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Ese día no pensaba trabajar, solo ponerme al día en el arte de balancear los pies. Una brisita tibia y racheada entraba por la ventana del despacho y del hollín de las calderas del hotel Mansion House, al otro lado del callejón, rodaban partículas minúsculas sobre la superficie de cristal de mi mesa, como el polen que vuela por un solar vacío.
Justo estaba pensando en irme a almorzar cuando apareció Kathy Horne.
Era una rubia alta, mal vestida, de ojos tristes, y que en sus tiempos había sido policía y había perdido el trabajo al casarse con un falsificador de cheques barato que se llamaba Johnny Horne con la pretensión de reformarlo. No lo había reformado, pero estaba esperando a que saliera para poder intentarlo otra vez. Y, entretanto, llevaba el mostrador de tabaco del Mansion House y miraba pasar por allí a los diversos timadores en su halo de humo de cigarros baratos. Y de vez en cuando le prestaba diez dólares a alguno de ellos para que pudiera marcharse de la ciudad. Era así de blanda. Se sentó y abrió un bolso grande brillante, sacó una cajetilla de cigarrillos y encendió uno con el mechero de mi mesa. Soltó un hilo de humo, arrugó la nariz al verlo.
—¿Has oído hablar de las perlas Leander alguna vez? —preguntó—. Dios, cómo brilla esa tela azul. Debes tener dinero en el banco a juzgar por esa ropa que llevas.
—No —dije yo—, no a las dos cosas. No he oído hablar nunca de las perlas Leander y no tengo dinero en el banco.
—Entonces igual te gustaría llevarte un puñado de veinticinco de los grandes.
Encendí uno de sus cigarrillos. Se puso de pie y cerró la ventana.
—Ya tengo suficiente de ese olor a hotel en el trabajo —dijo. —Volvió a sentarse y continuó—. Fue hace diecinueve años. Tuvieron al tipo en Leavenworth quince años y hace cuatro que lo soltaron. Un maderero grandote del norte que se llamaba Sol Leander se las compró a su mujer, solo dos. Solo dos perlas, quiero decir. Le costaron doscientos de los grandes.
—Debe de haber necesitado una carretilla para moverlas.
—Ya veo que no entiendes demasiado de perlas —dijo Kathy Horne—. No es solo el tamaño. De todas formas hoy valen mucho más y los veinticinco grandes que la gente de Reliance ofrecía de recompensa siguen siendo buenos.
—Ya entiendo —dije—. Alguien las sacó de circulación.
—Ahora estás cogiendo oxígeno. —Dejó caer el cigarrillo en un cenicero y lo dejó seguir humeando como suelen hacer las señoras. Yo se lo apagué—. Por eso estuvo en Leavenworth ese tipo, solo que nunca pudieron demostrar que tenía las perlas. Fue un trabajo en un furgón de correos. Consiguió esconderse de alguna forma dentro del furgón y en Wyoming le pegó un tiro al empleado, limpió todo el correo certificado y se esfumó. Consiguió entrar en Canadá antes de que lo trincaran. Pero no dieron con nada... al menos entonces. Solo consiguieron pillarlo a él. Le cayó la perpetua.
—Si va a ser una historia muy larga, vamos a beber algo.
—Nunca bebo hasta que se pone el sol. De ese modo no te conviertes en una ruina.
—Duro para los esquimales —dije yo—. Por lo menos en verano.
Me observó mientras sacaba mi petaca. Luego continuó:
—Se llamaba Sype... Wally Sype. Lo hizo solo. Y no soltó prenda sobre el asunto, ni palabra. Luego, después de quince largos años, le ofrecieron el indulto si desembuchaba lo del botín. Lo contó todo, menos lo de las perlas.
—¿Dónde las tenía? —pregunté—. ¿En el sombrero?
—Escucha, esto no es simplemente un puñado de frases graciosas, tengo una pista sobre esas canicas.
Me tapé la boca con la mano y puse cara solemne.
—Dijo que él nunca había tenido las perlas, y puede que le creyeran a medias, porque le concedieron el indulto. Sin embargo, las perlas estaban en la carga del correo certificado y nadie volvió a verlas más.
Empezaba a sentir la garganta un poco espesa. No dije nada. Kathy Horne continuó:
—Una vez, en Leavenworth, una sola vez en todos estos años, Wally Sype se enrolló con un bote de laca blanca y se quedó tan tieso como la faja de una gorda. El compañero de celda era un tipejo al que llamaban Peeler Mardo. Cumplía veintisiete meses por desdoblar billetes de veinte. Sype le contó que tenía las perlas enterradas en algún lugar de Idaho.
Me incliné un poco hacia delante.
—Empezamos a interesarnos, ¿eh? —dijo Kathy—. Bueno, escucha esto. Peeler Mardo vive en una habitación de mi casa y esnifa coca y habla dormido.
Me incliné otra vez hacia delante.
—Cielo santo... —dije—. Y yo he estado prácticamente gastándome el dinero de la recompensa.
Se me quedó mirando con frialdad. Luego aflojó la expresión.
—Muy bien —dijo un poco desesperanzada—. Ya sé que suena a locura. Todos esos años que han pasado y todas esas cabezas privilegiadas que deben de haber trabajado en el caso, la gente de correos y las agencias particulares y todo eso. Y entonces sale con el tema un coquero. Pero es un personajillo agradable y le creo bastante. Sabe dónde está Sype.
—¿Y soltó todo eso mientras dormía? —dije.
—Pues claro que no. Pero ya me conoces. Una ex policía tiene oídos. Puede que metiera demasiado la nariz, pero estaba segura de que era un ex presidiario y me preocupé al ver que se metía tanto polvo. Es el único huésped que tengo en estos momentos. Así que me pongo junto a su puerta y le oigo hablar solo. Así supe lo bastante para sonsacarle. Y me contó el resto. Quiere ayuda para ir a por la pasta.
Me incliné otra vez hacia delante.
—¿Dónde está Sype? —pregunté.
Kathy Horne sonrió y meneó la cabeza.
—Eso es lo único que no quiere decirme. Eso y el nombre que utiliza ahora Sype. Pero está en algún sitio por el norte, en Olympia o cerca de allí, en Washington. Peeler lo vio por allí y averiguó cosas de él, y dice que Sype no lo vio.
—¿Y qué está haciendo Peeler por aquí abajo? —pregunté.
—Aquí es donde le colgaron el muerto de Leavenworth. Ya sabes que los viejos convictos siempre vuelven a echarle una ojeadita al trozo de acera donde patinaron. Solo que ahora ya no tiene amigos por aquí.
Encendí otro cigarrillo y me puse otra copa, pequeña.
—Dices que Sype lleva cuatro años fuera. Peeler cumplió veintisiete meses. ¿Qué ha estado haciendo el resto del tiempo?
Kathy Horne abrió sus ojos de porcelana azul con lástima.
—Tal vez pienses que solo hay la cárcel a la que ir —dijo compasiva.
—Está bien —dije—. ¿Querrá hablar conmigo? Supongo que lo que quiere es que le echen una mano para tratar con la gente del seguro, en caso de que haya alguna perla y que Sype se las ponga en la mano a Peeler y tal. ¿Es eso?
—Sí, hablará contigo —suspiró Kathy Horne—. Se muere de ganas. Hay algo que lo tiene asustado. ¿Querrás salir ahora antes de que se pille la mona de la tarde?
—Claro, si eso es lo que quieres.
Kathy sacó un llavín del bolso y apuntó una dirección en mi libreta. Se puso de pie lentamente.
—Es una casa doble. Mi lado está aparte. Hay una puerta en medio, que se abre con llave desde mi lado. Solo por si no acude a la puerta.
—De acuerdo —dije. Lancé el humo hacia el techo y me la quedé mirando.
Se dirigió hacia la puerta, se paró y se volvió. Miró al suelo.
—No espero demasiado —dijo—. Puede que nada. Pero si puedo pillar uno o dos de los grandes mientras espero a que Johnny salga, tal vez...
—Tal vez puedas enderezarlo —dije—. Eso es un sueño, Kathy. No es más que un sueño. Pero si no lo fuera, cuenta con un tercio.
Kathy tomó aliento y me miró con rabia para no llorar. Cruzó la puerta, se detuvo y volvió de nuevo.
—Eso no es todo —dijo—. Está lo del viejo, Sype. Se comió quince años. Pagó. Pagó duro. ¿Eso no te hace sentir como miserable?
—¿Las robó, no? —dije meneando la cabeza—. Mató a un hombre. ¿Cómo se gana la vida?
—La mujer tiene dinero —dijo Kathy Horne—. Él solo se entretiene con peces de colores.
—¿Peces de colores? —dije—. Al infierno con él.
Se marchó.