con la mano a la puerta del coche. Luego la soltó, dio tres pasos a un lado y se quedó mirando al otro lado de la calle con los labios apretados.
Todas las casas de la manzana eran muy parecidas, pero justo la de enfrente tenía un cartelón de «Se alquila» colgado de la ventana de la fachada y un cartel de una inmobiliaria clavado en el trocito de césped de delante de la casa. La casa en sí se veía abandonada, completamente vacía, pero en el corto camino de entrada había un pequeño cupé negro reluciente.
Steve se dijo entre dientes:
—Presentimiento. A ver cómo lo haces, Stevie.
Cruzó casi con delicadeza la ancha calle de tierra, con la mano acariciando el duro metal del arma de su bolsillo, y cuando llegó tras el cochecito se detuvo y escuchó. Lo rodeó en silencio por el lado izquierdo, miró hacia atrás al otro lado de la calle, luego miró por la ventanilla delantera del coche que estaba abierta.
La chica estaba sentada casi como si condujera, salvo que tenía la cabeza un poco demasiado torcida hacia un lado. El sombrerito rojo seguía en su cabeza, el abrigo gris con ribetes de piel, cubriéndole el cuerpo. A la luz de la luna reflejada la boca se veía abierta a la fuerza. Sacaba la lengua. Y los ojos castaños estaban fijos en el techo del coche.
Steve no la tocó. No necesitaba tocarla ni mirar más de cerca para saber que en el cuello tendría unos fuertes moratones.
—Estos chicos son duros con las mujeres —murmuró.
El bolso grande de brocado negro de la chica estaba en el asiento de al lado de ella, tan abierto como su boca. Como la boca de la señorita Marilyn Delorme y el bolso morado de la señorita Marilyn Delorme.
—Sí..., duros con las mujeres.
Dio marcha atrás hasta quedar debajo de una palmera pequeña donde empezaba el camino de entrada. La calle estaba tan vacía y desierta como un teatro cerrado. La cruzó en silencio hasta el coche, se metió dentro y se marchó.
Nada nuevo. Una joven que vuelve sola a casa a altas horas de la noche, la asalta y la estrangula un hampón a unas pocas casas de distancia de la suya. De lo más simple. El primer coche patrulla que circule por esa manzana, y si los chicos iban medio despiertos, echarían una mirada en el momento en que descubrieran el cartel de «Se alquila». Steve pisó fuerte el acelerador y se alejó de allí.
En Washington y Figueroa entró en una tienda veinticuatro horas y se metió en la cabina de teléfonos del fondo y cerró la puerta. Metió sus cinco centavos y marcó el número de la Jefatura de policía. Pidió que le pusieran con el sargento de guardia:
—Apunte esto, ¿quiere, sargento? Avenida Brighton, manzana de los treinta dos cero cero, lado oeste, entrada de una casa vacía. ¿Ya lo tiene?
—Sí. ¿Y ahí, qué?
—Coche con mujer muerta dentro —dijo Steve, y colgó.