12
La luz volvió como una niebla roja delante de sus ojos. Un dolor mordiente, poderoso le laceraba un lado de la cabeza, toda la cara, se le instaló en los dientes. Tenía la lengua caliente y pastosa. Trató de mover las manos. Estaban muy lejos de él, aquellas no eran sus manos.
Abrió los ojos y la niebla roja desapareció y se encontró con una cara delante. Era una cara grande, pegada a la suya, una cara gigantesca. Gorda, con unos papos lustrosos y azulados, y un puro con una vitola de colorines en una boca de labios gruesos que esbozaba una sonrisa. La cara reía en sordina. Delaguerra cerró los ojos de nuevo y el dolor le inundó. Perdió el conocimiento.
Pasaron años, o segundos. Otra vez tenía la cara delante. Oyó una voz pastosa.
—Bien, otra vez está con nosotros. Un mozo de lo más duro, por cierto.
La cara se aproximó aún más, la punta del cigarro relucía de un rojo cereza. Y entonces se puso a toser de un modo atroz, atragantándose con el humo. Al español le pareció que le iba a reventar el lateral de la cabeza. Notó que se le deslizaba sangre fresca por el pómulo, haciéndole cosquillas en la piel y luego seguía fluyendo sobre la sangre ya seca y coagulada que tenía pegada a la cara desde antes.
—Esto le viene de perlas —dijo la voz pastosa.
Otra voz, con un toque rústico, dijo algo amable y obsceno. La cara gigante se volvió hacia la nueva voz con un gruñido.
Entonces Delaguerra se despertó del todo. Vio con claridad la habitación y las cuatro personas que había en ella. La cara gigante era la de John Masters el Grande.
La chica rubia delgada estaba toda encorvada en un extremo del sofá y miraba al suelo con cara de drogada, los brazos tiesos a los costados, las manos ocultas entre los almohadones.
Dave Aage apoyaba su cuerpo largo y desmadejado contra la pared, al lado de una ventana con visillos. Su cara afilada mostraba cierto fastidio. En el otro extremo del sofá, bajo la lámpara deshilachada, estaba el concejal Drew. La luz le pintaba el pelo de plata. Los ojos azules le brillaban intensos, concentrados.
John Masters tenía en la mano una pistola reluciente. Delaguerra parpadeó al verla e intentó levantarse, pero una mano saltó sobre su pecho y le echó para atrás. Le envolvió una oleada de náuseas. La voz pastosa dijo, áspera:
—Quietecito, con tiento. Ya te divertiste lo tuyo. Esta fiesta es nuestra.
Delaguerra se lamió los labios.
—Deme un poco de agua —pidió.
Dave Aage se apartó de la pared y se fue por el arco del comedor. Volvió con un vaso y lo acercó a la boca de Delaguerra.
—Nos gustan tus agallas, polizonte —dijo Masters—. Pero no las usas bien. Al parecer eres un chico que no entiende las sugerencias. Una lástima. Así que, aquí acabas. ¿Me comprendes?
La rubia torció la cabeza, miró a Delaguerra con ojos cargados y acto seguido apartó otra vez la mirada. Aage volvió a su pared. Drew empezó a acariciarse un lado de la cara con dedos nerviosos, veloces, como si ver la cabeza ensangrentada de Delaguerra hiciera que le doliese la suya.
Delaguerra dijo, despacio:
—Matarme solo le servirá para que lo cuelguen desde un poco más alto, Masters. Un imbécil de categoría sigue siendo un imbécil. Ya ha ordenado matar a dos hombres sin el menor motivo. Y ni siquiera sabe qué pretende tapar.
El grandote renegó en tono áspero, levantó el arma de metal reluciente y después la bajó otra vez, despacio, con una mirada torva. Aage dijo, indolente:
—Tranquilo, John. Déjale que recite el papel.
Delaguerra dijo con la misma voz pausada, despreocupada:
—Esa señorita de allí es hermana de los dos hombres que ha matado. Les había contado la historia, la de la trampa a Imlay: quién sacó las fotos, cómo le llegaron a Donegan Marr... su matoncito ha cantado un poco. Así que tengo bastante clara la idea general. No podía estar seguro de que Imlay matase a Marr. Igual era Marr el que se cepillaba a Imlay. Pero la cosa funcionaba perfectamente de las dos formas. Solo que si Imlay se cargaba a Marr, el asunto había que airearlo deprisa. Y ahí vino el patinazo. Empezó a montar la tapadera antes de saber qué había pasado en realidad.
—Fatal, polizonte. Vas fatal —dijo Masters ásperamente—. Me estás haciendo perder el tiempo.
La rubia giró la cabeza hacia Delaguerra. En sus ojos verdes se leía ahora un odio feroz. Delaguerra se encogió ligeramente de hombros, continuó:
—Fue un asunto de pura rutina mandar a los matarifes a liquidar a los hermanos Chill. Fue rutina apartarme de la investigación, tenderme una trampa y hacer que me suspendieran de empleo porque se pensaba que Marr me tenía en nómina. En cambio dejó de ser pura rutina lo de no poder encontrar a Imlay... y eso fue demasiado.
Los duros ojos negros de Masters se abrieron de par en par, vacíos. El poderoso cuello se le hinchó. Aage se apartó unos palmos de la pared y se quedó parado, muy tieso. Al cabo de un momento Masters chasqueó los dientes y habló con una gran calma:
—Esta es de rechupete, polizonte. A ver, expláyate un poco.
Delaguerra se llevó la punta de dos dedos al rostro embadurnado, se miró los dedos. Tenía los ojos sin profundidad, avejentados.
—Imlay está muerto, Masters. Ya estaba muerto cuando mataron a Marr.
En la habitación reinó el silencio. Nada se movía. Las cuatro personas que Delaguerra tenía delante estaban paralizadas de la impresión. Al cabo de un buen rato Masters tomó aire con vehemencia, lo expulsó del mismo modo y dijo, casi en un susurro:
—Cuéntanoslo, polizonte. Cuéntalo deprisa o por Dios que...
La voz de Delaguerra le interrumpió, fría, sin la menor emoción:
—Imlay fue a ver a Marr, desde luego. ¿Por qué no iba a ir? No sabía que le hacía un juego doble. Solo que fue a verlo anoche, no hoy. Subió en coche con él a la cabaña del lago Puma para hablar las cosas de un modo amistoso. Entonces, ya arriba, tuvieron una pelea e Imlay murió: lo empujaron o se cayó de lo alto del porche y se abrió la cabeza contra unas rocas. Está tan acabado como las Navidades del año pasado, en la leñera de la cabaña de Marr... De acuerdo, Marr lo escondió allí y volvió a la ciudad. Luego, hoy le llaman por teléfono, dan el nombre de Imlay y conciertan una cita para las doce y cuarto. ¿Qué iba a hacer Marr? Esperar, claro, mandar a la chica de la oficina a comer y poner una pistola donde pudiera cogerla si había prisas. Estaba preparado para cualquier problema. Solo que el visitante le engañó y él no utilizó la pistola.
—Demonios, poli, solo estás haciéndote el listo —dijo Masters en tono brusco—. No puedes saber todas esas cosas.
Volvió la vista hacia Drew, que tenía la cara gris, en tensión. Aage se apartó un poco más de la pared y se puso al lado de Drew. La rubia no movió ni un músculo.
—Desde luego —dijo, cansino—, son suposiciones, pero suposiciones que encajan con los hechos. Tuvo que ser así. Marr no era manco con las armas, y estaba al límite, preparado. ¿Por qué no disparó? Porque la visita era una mujer. —Levantó un brazo y señaló a la rubia—. Estaba enamorada de Imlay, aunque lo traicionara. Es una yonqui, y los yonquis son así. Le entró la tristeza y el arrepentimiento y fue a por Marr en persona. ¡Pregúntale a ella!
La rubia se puso de pie con un impulso pausado. Hizo salir la mano derecha de entre los cojines empuñando una automática pequeña, la que había empleado para disparar a Delaguerra. Tenía los ojos verdes fijos, pálidos, vacíos. Masters se dio la vuelta y le dio un golpe en el brazo con su revólver reluciente.
La rubia le disparó dos veces, a bocajarro, sin el menor titubeo. La sangre saltó del lateral del cuello poderoso y le cayó sobre la parte delantera de la chaqueta. Se tambaleó y dejó caer el revólver reluciente casi a los pies de Delaguerra. Se derrumbó hacia la pared de detrás de la butaca de Delaguerra, tanteando con un brazo en busca de la pared. La mano chocó contra el yeso y lo fue arañando al caer. Se desplomó pesadamente y ya no se movió más.
Delaguerra ya tenía el revólver reluciente al alcance de la mano.
Drew estaba de pie y gritaba. La chica se volvió lentamente hacia Aage, parecía ignorar a Delaguerra. Aage hizo aparecer una Luger que sacó de la sobaquera y noqueó a Drew con el brazo para quitarlo del medio. La pequeña automática y la Luger rugieron al unísono. La automática erró el blanco. La chica se derrumbó sobre el sofá, apretándose el pecho con la mano izquierda. Los ojos se le pusieron en blanco, intentó levantar otra vez la pistola. Luego cayó de costado sobre los almohadones y la mano izquierda cayó inerte del pecho. El corpiño de su vestido apareció de pronto hecho un raudal de sangre. Abrió los ojos, los cerró, los abrió y abiertos se quedaron.
Aage dirigió la Luger hacia Delaguerra. Tenía las cejas retorcidas para arriba en una intensa mueca de tremenda tensión. El pelo rubio pajizo se le pegaba tanto al hueso del cráneo que parecía pintado en la piel.
Delaguerra le disparó cuatro tiros con tanta rapidez que las explosiones sonaron como una ráfaga de ametralladora. La cara de Aage se volvió afilada, vacía, una cara de viejo, con ojos que eran los ojos ausentes de un idiota. Luego el cuerpo largo y huesudo se fue al suelo como una navaja de canto y con la Luger todavía en la mano. Una de las piernas le quedó doblada debajo como si no tuviera huesos.
Había un penetrante olor a pólvora en el aire. Un aire anonadado por el ruido de las pistolas. Delaguerra se puso de pie lentamente y avanzó hacia Drew con el revólver reluciente.
—La fiesta es suya, concejal ¿Es esto más o menos lo que quería?
Drew asintió lentamente, con la cara blanca, tembloroso. Tragó saliva, se movió con precaución sobre el suelo para pasar junto al cuerpo desmadejado de Aage. Miró a la chica del sofá y meneó la cabeza. Llegó hasta Masters, se agachó, se apoyó en una rodilla, lo tocó y volvió a ponerse de pie.
—Todos muertos, creo —musitó.
—Fantástico —dijo Delaguerra—. ¿Qué pasó con el tipo aquel grandote, el gorila?
—Lo mandaron lejos. Creo... creo que no tenían intención de matarlo a usted, Delaguerra.
Delaguerra asintió ligeramente. La cara empezaba a ablandarse, fueron desapareciendo las líneas rígidas. El lado que no tenía sangre reseca volvía a presentar un aspecto humano. Se enjugó el rostro con un pañuelo. Lo retiró lleno de sangre roja brillante. Lo tiró al suelo y se pasó los dedos por el pelo apelmazado para ponerlo en su sitio. Una parte estaba empapada de sangre seca.
—Vaya si tenían intención, demonios —dijo.
En la casa reinaba un gran silencio. No se oían ruidos afuera. Drew escuchó, olisqueó, fue a la puerta de entrada y miró al exterior. La calle estaba oscura, silenciosa. Volvió al lado de Delaguerra. Una sonrisa se le fue instalando poco a poco en el rostro.
—Es una barbaridad —dijo— que todo un concejal al cargo de la policía tenga que hacer de su propio agente secreto... y que haya que tenderle una trampa a un oficial decente para poder ayudarle.
Delaguerra lo miró, inexpresivo.
—¿Es así como quiere presentar la comedia? —preguntó.
Drew ya pudo hablar con tranquilidad. Había recuperado el color rosado de la cara.
—Por el bien del departamento, por el de la ciudad... y por el nuestro, es la única manera.
Delaguerra lo miró directamente a los ojos.
—A mí también me gusta así —dijo con voz apagada—. Si consiguen montarla exactamente así.