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LA CASA SILENCIOSA

Tenía el coche en un solar del otro lado de la calle, así que conduje en dirección norte hasta la Cinco y luego al oeste hasta Flower, y de allí bajé a Glendale Boulevard y por ahí llegué a Glendale. Se me hizo la hora de almorzar, de modo que paré y tomé un sándwich.

Chevy Chase es un cañón profundo en la falda de los montes que separan Glendale de Pasadena. Muy boscoso, y las calles que salen de la avenida principal suelen ser de lo más cerradas y oscuras. Una de esas era Chester Lane, y era tan oscura como si estuviera en medio de un bosque de secuoyas. La casa de Goodwin estaba al fondo del todo, era un pequeño bungalow de estilo inglés con tejado en punta y ventanas emplomadas que no debían de dejar entrar demasiada luz al interior, incluso aunque hubiera habido alguna luz que dejar entrar. La casa estaba encajada en un pliegue de la colina, con un gran roble prácticamente en medio del porche delantero. Era un pequeño lugar agradable para divertirse.

El garaje, a un lado, estaba cerrado. Subí por un sendero retorcido hecho de losas de piedra y llamé al timbre. Lo oí sonar en alguna parte por atrás con ese sonido tan especial de los timbres en las casas vacías. Lo pulsé dos veces más. Nadie salió a abrir. Un ruiseñor bajó volando hasta el pequeño césped bien cortado de delante, pescó un gusano entre la tierra y se largó con él. Alguien encendió el motor de un coche más abajo de la curva de la calle, fuera de la vista. En la acera de enfrente había una casa nueva flamante con un letrero de «Se vende» clavado en el abono y las semillas de hierba plantadas delante. No se veía ninguna otra casa.

Probé una vez más con el timbre y finalmente hice un toque de retreta con la aldaba, que era un aro colgado de la boca de un león. Luego me aparté de la puerta de entrada para echar un ojo por la ranura existente entre las puertas del garaje. Dentro había un coche, que relucía apenas bajo la débil luz. Fui dando la vuelta hasta el patio de atrás y vi dos robles más y un quemador de basura y tres sillas alrededor de una mesa verde de jardín bajo uno de los árboles. Aquello de allí detrás parecía tan fresco, agradable y sombreado que me hubiera gustado quedarme. Me acerqué a la puerta de atrás; una de sus mitades era de cristal, pero tenía el cerrojo echado. Probé a girar el pomo, lo que sin duda era una bobada. Sin embargo, se abrió, así que respiré profundamente y entré.

El tal Lancelot Goodwin ya podía prepararse a escuchar algunas excusas si me pillaba allí. Si no, me ocuparía de revisar sus efectos. Había algo en él, aunque tal vez no fuera más que el nombre de pila, que me preocupaba.

La puerta de atrás daba a un porche con persianas altas y estrechas. De allí se llegaba a otra puerta también sin cerrar que se abría a una cocina de azulejos de colorines y una cocina de gas empotrada. En el fregadero había un montón de botellas vacías. Dos puertas de vaivén. Empujé la que daba a la parte delantera de la casa. Conducía a un salón comedor con un bufete en el que había más botellas de licor, en este caso llenas.

La sala de estar quedaba a la derecha pasando bajo un arco. Estaba oscuro incluso a pleno día. Amueblada con gusto, con estanterías de obra y libros que no se habían comprado a peso. Había una radio de mueble en una esquina sobre la que descansaba un vaso medio vacío de líquido ámbar. Y en el líquido ámbar había hielo. La radio emitía un leve sonido susurrante y la luz del dial resplandecía. Estaba encendida, pero con el volumen a cero.

Eso era curioso. Me di la vuelta y miré hacia la esquina trasera de la habitación. Allí descubrí algo aún más curioso.

Había un hombre sentado en una butaca de damasco grueso con los pies en zapatillas sobre un taburete a juego con la butaca. Llevaba un polo de cuello abierto y pantalones color vainilla y cinturón blanco. Tenía la mano izquierda cómodamente apoyada en el ancho brazo de la butaca y la derecha colgaba lánguidamente fuera del otro brazo sobre la alfombra, que era de un rosa mate compacto. Era un tipo delgado, moreno, guapo, de cuerpo atlético. Uno de esos individuos que se mueven deprisa y son mucho más fuertes de lo que parecen. Tenía la boca ligeramente abierta dejando ver el filo de los dientes. La cabeza le caía un poco hacia un lado, como si se hubiera adormilado sentado allí después de tomarse unas cuantas copas mientras escuchaba la radio.

Había una pistola en el suelo junto a su mano derecha y en medio de la frente tenía un agujero rojo y chamuscado.

La sangre le goteaba muy lentamente por la barbilla y ensuciaba su polo blanco.

Durante un minuto entero, que en un espacio como aquel puede ser tan largo como el pulgar de un quiropráctico, no moví ni un músculo. Si llegué a respirar del todo, fue un secreto. Me quedé simplemente allí, estupefacto, vacío como una cisterna averiada, y observé cómo la sangre de Lancelot Goodwin iba formando unos pequeños glóbulos en forma de pera que colgaban de la barbilla hasta ir cayendo lenta y caprichosamente para sumarse a la gran mancha carmesí que iba tiñendo la blancura de su polo. Incluso me pareció que en aquel momento la sangre goteaba más despacio. Por fin levanté un pie, lo saqué del cemento donde lo tenía pegado, di un paso y luego arrastré el otro pie detrás como si llevara una cadena y una bola colgando. Crucé la habitación oscura y silenciosa.

Al acercarme, sus ojos destellaron. Me incliné para mirarlos, para intentar cruzarme con su mirada. Pero no pude. Con los ojos de los muertos nunca se puede. Siempre apuntan un poco hacia un lado o hacia arriba o hacia abajo. Le toqué la cara. Estaba tibia y ligeramente húmeda. Eso debía de ser efecto de la bebida. No llevaba muerto más de veinte minutos.

Hice un quiebro rápido a un lado, como si alguien intentara colárseme por detrás con un cuchillo, pero no había nadie. El silencio aguantaba. La habitación rebosaba de él. Afuera, en un árbol, piaba un pájaro, pero eso solo contribuía a hacer más espeso el silencio. Se hubieran podido cortar rebanadas y ponerles mantequilla.

Empecé a mirar las otras cosas de la sala. Había una foto con marco de plata tirada en el suelo, con el dorso hacia arriba, delante de la repisa de escayola. Me acerqué, la cogí con un pañuelo y le di la vuelta. El cristal se había roto limpiamente de esquina a esquina. En la foto se veía a una mujer delgada, de pelo claro y una sonrisa peligrosa. Saqué la instantánea que me había dado Howard Melton y la puse junto a la otra foto. Estaba claro que se trataba de la misma cara, pero la expresión era distinta; por otro lado, era un tipo de cara de lo más corriente. Llevé la fotografía con gran cuidado a un dormitorio muy bien amueblado y abrí uno de los cajones de una cómoda de patas largas. Saqué la foto del marco, limpié el marco con mi pañuelo y lo escondí debajo de unas camisas. No fue muy astuto, pero era lo más astuto que se me ocurría en ese momento.

Ahora nada parecía muy urgente. Si se hubiera oído el disparo y alguien lo hubiera reconocido como tal, haría mucho rato que la policía estaría allí. Me llevé la foto al cuarto de baño, la recorté con mi navaja de bolsillo, lancé los recortes al retrete y tiré de la cadena. Añadí la foto a lo que ya llevaba en el bolsillo de la chaqueta y volví al cuarto de estar.

En la mesa baja, al lado de la mano izquierda del muerto, había un vaso vacío. Ahí podía haber huellas. Por otra parte, alguien más podía haberle dado un sorbo al vaso y dejado otras huellas. Una mujer, claro. Habría estado sentada en el brazo de la butaca, con una sonrisa suave y dulce en la cara y el arma escondida detrás de la espalda. Tenía que ser una mujer. Un hombre no hubiera podido pegarle un tiro en una posición tan absolutamente relajada. Tenía mi opinión sobre de qué mujer se trataba, pero no me gustó lo de dejar su foto en el suelo. Era mala publicidad.

No podía arriesgarme con el vaso. Lo limpié bien e hice algo que no me gustó lo más mínimo. Le hice volver a cogerlo en la mano y luego lo puse otra vez sobre la mesa. Hice lo mismo con la pistola. Cuando dejé caer la mano, en esta ocasión se balanceó y balanceó como el péndulo del reloj del abuelo. Me dirigí hacia el vaso que había sobre la radio y lo limpié también. Eso les haría pensar que era una mujer muy espabilada, una clase totalmente distinta de mujer..., si es que hay clases distintas. Recuperé cuatro colillas de cigarrillo con manchas de rouge más o menos del tono que se llama «Carmen», un color para rubias. Las llevé al cuarto de baño y se las entregué a la ciudad. Limpié unas pocas zonas lisas brillantes con una toalla, hice lo mismo con el pomo de la puerta de delante y di por cumplida la faena. No iba a quitarle el polvo a toda la maldita casa.

Me quedé de pie mirando a Lancelot Goodwin un momento más. La sangre había dejado de fluir. La última gota del mentón ya no iba a caer. Iba a quedarse allí colgada hasta oscurecerse y brillar y ser tan permanente como una verruga.

Volví a la parte de atrás por la cocina y el porche, y aproveché para limpiar un par de pomos más al pasar, rodeé la casa por el lateral y eché una rápida ojeada a un lado y otro de la calle. Como no había nadie a la vista culminé el trabajo con un lacito yendo de nuevo a la puerta principal a llamar al timbre y dejando el botón y el pomo bien limpios mientras lo hacía. Volví al coche, entré y me marché. Todo eso me había llevado menos de media hora. Pero me sentía como si no hubiera dejado de luchar desde la guerra civil.

Cuando ya había recorrido unos dos tercios del camino de regreso a la ciudad, me paré al pie de la calle Alessandro y me metí en la cabina de teléfono de un drugstore. Marqué el número de la oficina de Howard Melton.

Una voz muy animada dijo:

—Doreme Cosmetic Company. Muy buenas tardes.

—¿El señor Melton?

—Le pondré con su secretaria —canturreó la voz de la rubita que estaba aparte, en un rincón apartado del camino del mal.

—La señorita Van de Graaf al habla. —Tenía un arrastrado deje agradable que se podía convertir en encantador o molesto con solo cambiar un cuarto de tono—. ¿Quién llama al señor Melton, por favor?

—John Dalmas.

—Ah... ¿El señor Melton le conoce, señor... ah... Dalmas?

—No empiece otra vez —dije—. Hágame el favor de llamarlo, muchacha. Puedo comprar todo el lujo que quiera en la ventanilla de los sellos.

Contuvo la respiración con tanta fuerza que casi me estropea el tímpano. Hubo un momento de espera, un clic y la potente voz profesional de Melton dijo:

—¿Sí? Aquí Melton. Dígame.

—Tengo que verlo enseguida.

—¿De qué se trata? —ladró.

—Ya ha oído lo que acabo de decirle. Ha habido eso que los muchachos llaman acontecimientos. Sabe con quién está hablando, ¿verdad?

—Oh..., sí. Sí. Bueno, déjeme ver. Déjeme mirar la agenda.

—Al demonio con su agenda —dije—. Esto es serio. Tengo el suficiente sentido común para no interrumpirle en mitad de su jornada de trabajo si no lo fuera.

—En el Athletic Club, en diez minutos —dijo cortante—. Que me avisen en la sala de lectura.

—Yo tardaré un poco más de eso. —Y colgué antes de que pudiera discutirme.

De hecho, fueron veinte minutos.

El botones de la entrada del Athletic Club salió pitando al momento y se metió en uno de los viejos ascensores sin puertas que tenían y estuvo de vuelta en un minuto afirmando con la cabeza. Me llevó hasta el cuarto piso y me indicó la sala de lectura.

—A la vuelta a la izquierda, señor.

Aquella sala no la habían construido principalmente para leer. Había periódicos y revistas sobre una larga mesa de caoba y encuadernaciones de cuero tras los cristales de las vitrinas en las paredes y un retrato al óleo del fundador del club con un aplique de luz encima. Pero la estancia se componía principalmente de ángulos y rincones con enormes sillones de cuero de respaldo alto inclinado y hombres mayores que dormitaban pacíficamente en ellos con las caras violáceas de la ancianidad y la tensión alta.

Me deslicé en silencio hacia la izquierda. Melton estaba allí sentado en un reservado íntimo entre estanterías, de espaldas a la sala, en una butaca que, siendo alta como era, no lo era bastante para ocultar su cabezota morena. Había puesto otra butaca a su lado. Me instalé en ella y le guiñé un ojo.

—Hable en voz baja —me dijo—. Esta es una sala para echarse la siesta después de comer. Bien, ¿de qué se trata? Cuando lo contraté lo hice para ahorrarme complicaciones, no para añadir nuevas complicaciones a las que ya tenía.

—Sí —dije, y acerqué mi cara a la suya. Olía a ginebra con soda, pero de un modo agradable—. Su mujer lo mató.

Las cejas rígidas ascendieron un poquito. En los ojos se le instaló la mirada pétrea. Sus dientes se apretaron. Respiró con calma, apretó una de sus grandes manos sobre la rodilla y se la quedó mirando.

—Continúe —dijo con una voz tan delgada como un alfiler.

Eché una mirada hacia atrás por encima del respaldo de la butaca. El vejete más próximo roncaba ligeramente haciendo bailar atrás y adelante los pelos de la nariz a cada aliento.

—Después de verle, me dirigí a la casa de Goodwin. Nadie acudió a abrirme la puerta, así que probé por la puerta de atrás. Abierta. Entré. La radio estaba encendida pero sin sonido. Dos vasos con bebida. Foto rota en el suelo bajo la repisa. Goodwin en una butaca muerto con un tiro a corta distancia. Herida a quemarropa. Pistola en el suelo junto a la mano derecha. Una veinticinco automática, un arma de mujer. Seguía allí sentado como si no se hubiera enterado. Limpié bien vasos, pistola, pomos, puse las huellas de él donde tenían que estar y me marché.

Melton abrió y cerró la boca. Hizo rechinar los dientes. Apretó los puños de ambas manos. Luego me miró fijamente con sus duros ojos negros.

—La foto —dijo con voz pastosa.

La saqué del bolsillo y se la enseñé, pero sin soltarla.

—Julia —dijo. La respiración le hizo un sonido extraño, cortante, agudo, y su mano quedó inerte. Volví a guardarme la foto en el bolsillo—. ¿Y entonces, qué? —musitó.

—Todo. Puede que me hayan visto, pero no al entrar ni al salir. Hay árboles al fondo. Es un sitio muy sombrío. ¿Su mujer tenía un arma como esa?

Se le cayó la cabeza y la metió entre las manos. La tuvo allí un buen rato, luego la levantó y se puso los dedos extendidos sobre la cara y se dirigió a través de ellos a la pared que teníamos enfrente.

—Sí. Pero nunca imaginé que la llevase encima. Supongo que esa rata asquerosa la había dejado —dijo en voz baja sin calor—. Es usted todo un tipo —añadió—. Ahora tenemos un suicidio, ¿eh?

—No puedo asegurarlo. Pero, sin un sospechoso, es probable que lo manejen de ese modo. Le harán la prueba de la parafina en la mano para ver si disparó el arma. Eso ya es pura rutina. Pero hay veces que no funciona, y si no tienen sospechoso pueden dejarlo pasar de todas formas. Lo que no pillo es la cuestión de la foto.

—Yo tampoco —murmuró hablando todavía entre los dedos—. Debió de entrarle el pánico muy de repente.

—Ajá. ¿Se da cuenta de que ahora he metido la cabeza en un avispero? Si me pillan me juego la licencia. Claro que hay una posibilidad de que fuera suicidio. Pero no apostaría mucho por ello. Tendrá que jugársela, Melton.

Sonrió, abatido. Luego giró la cabeza lo bastante para mirarme, pero siguió tapándose la cara con las manos. El fulgor de sus ojos pasaba entre los dedos.

—¿Y por qué arregló usted las cosas? —preguntó en voz baja.

—Que me aspen si lo sé. Me imagino que no me caía bien... por la foto esa. No parecía digno de lo que iban a hacerle a ella... y a usted.

—Quinientos más de bonificación —me dijo.

Me eché hacia atrás y le dirigí una mirada pétrea.

—No trato de presionarlo —dije—. Soy un tipo más que duro..., pero no en lugares como este. ¿Me dio toda la información que tenía?

Estuvo un minuto largo sin decir nada. Finalmente, se puso de pie y miró en torno a la sala, se metió las manos en los bolsillos, hizo tintinear alguna cosa y se sentó de nuevo.

—Esa es una aproximación equivocada... por las dos partes —dijo—. Yo no andaba pensando en chantajes..., ni me ofrecí a pagarlos. No hay suficiente dinero. Son tiempos duros. Ha tomado usted un riesgo adicional y le ofrezco una compensación adicional. Suponga que Julia no tiene nada que ver con el asunto. Eso podría explicar por qué quedó allí la foto. En la vida de Goodwin había muchas otras mujeres. Pero si la historia sale a la luz y a mí me relacionan de algún modo con ella, la oficina central me pondrá en la calle. Estoy en un negocio muy sensible, y últimamente no va muy bien. Así que pueden alegrarse de contar con esa excusa.

—No me refería a eso —dije—. Le estaba preguntando si me había dado todo lo que tenía.

Se quedó mirando al suelo.

—No. Me guardé una cosa. Entonces no me pareció importante. Pero ahora pone muy en riesgo la posición. Hace unos pocos días, justo después de encontrarme a Goodwin en el centro, me llamaron del banco y me dijeron que estaba allí un tal señor Lancelot Goodwin para cobrar un cheque nominal de mil dólares a nombre de Julia Melton. Les dije que la señora Melton estaba de viaje, pero que conocía muy bien al señor Goodwin y que no veía ninguna objeción a que pagaran el cheque, si estaba en orden y él se identificaba adecuadamente. Dadas las circunstancias, no podía decir otra cosa. Me imagino que lo cobró, no lo sé.

—Creía que Goodwin tenía pasta.

Melton se encogió de hombros con rigidez.

—Chantajista de mujeres, ¿eh? Y bastante inútil, por cierto, si aceptaba cheques. Creo que jugaré la partida con usted, Melton. No aguanto ver a esos carroñeros de la prensa irse con una historia inventada como esa. Pero si llegan a usted, yo me quedo fuera... si es que puedo.

Sonrió por primera vez.

—Le daré sus quinientos ahora mismo —dijo.

—Nanay. Me contrató para encontrarla. Y si la encuentro me llevo los quinientos pelados... Las demás apuestas, fuera.

—Ya verá que soy un hombre en quien se puede confiar —dijo él.

—Quiero que me dé una nota para ese tal Haines. Lo siguiente será dirigirme a su casa del lago Little Fawn y quiero entrar en la cabaña. Mi único modo de seguir con esto es hacer como si nunca hubiera estado en Chevy Chase.

Asintió con la cabeza y se levantó. Fue hasta una de las mesas y volvió con una nota con el membrete del club:

Sr. D. William Haines

Lago Little Fawn

Querido Bill:

Te ruego que permitas al señor John Dalmas, portador de esta nota, visitar mi cabaña, y que le ayudes en todo lo necesario para que pueda recorrer la propiedad.

Atentamente,

Howard Melton

Plegué la nota y me la guardé con el resto de mi cosecha del día. Melton me puso una mano en el hombro.

—Nunca olvidaré esto —dijo—. ¿Va usted a subir allí ahora?

—Creo que sí.

—¿Qué espera encontrar?

—Nada. Pero sería un idiota si no sigo las pistas.

—Naturalmente. Haines es un buen tipo, pero un poco hosco. Tiene una mujer rubia muy bonita que le da mucha caña. Buena suerte.

Nos estrechamos la mano. Tenía la mano tan fría como un pescado en vinagre.

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