4

La habitación estaba completamente enmoquetada de blanco. Unos cortinajes de color marfil de una altura inmensa caían como al azar sobre la moqueta blanca junto a las numerosas ventanas. Estas daban a las oscuras estribaciones, y el aire tras los cristales era también oscuro. Aún no había empezado a llover, pero podía sentirse la presión de la atmósfera.

La señora O’Mara estaba estirada sobre una otomana blanca, con las dos zapatillas quitadas y unas medias de redecilla que ya no se llevaban. Era alta y morena, con un gesto de mal humor en la boca. Guapa, pero de este lado de la belleza.

—¿Hay algo en este mundo que yo pueda hacer por usted? —me preguntó—. Porque ya todo se sabe. Absolutamente todo. Salvo que yo no sé quién es usted, ¿no es sí?

—Bueno, apenas —dije—. No soy más que un poli privado de poca monta.

Alargó la mano para tomar un vaso que yo no había visto, pero que me hubiera puesto a buscar en breve por su manera de hablar y por el hecho de que se hubiera quitado las zapatillas. Bebió con languidez, exhibiendo un anillo.

—Lo conocí en un bar clandestino —dijo con una risa aguda—. Un contrabandista de licor de lo más guapo, con un pelo rizado espeso y sonrisa de irlandés. Así que me casé con él. De puro aburrimiento. En cuanto a él, incluso entonces el negocio del contrabando era algo inseguro... Si no era otra cosa lo que le atraía.

Esperó a que yo le dijera que sí que era otra cosa, pero no como si le importase demasiado lo que le soltara. Le dije simplemente:

—¿No lo vio marcharse el día que desapareció?

—No. Pocas veces lo veía marcharse, o volver. Así era la cosa. —Bebió un poco más de su bebida.

—Ajá —gruñí—. Pero, claro, no se pelearon. —Nunca se pelean.

—Hay tantas maneras de pelearse, señor Carmady...

—Sí. Me gusta que diga eso. Por supuesto que sabía usted lo de la chica.

—Me alegro de poder ser totalmente franca con un antiguo detective de la familia. Sí, sabía lo de la chica. —Se retorció un mechón de pelo negro detrás de la oreja.

—¿Lo sabía antes de que desapareciera? —pregunté cortésmente.

—Desde luego.

—¿Cómo?

—Es usted de lo más directo, ¿verdad? Por contactos, como se suele decir. Soy una vieja aficionada a los bares clandestinos. ¿O es que no lo sabía?

—¿Conocía a la pandilla del Dardanella?

—He ido por allí. —No pareció sobresaltarse, ni siquiera sorprenderse—. En realidad estuve viviendo allí prácticamente una semana. Y allí conocí a Dudley O’Mara.

—Sí. Su padre se casó ya mayor, ¿no es cierto?

Vi que le desaparecía el color de las mejillas. Quería enfadarla, pero no había nada que hacer. Sonrió y el color le volvió, y tiró de una campanilla que caía entre los almohadones de fustán de la otomana.

—Muy mayor —dijo—, si es que es de su incumbencia.

—No, no lo es —dije.

Una doncella de aire tímido entró y preparó un par de copas en una mesa auxiliar. Le dio una a la señora O’Mara y dejó la otra junto a mí. Volvió a marcharse enseñando unas bonitas piernas bajo la falda corta.

La señora O’Mara esperó a que se cerrara la puerta.

—Todo este asunto ha puesto a Padre de muy mal humor —dijo—. Me gustaría que Dud mandara un telegrama o escribiera o algo.

—Es un hombre muy muy mayor —dije lentamente—, impedido, ya medio enterrado. Un delgado hilo de interés lo sujetaba a la vida. Ese hilo se ha partido y a nadie le importa un bledo. Intenta comportarse como si a él tampoco le importara. Yo a eso no lo llamaría mal humor. Lo llamaría una excelente demostración de que tiene agallas.

—Caballeroso —dijo ella con ojos como puñales—. Pero no ha tocado su copa.

—Tengo que irme —dije—. Gracias de todos modos.

Me tendió una mano delgada y morena y yo me acerqué y se la toqué. Un trueno estalló de pronto detrás de los montes y la mujer dio un salto. Una ráfaga de aire estremeció las ventanas.

Bajé una escalera embaldosada hasta el vestíbulo y el mayordomo apareció como una sombra y me abrió la puerta.

Contemplé una sucesión de terrazas decoradas con arriates de flores y árboles importados. Debajo, una alta barandilla de metal con cabezas de lanzas doradas y un seto de dos metros en el interior. El asfalto hundido de la entrada se dejaba caer hasta la verja principal y el pabellón que las guardaba por dentro.

Más allá de la finca, la ladera del monte descendía hacia la ciudad y los antiguos pozos petroleros de La Brea, actualmente en parte parque y en parte una franja desértica de tierra salvaje vallada. Algunas torres de madera todavía seguían en pie. Con aquello había hecho su fortuna la familia Winslow, y luego había escapado de las torres hacia lo alto de la colina, lo bastante lejos para mantenerse apartada del olor a crudo, pero no tanto para no ver desde las ventanas de la fachada lo que les había hecho ricos.

Bajé los peldaños de ladrillo entre las terrazas de césped. En una de ellas un crío de pelo oscuro y cara pálida de diez u once años lanzaba dardos contra un blanco colgado de un árbol. Me acerqué a él:

—¿Tú eres el joven O’Mara? —pregunté.

Se apoyó en un banco de piedra con cuatro dardos en la mano y me miró con ojos fríos de color pizarra, maduros.

—Soy Dade Winslow Trevillyan —dijo hoscamente.

—Ah, entonces Dudley O’Mara no es tu padre.

—Pues claro que no —su voz estaba llena de desdén—. ¿Quién es usted?

—Soy detective. Y voy a encontrar a tu... quiero decir, al señor O’Mara.

Aquello no nos acercó lo más mínimo. Los detectives no le importaban en absoluto. Los truenos rebotaban por los montes como un puñado de elefantes jugando a corre que te pillo. Se me ocurrió otra idea.

—Apuesto a que no consigues acertar cuatro de cinco en el oro a diez metros.

Se animó de inmediato.

—¿Con estos?

—Ajá.

—¿Cuánto se apuesta? —me retó.

—Oh. Un dólar.

Corrió hasta el blanco y quitó los dardos clavados, volvió y perfiló la postura junto al banco.

—Eso no son diez metros —dije.

Me lanzó una mirada agria y se puso unos pocos pasos detrás del banco. Sonreí, luego dejé de sonreír.

Su mano pequeña los lanzó con tal agilidad que casi no podía seguirlos. En menos que se cuenta un segundo, cinco dardos colgaban del centro dorado del blanco. Me miró con aire triunfador.

—Dios, es usted muy bueno, maestro Trevillyan —gruñí, y saqué mi dólar.

Su pequeña mano se apoderó de él como una trucha que muerde la mosca. Lo quitó de la vista como un relámpago.

—Esto no es nada —dijo entre risas—. Tendría que verme en la galería de tiro detrás de los garajes. ¿Quiere que vayamos allí y apostemos algo más?

Volví la vista hacia el monte y vi parte de un edificio bajo blanco que se apoyaba en una ladera.

—Bueno, hoy no —dije—. La próxima vez que venga de visita, tal vez. Así que Dud O’Mara no es tu padre. Si algún día lo encuentro, ¿a ti te parecerá bien?

Encogió los hombros flacos y huesudos dentro de su jersey color castaño.

—Seguro. Pero, ¿qué va a hacer usted que no haga la policía?

—Es solo una idea —dije, y lo dejé allí.

Bajé por el camino de ladrillo hasta donde acababa el césped y seguí por dentro del seto hacia la casita de la entrada. A través del seto podía atisbar la calle. Cuando estaba a medio camino del pabellón de entrada vi afuera el sedán azul. Era un coche pequeño y perfilado, de línea baja, muy limpio, más ligero que un coche de policía pero de un tamaño parecido. Detrás de él se veía mi descapotable esperándome debajo del pimentero.

Me quedé mirando el sedán a través del seto. Pude ver las volutas del humo del cigarrillo de alguien chocar contra el parabrisas dentro del coche. Di la espalda al pabellón de entrada y miré hacia arriba. El niño Trevillyan había desaparecido de la vista de alguna forma, tal vez para ir a guardar el dólar, aunque un dólar no debía de significar mucho para él.

Me incliné y desenfundé la Luger 7.65 que llevaba ese día y me la metí con la boca para abajo en el calcetín izquierdo, hasta dentro del zapato. Podía andar así si no iba demasiado deprisa. Fui hasta las verjas.

Las tenían cerradas y nadie podía entrar en la casa sin identificarse. El portero, un perro guardián con pistola bajo el brazo, salió y me hizo pasar por un portillo pequeño en un lateral de las verjas. Me quedé hablando con él entre los barrotes durante un momento mientras observaba el sedán.

Me pareció correcto. Parecía que había dos personas dentro. Estaba a unos treinta metros, a la sombra del muro alto del otro lado. Era una calle muy estrecha, sin aceras, no tenía que ir muy lejos para llegar a mi descapotable. Eché a andar un poco tenso sobre el oscuro pavimento y llegué, metí la mano rápidamente en un pequeño compartimento de la parte delantera del asiento donde guardaba un arma de reserva. Era un Colt de la policía. Me lo metí en la sobaquera y puse en marcha el coche.

Solté el freno y arranqué. De pronto, empezó a llover con grandes goterones y el cielo se puso tan negro como las boinas de la liga antialcohólica. Mucho más claro que eso vi que el sedán se apartaba del bordillo detrás de mí.

Puse en marcha el limpiaparabrisas y subí hasta casi sesenta por hora a toda prisa. Cuando llevaba unas ocho manzanas pusieron en marcha la sirena. Eso me confundió. Era una calle tranquila, mortalmente tranquila. Bajé la velocidad y me paré junto al bordillo. El sedán paró a mi lado y me vi frente al hocico negro de una metralleta apoyada en el marco de la ventanilla de atrás.

Detrás se veía una cara estrecha de ojos enrojecidos, una boca rígida. Una voz sonó por encima del ruido de la lluvia y del limpiaparabrisas y el sonido de los dos motores.

—Venga aquí con nosotros —dijo—. Pórtese bien, ya me entiende.

No eran polis. Ahora ya daba igual. Cerré el contacto, dejé caer las llaves al suelo y salí al estribo. El hombre que iba al volante del sedán ni me miró. El de detrás abrió una puerta de una patada y se deslizó sobre el asiento sin dejar de sujetar con garbo la metralleta.

Me metí en el coche.

—Muy bien, Louie. Cachéalo.

El conductor salió de detrás del volante y se puso detrás de mí. Encontró el Colt que llevaba bajo el brazo, me palmeó las caderas y los bolsillos, la cintura.

—Limpio —dijo, y volvió al asiento delantero del coche.

El hombre de la Thompson alargó la mano izquierda y cogió el Colt que tenía el conductor, luego puso la metralleta en el suelo del coche y la tapó con una esterilla marrón doblada. Volvió a recostarse en su rincón, tranquilo y relajado, con el Colt sobre las rodillas.

—Muy bien, Louie. Ahora, en marcha.

Todos los cuentos
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