6

Cuando giré la llave de la puerta de cristal de la entrada del Berglund, olí a policía. Miré el reloj de pulsera. Eran casi las tres de la mañana. En un rincón oscuro del vestíbulo un hombre dormitaba en una butaca, con un periódico tapándole la cara y unos pies grandes estirados delante de él. Una esquina del periódico se levantó una pulgada y volvió a bajar. El hombre no hizo más movimientos.

Crucé el vestíbulo camino del ascensor y luego subí a mi piso. Recorrí el pasillo andando sin hacer ruido, abrí mi puerta, la empujé para dejarla de par en par y alargué la mano en busca del interruptor de la luz.

Se oyó el ruidito de la cadena de una lámpara de pie que había junto al sillón y se encendió una luz encima del sillón, detrás de la mesa de juego en la que seguían dispersas las piezas de mi ajedrez.

Allí estaba Copernik, sentado con una sonrisa rígida y desagradable en la cara. El bajito moreno, Ybarra, estaba sentado frente a él al otro lado de la habitación, a mi izquierda, callado, con su media sonrisa de costumbre.

Copernik enseñó un pedazo más de sus grandes dientes amarillos de caballo.

—Qué hay —dijo—. Mucho tiempo sin verlo. ¿Ha salido con las chicas?

Cerré la puerta, me quité el sombrero y me enjugué la nuca una y otra vez, muy despacio. Copernik seguía sonriendo. Ybarra miraba al vacío con sus ojos oscuros y blandos.

—Tome asiento, compadre —dijo Copernik arrastrando las palabras—. Póngase cómodo. Tenemos reunión del consejo. Amigo, mira que odio estas pesquisas nocturnas. ¿Sabe que anda escaso de matarratas?

—Lo hubiera jurado —dije, y me apoyé contra la pared.

—Nunca he podido soportar a los detectives privados —dijo Copernik sin dejar de sonreír—, pero nunca he tenido una oportunidad tan buena de estrujar a uno como esta noche.

Alargó la mano perezosamente por un lado de la butaca y la volvió a subir con un bolero estampado y lo tiró sobre la mesa de juego. Volvió a alargar la mano hacia el suelo y puso un sombrero de ala ancha junto al bolero.

—Apostaría a que está usted monísimo cuando se pone esto —dijo.

Cogí una silla, le di la vuelta, me senté a horcajadas, puse los brazos en el respaldo y miré a Copernik.

Se levantó con mucha calma, con una lentitud deliberada, cruzó la habitación y se plantó delante de mí alisándose la chaqueta hacia abajo. Luego levantó la mano derecha abierta y me pegó en la cara, fuerte. Resquemó, pero no me moví.

Ybarra miraba a la pared, miraba al suelo, miraba a la nada.

—Qué vergüenza, compadre —dijo Copernik como si le diera pereza—. Vaya manera de cuidar de esta mercancía tan bonita y exclusiva. Metida de cualquier forma debajo de las camisas viejas. Es que hay pies planos tan gamberros que me ponen enfermo.

Se quedó allí un rato más junto a mí. Ni me moví ni dije nada. Miraba aquellos ojos suyos velados de bebedor. Cerró el puño a un costado, luego se encogió de hombros, dio media vuelta y volvió a su butaca.

—Muy bien —dijo—. El resto se queda. ¿De dónde sacó estas cosas?

—Pertenecen a una dama.

—Qué me dice. Pertenecen a una dama. ¿Que está de coña, desgraciado? Pues le diré a qué dama pertenecen. Pertenecen a la dama por la que preguntó un tal Waldo en el bar del otro lado de la calle, como dos minutos antes de que le pegaran un tiro y lo dejaran frito. ¿O tal vez se le ha pasado ese detalle?

No dije nada.

—También usted sintió curiosidad por ella —dijo Copernik despectivamente—. Pero fue usted muy listo, compadre. Y me engañó.

—Para eso no hace falta ser listo —dije.

La cara se le torció de repente y empezó a levantarse. Ybarra soltó una carcajada, suave e inesperada, casi para sus adentros. Copernik dirigió la mirada hacia él y la mantuvo. Luego volvió a mirarme a mí con ojos anodinos.

—Al chicano le gusta usted —dijo—. Piensa que es bueno.

A Ybarra se le borró la sonrisa de la cara, pero ninguna otra expresión la sustituyó. Se quedó absolutamente inexpresivo.

—Usted sabía quién era esa dama todo el tiempo —dijo Copernik—. Usted sabía quién era Waldo y dónde vivía. Justo cruzando el pasillo, un piso por debajo del suyo. Usted sabía que ese individuo, Waldo, se había cargado a alguien y estaba a punto de pirarse, pero la gachí esa se interfirió en sus planes no sé cómo y estaba ansioso por verla antes de largarse. Solo que no llegó a tener la oportunidad. Un atracador del Este que se llama Al Tessilore se ocupó del asunto ocupándose de Waldo. Así que fue usted el que encontró a esa tipa y le escondió la ropa y la mandó desaparecer y preparó bien su trampa. Así es como la gente como usted se gana las alubias. ¿Correcto?

—Sí —dije—. Solo que solo supe todas esas cosas hace muy poco. ¿Quién era Waldo?

Copernik me enseñó los dientes. Unos círculos rojos se encendieron en lo más alto de sus mejillas cetrinas. Ybarra dijo en voz muy baja mirando al suelo:

—Waldo Ratigan. Nos lo dijeron de Washington por teletipo. Era un ladrón de pisos de tres al cuarto con unas pocas condenas pequeñas. Conducía el coche en el asalto a un banco de Detroit. Pero después se chivó de la banda y le retiraron los cargos. Ese Al Tessilore era uno de la banda. No ha soltado prenda, pero pensamos que el encuentro de ahí enfrente fue pura casualidad.

Ybarra hablaba con la voz modulada suave y tranquila de un hombre para el que los sonidos significan algo.

—Gracias, Ybarra —dije—. ¿Puedo fumar, o aquí Copernik me quitará el cigarrillo de la boca de una patada?

De pronto, Ybarra sonrió.

—Puede fumar, claro —dijo.

—Al chicano le gusta de verdad —se burló Copernik—. Nunca se puede saber lo que les gusta a los chicanos, ¿verdad?

Encendí un cigarrillo. Ybarra miró a Copernik y le dijo, arrastrando mucho las palabras:

—Esa palabra, «chicano»... Se excede usted con ella. No me gusta demasiado cuando me la aplican a mí.

—Al diablo con lo que te guste a ti, chicano.

Ybarra sonrió un poco más.

—Está usted cometiendo un error —dijo. Se sacó una lima de uñas del bolsillo y empezó a limarse con la mirada baja.

—He olido algo podrido en usted desde el principio, Marlowe —bramó Copernik—. Así que en cuanto nos hayamos hecho con esos dos mamones, Ybarra y yo pensamos que nos volveremos a asomar por aquí e intercambiaremos unas cuantas palabras más con usted. Traigo una de las fotos de Waldo en el depósito... Un buen trabajo, la luz le da justo en los ojos, la corbata está bien derechita y lleva un pañuelo blanco asomando justo lo preciso del bolsillo. Un buen trabajo. Así que cuando subíamos, así como por rutina, buscamos al encargado y le dejamos echar un ojo. Y claro, conoce al personaje. Aquí figura como A. B. Hummel, apartamento treinta y uno. Así que entramos allí y nos topamos con un fiambre. Y luego nos ponemos a darle vueltas y más vueltas al tema. De momento todavía nadie lo ha reconocido, pero tiene unos moretones de dedos estupendos debajo de la correa, y he oído que encajan estupendamente con los dedos de Waldo.

—Eso ya es algo —dije—. Pensé que igual lo había asesinado yo.

Copernik se me quedó mirando un buen rato. La sonrisa había desaparecido de su cara, que era ahora una cara brutalmente dura.

—Sí. Y también tenemos alguna cosa más —dijo—. Tenemos el coche con el que Waldo pensaba escaparse... Y lo que Waldo había metido dentro para llevarse.

Eché el humo del cigarrillo de golpe. El viento aporreaba las ventanas cerradas. El aire de la habitación estaba viciado.

—Oh, somos unos chicos brillantes —dijo Copernik, burlón—. Nunca nos imaginamos que tuviera usted tantas agallas. Eche una ojeada a esto.

Hundió la mano huesuda en el bolsillo de la chaqueta, sacó algo lentamente, lo puso sobre el borde de la mesa de juego, lo arrastró sobre el tapete verde y lo dejó allí estirado, reluciente. Una sarta de perlas blancas con un broche de hélice con dos palas. Refulgían suavemente en medio del aire espeso y repleto de humo.

Las perlas de Lola Barsaly. Las perlas que le había regalado el aviador. Aquel hombre que se había muerto, el hombre al que todavía amaba. Me las quedé mirando pero no me moví. Al cabo de un largo rato, Copernik dijo casi con gravedad:

—Bonitas, ¿verdad? ¿No tendría usted ganas de contarnos ahora alguna historia sobre esto, señor Marlowe?

Me puse de pie y empujé la silla de debajo de mí, crucé despacio toda la habitación y me quedé mirando las perlas. La más grande medía tal vez siete u ocho milímetros de ancho. Eran de un blanco puro, iridiscente, y una suavidad exquisita. Las cogí de la mesa donde estaban, junto a la ropa, y las levanté en el aire. El tacto era fino, untuoso, pesado.

—Muy bonitas —dije—. Gran parte del problema es por culpa de estas. Sí. Ahora hablaré. Deben de valer un montón de dinero.

Ybarra se rió detrás de mí. Una risa muy amable.

—Unos cien dólares —dijo—. Son una buena falsificación..., pero no son más que eso.

Volví a sopesar las perlas. Los ojos vidriosos de Copernik me miraban con lujuria.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

—Yo sé de perlas —dijo Ybarra—. Estas son de un buen material, las mujeres suelen encargarlo muy a menudo, como una especie de seguro. Pero son resbaladizas como el cristal. Las perlas auténticas son como un poco arenosas si las pasas por los dientes. Pruebe.

Puse dos o tres entre los dientes y los moví atrás y adelante y luego de lado. Sin morderlas del todo. Las cuentas eran duras y resbaladizas.

—Sí. Son muy buenas —dijo Ybarra—. Incluso algunas tienen unas pequeñas ondas y puntos planos, como tendrían las perlas auténticas.

—¿Podrían costar quince de los grandes si fueran auténticas? —pregunté.

—Sí, probablemente. Es difícil de decir. Depende de un montón de cosas.

—Ese Waldo no era tan malo —dije.

Copernik se levantó rápidamente, pero no le vi preparar el golpe. Todavía estaba mirando las perlas. El puño me impactó en un lado de la cara, contra los molares. Noté de inmediato sabor a sangre. Trastabillé hacia atrás y fingí que había sido un golpe peor de lo que había sido.

—¡Siéntese y hable, cabrón! —dijo Copernik casi en un susurro.

Me senté y cogí un pañuelo para toquetearme la mejilla. Me pasé la lengua por el corte del interior de la boca. Luego me volví a poner de pie y fui y recogí el cigarrillo que me había arrancado de la boca. Lo aplasté en un cenicero y me senté otra vez.

Ybarra se limaba las uñas y se las miraba levantando el dedo contra la lámpara. Entre las cejas de Copernik había perlas de sudor.

—Usted encontró el collar en el coche de Waldo —dije mirando a Ybarra—. ¿Encontró algún papel?

Negó con la cabeza sin levantar la vista.

—Lo creeré —dije—. Pues ahí va. Nunca había visto a Waldo hasta que entró aquella noche en el bar y preguntó por la chica. No sabía nada que no haya contado. Cuando llegué a casa y salí del ascensor, la chica del bolero estampado y el sombrero de ala ancha y el traje de crepé de seda azul, todo tal y como él lo había descrito, estaba esperando el ascensor aquí en mi piso. Y me pareció una buena chica.

Copernik se rió con sorna. A mí me dio lo mismo. Lo tenía pillado. Lo único que le quedaba era saber aquello. Y ahora iba a saberlo, muy pronto.

—Sabía que la pillarían como testigo de la policía —dije—. Y sospeché que había algo más. Pero ni por un minuto sospeché que hubiera hecho algo malo. No era más que una chica estupenda metida en un lío... y que ni siquiera sabía que estaba metida en un lío. La traje aquí. Me sacó una pistola. Pero no tenía intención de usarla.

Copernik se enderezó de pronto en la silla y empezó a lamerse los labios. Tenía ahora una expresión pétrea en la cara. Un aspecto como de piedra gris mojada. No emitió ni un sonido.

—Waldo había sido su chófer —continué—. Por entonces usaba el nombre de Joseph Coates. La chica es la esposa de Frank C. Barsaly. Su marido es un ingeniero importante de una gran hidroeléctrica. Alguien le había regalado las perlas cierta vez y le contó a su marido que eran solo perlas de bisutería. Waldo se percató de algún modo de que detrás de esas perlas había habido un romance y cuando Barsaly volvió de Sudamérica y lo despidió por ser demasiado guapo, se llevó las perlas.

Ybarra levantó la cabeza bruscamente y dejó ver sus dientes.

—¿Quiere decir que el tipo no sabía que eran falsas? —preguntó.

—Pienso que se pulió las auténticas y encargó que le hicieran imitaciones —dije.

—Es posible —asintió Ybarra.

—Pero se llevó alguna cosa más —dije—. Algo que Barsaly tenía en el maletín y que permitía descubrir que tenía otra mujer en Brentwood. Así que chantajeaba al marido y a la esposa a la vez, sin que ninguno de los dos supiera lo del otro. ¿Hasta aquí está claro?

—Está claro —dijo Copernik con aspereza, con los labios tensos. Seguía teniendo la cara como una piedra gris mojada—. Siga adelante, carajo.

—Waldo no les tenía miedo —dije—. No ocultó dónde vivía. Lo cual era absurdo, pero le ahorraba un montón de complicaciones si estaba dispuesto a arriesgarse. Así que la chica vino aquí esta noche con cinco de los grandes para dárselos y recuperar las perlas. Pero no encontró a Waldo. Vino a buscarlo aquí y subió al piso de arriba antes de volver a la calle. Una forma muy femenina de tomar precauciones. Así que me la encontré. Así que me la traje aquí. Así que estaba metida en el vestidor cuando Al Tessilore me visitó para despachar a un testigo —señalé la puerta del vestidor—. Así que la chica salió de ahí con su pistolita y se la clavó en la espalda y me salvó la vida —dije.

Copernik no se movió. Ahora había una expresión espantosa en su cara. Ybarra guardó la lima de uñas en una cajita de cuero y se la metió lentamente en el bolsillo.

—¿Eso es todo? —dijo amablemente.

Asentí.

—Excepto que me dijo cuál era el apartamento de Waldo y yo bajé allí a buscar las perlas. Y me encontré al muerto. En el bolsillo encontré unas llaves de coche nuevas en un llavero de un concesionario de Packard. Y un poco más abajo en la calle encontré el Packard y lo llevé al sitio de donde procedía: a la casa de la querida de Barsaly. Barsaly había mandado a un amigo del Spezia Club a que le comprara algo y este había intentado comprarlo con la pistola en vez de con el dinero que Barsaly le había dado. Y Waldo le ganó por la mano.

—¿Eso es todo? —preguntó Ybarra con voz suave.

—Eso es todo —dije pasándome la lengua por el desgarro del interior del carrillo.

—¿Y qué quiere usted? —dijo Ybarra lentamente.

A Copernik se le convulsionó la cara y se dio una palmada en el muslo largo y duro.

—Este tipo es bueno —se mofó—. Se enamora de una gachí perdida y viola todas las leyes que hay en el código y vas tú y le preguntas que qué quiere. ¡Yo voy a darle lo que quiere, chicano!

Ybarra volvió la cabeza despacio y lo miré.

—No creo que vayas a hacerlo —dijo—. Creo que vas a darle un certificado de salud limpio y cualquier otra cosa que pida. Te está dando toda una lección de trabajo policial.

Copernik no se movió ni emitió el menor sonido durante un largo minuto. Ninguno de nosotros se movió. Luego, Copernik se inclinó hacia delante y la chaqueta se le abrió. La culata de su arma de reglamento asomaba en la funda de debajo del brazo.

—Entonces, ¿qué quiere? —me preguntó.

—Lo que está ahí encima de la mesa de juego. La chaquetilla, el sombrero y las perlas falsas. Y que algunos nombres no aparezcan en la prensa. ¿Es demasiado?

—Sí, es demasiado —dijo Copernik casi amablemente. Se inclinó hacia un lado y el arma apareció limpiamente en su mano. Descansó el antebrazo en el muslo para apuntarme con la pistola en la barriga.

—Me gustaría más que se llevase un poco de plomo en las tripas por resistencia a la autoridad —dijo—. Eso me gustaría mucho más, por un informe que hice de la detención de Al Tessilore y cómo llevé a cabo el arresto. Por algunas fotos mías que están en los periódicos de la mañana a punto de salir. Me gustaría más que no viviera lo suficiente para reírse de esa nena.

Noté la boca repentinamente caliente y seca. Oí el viento que aullaba a lo lejos. Era como el sonido de la artillería.

Ybarra movió los pies por el suelo y dijo con frialdad:

—Te han dado un par de casos completamente resueltos, policía. Lo único que tienes que hacer para apuntártelos es dejar aquí un poco de basura y ocultar unos pocos nombres a la prensa y, por lo tanto, al fiscal. Y si de todos modos los descubre, pues peor para ti.

—Me gusta más del otro modo —dijo Copernik. La pistola azulada de su mano parecía una roca—. Y que Dios te ayude si no me respaldas.

—Si lo de la mujer sale a la luz —le respondió Ybarra—, resultará que has mentido en un informe policial y extorsionado a tu compañero. Al cabo de una semana ni siquiera pronunciarán tu nombre en Jefatura. Solo decirlo, los haría vomitar.

El percutor del revólver de Copernik chasqueó al echarlo atrás y pude ver cómo su grueso dedo abrazaba un poco más ampliamente el gatillo.

Ybarra se levantó. El revólver saltó para apuntarle.

—Ahora vamos a ver si los chicanos son unos gallinas —dijo—. Te digo que apartes ese revólver, Sam.

Empezó a avanzar. Dio cuatro pasos iguales. Copernik era un hombre en el que no se veía un atisbo de movimiento, un hombre de piedra. Ybarra dio un paso más, y de un modo absolutamente imprevisto, el arma empezó a temblar. Ybarra dijo, sin alterar la voz:

—Apártalo, Sam. Si no pierdes la cabeza todo se quedará como está. Si la pierdes... estás acabado.

Dio un paso más. La boca de Copernik se abrió de par en par. Aspiró aire ruidosamente y luego se derrumbó en la butaca como si le hubieran pegado en la cabeza. Bajó los párpados.

Ybarra le arrancó el revólver de la mano con un movimiento tan veloz que no pareció ni ser un movimiento. Dio un paso atrás rápidamente con el arma bajada a un costado.

—Es este viento caliente, Sam. Vamos a olvidarlo —dijo con la misma voz inalterable, casi refinada.

Los hombros de Copernik cayeron aún más y metió la cara entre las manos.

—Está bien —dijo entre los dedos.

Ybarra cruzó en silencio la habitación y abrió la puerta. Me miró con ojos perezosos, semicerrados.

—Yo también haría muchas cosas por una mujer que me salvó la vida —dijo—. Tengo que tragármelo, pero como policía no puede esperar que me guste.

—El hombrecillo de la cama se llama León Valesanos —dije yo—. Era crupier del Spezia Club.

—Gracias —dijo Ybarra—. Vámonos, Sam.

Copernik se levantó trabajosamente, atravesó la habitación y salió por la puerta abierta y de mi campo de visión. Ybarra cruzó la puerta detrás de él y empezó a cerrarla.

—Espere un minuto —le dije.

Volvió la cabeza despacio, la mano izquierda en la puerta, la pistola azul colgando junto a su flanco derecho.

—Yo no estoy en esto por dinero —dije—. Los Barsaly viven en Fremont Place dos doce. Pueden llevarle las perlas a ella. Si el nombre de Barsaly no sale en la prensa, me llevaré cinco de cien. Irán a la mutualidad de la policía. No soy tan condenadamente listo como se cree. Simplemente las cosas pasaron así, y usted llevaba a un canalla de compañero.

Ybarra miró a través del cuarto hacia las perlas que estaban en la mesa de juego. Le brillaron los ojos.

—Llévelas usted —dijo—. Lo de los quinientos, vale, creo que la mutualidad los agradecerá.

Cerró la puerta con cuidado y al cabo de unos segundos oí el sonido metálico de las puertas del ascensor.

Todos los cuentos
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