4

Cuando volví en mí estaba frío y mojado, y tenía un dolor de cabeza elefantiásico. Tenía una magulladura blanda detrás de la oreja derecha que ni siquiera sangraba. Me habían golpeado con una porra.

Me incorporé y vi que estaba a pocos metros del camino de entrada, entre dos árboles húmedos por la niebla. Tenía un poco de barro en los talones. Me habían sacado a rastras del camino, pero no me habían llevado muy lejos.

Me miré los bolsillos. El arma había desaparecido, por supuesto, pero eso era todo. Eso y la idea de que aquella excursión era para divertirse.

Husmeé un poco por allí entre la niebla; no encontré nada ni vi nada. Renuncié a molestarme por el tema y seguí por el lado ciego de la casa hasta una línea curva de palmeras. Una luz de neón de tipo antiguo parpadeaba a la entrada de una especie de camino en el que había estacionado el Marmon descubierto de 1925 que todavía me servía de transporte. Me metí dentro después de secar el asiento con una toalla. Conseguí dar vida al motor y me lo llevé por una calle grande vacía, con unos carriles en desuso en el medio.

Me fui de allí al bulevar De Cazens, que era la vía principal de Las Olindas y lo habían bautizado con el nombre del tipo que construyó el local de Canales tiempo atrás. Al cabo de un rato entré en zona urbana: edificios, tiendas con aspecto de muertas, una estación de servicio con un timbre para llamar de noche y, por fin, un drugstore que aún estaba abierto.

Había un sedán lleno de cromados y perifollos estacionado delante del drugstore. Aparqué detrás de él, me bajé y vi a un individuo sin sombrero sentado ante el mostrador y hablando con un empleado de bata azul. Parecía que estaban solos en el mundo.

Avancé con intención de entrar pero luego me paré y le eché otra mirada a aquel coche trucado. Era un Buick de un color que a la luz del día habría podido ser verde Nilo. Tenía dos focos y llevaba dos pequeñas luces ámbar en forma de huevo pegadas sobre unas tiras estrechas niqueladas colocadas en el guardabarros delantero. La ventanilla del conductor estaba bajada. Volví al Marmon y cogí una linterna. Me metí en el coche y di vuelta a la carpetilla de la licencia del Buick. Apagué la luz a toda prisa y salí otra vez.

Estaba matriculado a nombre de Louis N. Harger. Me libré de la linterna y entré en el drugstore. A un lado, colgaba una pancarta de un anuncio de licor. El empleado de la bata azul me vendió una pinta de Canadian Club que me llevé hasta el mostrador. Había diez asientos, pero me senté en el que estaba al lado del hombre sin sombrero. Se puso a mirarme con mucha atención por el espejo.

Cogí una taza de café negro llena hasta los dos tercios y le añadí hasta arriba de whisky. Me lo bebí de un golpe y esperé un minuto para darle tiempo a que me calentara. Luego miré de arriba abajo al que no llevaba sombrero. Tenía unos veintiocho años, un poco ralo por arriba, una cara roja y saludable, ojos sinceros, manos sucias y aspecto de no ganar mucho dinero. Llevaba una chaqueta de sarga gris con botones de metal y pantalones que no hacían juego.

Le dije, sin darle importancia, en voz baja:

—¿Es tuyo el armatoste de afuera?

Estaba sentado muy quieto. Apretaba la boca y le costaba apartar sus ojos de los míos en el espejo.

—De mi hermano —contestó tras una pausa.

—¿Una copa? —dije—. Tu hermano es un viejo amigo mío.

Asintió dubitativo. Tragó saliva y movió la mano lentamente. Alcanzó la botella y reventó el café. Se bebió la mezcla de golpe. Luego, le observé sacar una cajetilla de cigarrillos arrugada, clavarse uno en la boca y frotar una cerilla en el mostrador después de haber fallado dos veces con la uña del pulgar.

Me incliné junto a él y le dije, inexpresivo:

—Este no tiene por qué ser el problema.

—Sí —asintió él—. ¿De qué va la cosa?

El empleado vino hasta nosotros. Le pedí más café. Cuando me lo trajo, me quedé mirándole hasta que se fue y se quedó de pie delante del escaparate, dándome la espalda. Cargué mi segundo café y bebí un poco. Volví a mirar la espalda del empleado.

—El tipo al que pertenece el coche no tiene hermanos —dije.

Se puso muy tenso y se volvió hacia mí.

—¿Se piensa que es un coche robado?

—No.

—¿No piensa que es un coche robado?

—No —repetí—. Solo quiero que me lo cuentes.

—¿Es detective?

—Ajá... pero esto no es un interrogatorio, si eso es lo que te preocupa.

Dio una calada fuerte al cigarrillo y revolvió con la cucharilla la taza vacía.

—Puedo perder mi empleo por esto —dijo—. Pero necesitaba cien pavos. Soy taxista pirata.

—Me lo imaginé —dije.

Puso cara de sorpresa, volvió la cabeza y se quedó mirándome.

—Tómate otra copa y vamos con ello —dije—. Los ladrones de coches no los aparcan a la vista y luego se sientan tranquilamente en un drugstore.

El empleado vino desde el escaparate y revoloteó a nuestro alrededor, tratando de disimular frotando con un trapo el cristal de la cafetera. Se hizo un denso silencio. El empleado dejó el trapo, se fue a la parte de atrás de la tienda, detrás del tabique, y empezó a silbar en tono agresivo.

El hombre que estaba a mi lado se sirvió un poco más de whisky y se lo bebió haciéndome un gesto de inteligencia con la cabeza.

—Escuche... Hice una carrera y supuse que tenía que quedarme esperando al cliente. Un tipo y una gachí se paran a mi lado con el Buick y el tipo me ofrece cien pavos si le dejo llevar mi gorra y conducir mi taxi hasta la ciudad. Me dice que espere una hora y luego lleve su cacharro al hotel Carillon del bulevar Towne. El mío estará allí esperándome. Y me da los cien pavos.

—¿Cuál era su historia? —pregunté.

—Dijo que habían estado en un garito de juego y que habían tenido un poco de suerte. Tenían miedo de que algún listo les atracase al volver.

Cogí uno de sus cigarrillos y lo enderecé entre los dedos.

—Es una historia que no puedo desmontar—dije—. ¿Puedo ver tus papeles?

Me los dio. Se llamaba Tom Sneyd y trabajaba de chófer en la Green Top Cab Company. Puse el tapón a mi botella, me la guardé en el bolsillo lateral e hice bailar medio dólar sobre el mostrador.

El empleado vino y me dio cambio. Casi temblaba de curiosidad.

—Venga, Tom —dije delante de él—. Vamos a buscar ese taxi. No creo que tengas que esperar más por aquí.

Salimos y dejé que el Buick avanzara delante de mí. Salimos de las luces dispersas de Las Olindas a través de una serie de pueblos playeros con casitas construidas en solares de arena próximos al mar, y otras más grandes en las laderas de las colinas de atrás. Había ventanas encendidas aquí y allá. Los neumáticos cantaban sobre el cemento húmedo y las lucecitas ámbar del guardabarros del Buick me miraban al trazar las curvas.

En West Cimarron giramos hacia el interior, nos metimos por Canal City y nos encontramos con el tajo de San Angelo Cut. Nos llevó casi una hora llegar al 5640 de Towne Boulevar, el número del hotel Carillon. Es un edificio grande, con tejado de pizarra, un garaje en el sótano y una fuente en el patio delantero iluminada por las noches con una luz verde pálido.

El taxi Green Top número 469 estaba aparcado al otro lado de la calle, en la acera a oscuras. No pude ver si le había disparado alguien. Tom Sneyd encontró su gorra en el sitio del conductor y se puso ansioso detrás del volante.

—¿Con esto estoy listo? ¿Puedo marcharme ya? —La voz sonó aliviada.

Le dije que por mi parte de acuerdo, y le di mi tarjeta. Cuando dobló la esquina era la una y doce minutos. Me subí al Buick, lo metí en la rampa para bajar al garaje y se lo dejé a un chico de color que estaba quitando el polvo a los coches a cámara lenta. Me fui a la recepción.

El recepcionista era un joven de aspecto ascético que leía un volumen de las Sentencias apeladas en California a la luz de la centralita. Me dijo que Lou no estaba y no había estado desde las once, cuando él comenzó su turno. Tras una breve discusión acerca de lo tardío de la hora y la importancia de mi visita, telefoneó al apartamento de Lou sin obtener respuesta.

Salí y me senté en mi Marmon unos minutos, me fumé un cigarrillo y di unos tragos a mi botella de Canadian Club. Después, regresé al Carillon y me metí en una cabina de teléfono. Llamé al Telegram para pedir que me pusieran con Local. Me contestó un tipo llamado Von Ballin.

Pegó un chillido cuando le dije quién era.

—¿Pero todavía andas dando vueltas? Ahí tiene que haber una historia. Pensé que a estas alturas los amigos de Manny Kinnen ya te habrían dejado con la pata estirada entre las flores.

—Escucha esto —le corté—. ¿Conoces a un tipo que se llama Lou Harger? Un jugador. Tenía un local que cerraron hace un mes tras una redada.

Von Ballin dijo que no conocía a Lou personalmente pero que sabía quién era.

—¿Alguien por tu zona que pueda conocerlo bien de verdad?

Lo pensó un momento.

—Hay un chaval por aquí que se llama Jerry Cross —recordó—. Se supone que es el experto en vida nocturna. ¿Qué es lo que quieres saber?

—Adónde iría a celebrar algo —respondí. Luego le conté parte de la historia, no demasiado; me guardé la parte en la que me dieron con la porra, y la del taxi—. No ha aparecido por su hotel —terminé—. Necesito localizarle como sea.

—Bueno, si eres amigo suyo...

—Suyo, pero no de su panda —dije, seco.

Von Ballin se detuvo para gritarle a alguien que cogiera una llamada y luego me dijo en voz baja, acercándose al teléfono:

—No te pares, muchacho. No te pares.

—Muy bien. Pero estoy hablando contigo, no con tu cuaderno. Me dieron con una porra y perdí el arma delante del local de Canales. Lou y su chica cambiaron su coche por un taxi que encontraron y desde entonces nada se sabe de ellos. La cosa no me gusta demasiado. Lou no estaba lo bastante borracho para andar dando vueltas por la ciudad con toda esa pasta en el bolsillo. Y si lo estaba, la chica no le dejaría.

—Veré lo que puedo hacer —dijo Von Ballin—. Pero no suena muy prometedor. Te pegaré un telefonazo.

Le dije que estaba viviendo en el Merritt Plaza, por si lo había olvidado. Salí y volví a subirme al Marmon. Me fui a casa y me apliqué toallas calientes en la cabeza durante quince minutos. Después me senté, ya con el pijama, me preparé whisky caliente con limón y fui llamando al Carillon de vez en cuando. A las dos y media Von Ballin me llamó y dijo que no había habido suerte. A Lou no lo habían trincado: no estaba en ningún hospital de urgencias, y no había aparecido por ninguno de los clubs que Jerry Cross consideró su probable destino.

A las tres llamé al Carillon por última vez. Luego apagué la luz y me dormí.

Por la mañana todo estaba igual. Intenté seguir la pista de la pelirroja. En la guía de teléfonos había veintiocho personas apellidadas Glenn, y de ellas, tres eran mujeres. Una no contestó, las otras dos me aseguraron que no eran pelirrojas. Una de ellas se ofreció a demostrármelo.

Me afeité, me duché, desayuné y bajé andando tres manzanas hasta el edificio Condor.

La señorita Glenn estaba sentada en mi salita de recepción.

Todos los cuentos
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